La figura del mundo de Juan Villoro
Dentro del marco de la Filbo 2023, hoy se presenta el libro “La figura del mundo”, del escritor mexicano. Un texto sobre su padre, el filósofo Luis Villoro, en el que se habla de los orígenes, las motivaciones y las conclusiones de la vida de este personaje, un ser humano que vivió gran parte de su vida en el aislamiento para dedicarse a pensar.
Laura Camila Arévalo Domínguez
“Se interesaba poco en las personas y mucho en la humanidad”, “Como a todos, le tocó una época para la que no estaba preparado”, o “Fue un filósofo que no transformó el mundo, o que solo transformó la parte del mundo que lo necesitaba”. Estas son algunas de las frases que usó Juan Villoro para hablar de su padre en La figura del mundo, “un libro que define más al autor que al protagonista retratado”.
“No he conocido a persona más emotiva que mi madre ni más racional que mi padre”, anotó el escritor mexicano. Y el texto comienza con un prólogo llamado “La dificultad de ser hijo” y una foto de Luis Villoro hacia 1956, en la que se le ve escribiendo.
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Y la dificultad a la que se refiere Villoro hijo tiene que ver con la paternidad de un intelectual. Con la relación entre un padre que decidió hacer obra y un hijo que llega al mundo desprovisto de todo y esperándolo todo. Sobre el egoísmo que ya muchos filósofos, directores de cine, escritores, músicos, pintores y cualquier cantidad de artistas han elegido para dedicarse a lo que no pueden dejar de ser: creadores. Sin asegurar que este sea el caso del autor del libro, o sin decir que haya tenido un padre ausente, sí planteó que tuvo que entender las formas en las que vivió el afecto en aquella relación.
“La figura del mundo” no fue una queja ni una victimización, sino un aporte al debate sobre esa experiencia, que muchos juzgaron a priori, pero que pocos han pensado y mucho menos vivido. Villoro amó a su padre, pero también se dedicó a observarlo, a pensarlo, a descifrar su interés en buscarle el sentido a la vida a través del pensamiento: lectura, escritura y aislamiento.
Fueron 267 páginas en las que el hijo, el escritor de literatura, describió a su padre: no fue un retrato sobre un intelectual que tuvo que salir de España porque su madre quedó viuda en plena Guerra Civil. No fue solamente eso. No fue un libro académico. No fue una biografía. No fue una declaración de amor ni un memorial de agravios. No. Fue un relato compuesto por unas anécdotas, contextos históricos, frases, cotidianidades, extractos de textos y vivencias personales sobre lo que fue la vida con Luis Villoro, que primero se fue a Bélgica y después llegó a México, un país que aprendió a valorar tanto como para enfurecerse cuando su hijo le preguntó dónde estaba su registro civil: quería tener doble nacionalidad, es decir, quería tener pasaporte español. La respuesta del padre nació de la indignación: ¿todo lo que le costó sentirse mexicano para ahora contribuir a que la ciudadanía que adoptó no fuese suficiente? No.
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Los rasgos de la personalidad del filósofo zapatista sobresalieron entre las historias o confesiones de Villoro hijo. Su papá tuvo convicciones. Se permitió la duda y por eso conversó y conversó, pero sus argumentos provinieron de las convicciones. Y por eso fue que desaprobó la intención de sus hijos sobre la doble nacionalidad. Y por eso, también, a veces pareció distante y fijó los ojos en el horizonte, así solo hubiese una pared. Muchas veces le preguntaron qué estaba haciendo. Él respondió: “Estoy pensando”. Y fue un asunto que descubrió desde su juventud en Saint Paul, el colegio en el que estudió en Bélgica. “Estaba solo, pero había descubierto la magia de aprender cosas, entre ellas la más inesperada: el orgullo de pensar por cuenta propia”.
En el libro, Villoro hijo narró las razones de la migración de la familia de su padre. Por qué se fue de España, qué ocurrió con él en Bélgica y cómo terminó en México. Hizo lo mismo con su madre. Contó, además, las razones por las que a Villoro papá siempre le interesaron las culturas y las gentes de mucho tiempo atrás: “La edad del mundo era la suya”, escribió y habló de las formas en las que su padre intentó demostrarle amor, de su olor y de lo mucho que detestó los chismes o las anécdotas personales. Ni escucharlas ni contarlas. Admiró la inteligencia. Tuvo una personalidad fuerte y defendió sus principios, así que muchas veces despertó sospechas o generó cierta distancia hasta con sus hijos, quienes en ocasiones tuvieron que elegir entre creerle a él, que fue totalmente contrario a lo que opinó o pensó la mayoría, o creerle al resto y verlo a él como un radical o un ingenuo, o un idealista, o un intelectual desconectado de la realidad.
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Por fortuna, eso se transformó: el fútbol, una afición de la que Villoro hijo se enamoró gracias a su padre, fue su forma de acercarse. “El filósofo no iba al estadio por ser aficionado, sino por ser padre”. Porque hasta las razones por las que se interesó en los equipos que apoyó, fueron políticas. Como su papá nació en España, Villoro hijo se enamoró del Barça. Y como tuvo que elegir equipo local, se decidió por el Necaxa: el de su calle, el de los mejores amigos de su barrio. Su papá respetó su decisión: “Ante cualquier disyuntiva, mi padre me pedía que eligiera en forma ‘libre y racional’”.
Esas elecciones nacieron del estómago, que casi siempre es el lugar en el que se sienten los abismos de las victorias y las derrotas. Las elecciones de Villoro papá nacieron en el cerebro, que es el lugar en el que se evalúan causas, consecuencias y coherencias.
“La autoridad de mi padre era incontestable. No recurría a castigos físicos ni levantaba excesivamente la voz, por la sencilla razón de que bastaba que ordenara algo para que se cumpliera. De un modo seco, jamás rudo, dictaba sentencia”, dice en el libro.
Las interpretaciones de ese personaje variarán según las subjetividades tras los ojos de cada lector, pero podría decirse que este es un texto sobre una figura hecha a conciencia. Y las figuras cuentan con personalidades fuertes. Las de los que se deciden a pensar distinto y arrojan públicamente lo que llamamos “ideas impopulares”, a sabiendas de la desaprobación y, en estos tiempos, del riesgo de la cancelación. Villoro papá también fue una figura por el uso de su tiempo. La creación de sí mismo se dio a partir de las lecturas de otros que, como él, se dedicaron a pensar. Y después, de las reflexiones de esas ideas que las llevaron a las suyas. Fue filósofo porque tuvo ideas propias. Porque, como dijo Herman Hesse, decidió sobre su propio bien y su propio mal. Y porque lo defendió. Y esa defensa le costó, por ejemplo, la incomprensión de sus hermanos: “Eran tres hermanos /Tres almas pequeñas. /Uno tuvo hogar/ Y vida serena. /Al otro tocó/ La mejor parcela: /Vivir con Jésus /Dentro de su hacienda. /Pero el más pequeño /Tenía una /reserva; se construyó un muro/ De cal y piedra/ Con cuatro paredes, /Y una sola puerta. /Los dos varias veces/ quisimos que se abriera./ La dejó cerrada/ Por nuestra torpeza”.
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El anterior fue un poema escrito por la hermana de Luis Villoro, María Luisa, quien se refirió al voluntario aislamiento de su hermano en estos versos. Un texto que se terminó a modo de reconciliación cuando logró comprender que, dentro de la cabeza de su hermano, existían los frutos de la tierra fértil en la que convirtió su cerebro. Porque para que haya pensamientos, ideas y autoconocimiento se requiere soledad. El otro distrae. El otro contagia. “Un hombre sensible/ De alma de poeta/ No quiere herir nunca,/ Ni que a él lo hieran,/ No volví a tratar/ De tocar la puerta”. Este fue otro de los versos de aquel texto, que terminó por aceptar la forma en la que la figura en cuestión usó su condición de ser humano.
Villoro hijo se preguntó si de haber tenido un padre más abierto y sociable su curiosidad por él habría sido la misma: “El interés -el anhelo de proximidad- proviene de la distancia”, se contestó.
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“Se interesaba poco en las personas y mucho en la humanidad”, “Como a todos, le tocó una época para la que no estaba preparado”, o “Fue un filósofo que no transformó el mundo, o que solo transformó la parte del mundo que lo necesitaba”. Estas son algunas de las frases que usó Juan Villoro para hablar de su padre en La figura del mundo, “un libro que define más al autor que al protagonista retratado”.
“No he conocido a persona más emotiva que mi madre ni más racional que mi padre”, anotó el escritor mexicano. Y el texto comienza con un prólogo llamado “La dificultad de ser hijo” y una foto de Luis Villoro hacia 1956, en la que se le ve escribiendo.
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“La figura del mundo” no fue una queja ni una victimización, sino un aporte al debate sobre esa experiencia, que muchos juzgaron a priori, pero que pocos han pensado y mucho menos vivido. Villoro amó a su padre, pero también se dedicó a observarlo, a pensarlo, a descifrar su interés en buscarle el sentido a la vida a través del pensamiento: lectura, escritura y aislamiento.
Fueron 267 páginas en las que el hijo, el escritor de literatura, describió a su padre: no fue un retrato sobre un intelectual que tuvo que salir de España porque su madre quedó viuda en plena Guerra Civil. No fue solamente eso. No fue un libro académico. No fue una biografía. No fue una declaración de amor ni un memorial de agravios. No. Fue un relato compuesto por unas anécdotas, contextos históricos, frases, cotidianidades, extractos de textos y vivencias personales sobre lo que fue la vida con Luis Villoro, que primero se fue a Bélgica y después llegó a México, un país que aprendió a valorar tanto como para enfurecerse cuando su hijo le preguntó dónde estaba su registro civil: quería tener doble nacionalidad, es decir, quería tener pasaporte español. La respuesta del padre nació de la indignación: ¿todo lo que le costó sentirse mexicano para ahora contribuir a que la ciudadanía que adoptó no fuese suficiente? No.
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En el libro, Villoro hijo narró las razones de la migración de la familia de su padre. Por qué se fue de España, qué ocurrió con él en Bélgica y cómo terminó en México. Hizo lo mismo con su madre. Contó, además, las razones por las que a Villoro papá siempre le interesaron las culturas y las gentes de mucho tiempo atrás: “La edad del mundo era la suya”, escribió y habló de las formas en las que su padre intentó demostrarle amor, de su olor y de lo mucho que detestó los chismes o las anécdotas personales. Ni escucharlas ni contarlas. Admiró la inteligencia. Tuvo una personalidad fuerte y defendió sus principios, así que muchas veces despertó sospechas o generó cierta distancia hasta con sus hijos, quienes en ocasiones tuvieron que elegir entre creerle a él, que fue totalmente contrario a lo que opinó o pensó la mayoría, o creerle al resto y verlo a él como un radical o un ingenuo, o un idealista, o un intelectual desconectado de la realidad.
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Esas elecciones nacieron del estómago, que casi siempre es el lugar en el que se sienten los abismos de las victorias y las derrotas. Las elecciones de Villoro papá nacieron en el cerebro, que es el lugar en el que se evalúan causas, consecuencias y coherencias.
“La autoridad de mi padre era incontestable. No recurría a castigos físicos ni levantaba excesivamente la voz, por la sencilla razón de que bastaba que ordenara algo para que se cumpliera. De un modo seco, jamás rudo, dictaba sentencia”, dice en el libro.
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Villoro hijo se preguntó si de haber tenido un padre más abierto y sociable su curiosidad por él habría sido la misma: “El interés -el anhelo de proximidad- proviene de la distancia”, se contestó.
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