La fragilidad por Hopkins y la impotencia por Colman
“The father” tiene seis nominaciones a los Premios Óscar. La película es la ópera prima de Florian Zeller, quien también escribió el guion. La fragilidad en los ojos de Hopkins y la impotencia dibujada en la espalda de Colman son algunas de las características más celebradas en este filme.
Laura Camila Arévalo Domínguez
En medio de una conversación cualquiera, alguien comenzó a hablar de sus papás. De su madre dijo que no entendía por qué no podía “simplemente ser feliz” y dejar de hacerles la vida tan difícil a sus hijos. Que no entendía por qué no apreciaba todas las comodidades que tenía, todo el tiempo para dedicarse a ver televisión, caminar, salir a pasear, tejer, lo que fuera. Por qué esta tendencia a la depresión y a la miseria, si lo tenía todo, decía. “Sí, no tiene pareja, sus hijos están lejos y no tiene muchos amigos, pero sabe que nosotros estamos ahí. Por qué es tan ciega”. Y yo solo podía pensar que todas esas cosas, la televisión, el cine, caminar, etc; se hacían con una ilusión de fondo: el futuro. Es decir, ¿qué tantas fantasías se tejen alrededor de las películas que vemos, o qué tan fácil es disfrutar del momento presente sin caer en el cercano abismo de añorarlas con alguien más, o qué tanto disfrutamos de que ya no tengamos un propósito distinto al ocio? Me pareció que las razones de que su madre no pudiese solo acomodarse a sus circunstancias, tenían que ver con sus ambiciones, que no eran otras más que vivir y no suspenderse. Y es que en la vejez se espera que haya una suspensión. Como una pretensión de anticiparse a la muerte, que es la quietud o, más bien, la nada.
Esa conversación se cruzó en varios de los momentos en los que vi “The father”, que, por fortuna, fue escrita y dirigida por el mismo director que la concibió como obra de teatro. De allí proviene: la película es una adaptación de la obra teatral del mismo nombre, escrita por Florian Zeller, quien es figura revelación de la actual temporada de premios cinematográficos.
Le invitamos a leer: Más allá de los Óscar: Pinocchio, volverse un niño en el mar
La película se enfoca en la relación de un padre y su hija: él, Anthony, ya tiene muchos años y, sin saber cómo, comienza a caer en una demencia que lo desorienta. Ella, Anne, dominada por la impotencia, hace hasta lo imposible para que la caída no sea tan fuerte, no solo para él, sino también para ella. Hay otra cosa que gobierna las decisiones y obstruye la voluntad de Anne: la culpa. Su padre la tiene a ella, y eso es todo. Ella se tiene a ella, a su pareja y al futuro. Su final, si tiene suerte y todo sale acorde al plan, se ve lejano, así que solo quiere encontrar la forma de que su padre no haga más escabroso su camino. Lo ama, pero necesita dejarlo en manos de alguien más. Quiere vivir, pero tampoco puede irse. Y él, que se resiste a la caída y a la dependencia, siente pánico al imaginarse solo: es consciente de que su final se aproxima y no soportaría atravesar ese vértigo sin su último amor.
El espectador se desorienta con Anthony: el montaje de la película fue pensado para desubicar, y entonces se cae en una desesperación similar a la del protagonista, y no se entiende qué pasa y hay sensación de incomodidad, pero sobre todo de fragilidad. Esa, quizás, es la palabra que reina en este filme: la fragilidad de nuestra humanidad, tan presente, silenciosa e implacable. Zeller creó un laberinto en el que, con la confianza en las seguridades (nos convencemos de que la cámara irá a donde creemos o el personaje que esperamos aparecerá), llega la angustia del deterioro.
Hopkins es un actor engañoso que en algún momento nos hará aterrizar del sueño de la perpetuidad. Nació en Inglaterra, tiene 82 años y es uno de los nominados a los Premios Óscar en la categoría de Mejor actor. “Ser actor es sencillo”, dice, y así lo demuestra, por lo menos para él. Dice también que no tiene predilecciones y tampoco obstáculos con los papeles que le ofrecen: “No importa, desde que me paguen no importa”. Reconoce que le gustan los lujos con los que viene acompañado su prestigio: los viajes, hoteles, las atenciones. Dice que no tiene problemas en aceptar que su comodidad es un privilegio que agradece, y que también le ayuda a superar lo malo de su oficio: colegas insoportables, directores inexpertos y alfombras rojas. Su vida personal, que siempre los reflectores han enfocado hacia la fracturada relación que tiene con su única hija, Abgail Harrison, y el alcoholismo que superó, lo mantienen alejado de los ojos curiosos y “tóxicos” de Hollywood, como él mismo los ha descrito. Es un tipo solitario que ahora vive con una colombiana, Stella Arroyave, quien ha logrado que poco a poco regrese a las pasiones que había abandonado: el piano y la pintura.
Ahora Hopkins, sin reparos y dueño de cada palabra y situación que lo confronta con su pasado, responde que sí, que cometió errores, que no habla con su hija porque “no tiene que gustarle su familia”, que eso no es malo, y que hizo daño porque en algún momento la fama lo convenció de que era el rey del mundo. Sus 83 años lo convirtieron en un hombre honesto, a veces demasiado (eso dicen muchos), que espera por un Óscar que no le importa mucho.
Para “El padre”, nombre en español de la película que nos ocupa, Hopkins suscitó una conclusión común: la vejez, que casi que es una aspiración para la mayoría de seres humanos, también es una ruleta que muchos ganan sin demasiados contratiempos. Para otros, como Anthony, es un enfrentamiento despiadado con la única certeza de los seres vivos, de los que ya nacimos: el cuerpo es finito, el cuerpo es débil, el cuerpo muere.
Por su parte, Olivia Colman puso a Anne a hablar con la mirada y la espalda reclinada y los labios arrugados: nada de lo que intentaba, servía. Su vida parecía una lista interminable de posibles soluciones, pero eran más bien ilusiones. Se veía sitiada. El amor también acorrala y ella, tan honesta en su intención de que su padre tuviese un desenlace de vida tranquilo y hasta feliz, se desgastaba en la lucha por alguna alternativa que la liberara. La impotencia en su máxima expresión en medio de una casa muy familiar y muy ordenada con algunos cuadros que se reconocían cuando Anthony no recaía.
El tiempo lo cura todo, dicen. Pero también el tiempo tiene la capacidad de enfermar, de destruir. El inevitable paso del tiempo y sus consecuencias y su aproximación al final es una de las pocas certezas de Anthony, que desesperadamente buscaba su reloj, y que inexplicablemente siempre lo perdía. Tal vez buscaba el control del paso de las horas, y se estrelló con su pretensión absurda: no hay control alguno en nada.
En medio de una conversación cualquiera, alguien comenzó a hablar de sus papás. De su madre dijo que no entendía por qué no podía “simplemente ser feliz” y dejar de hacerles la vida tan difícil a sus hijos. Que no entendía por qué no apreciaba todas las comodidades que tenía, todo el tiempo para dedicarse a ver televisión, caminar, salir a pasear, tejer, lo que fuera. Por qué esta tendencia a la depresión y a la miseria, si lo tenía todo, decía. “Sí, no tiene pareja, sus hijos están lejos y no tiene muchos amigos, pero sabe que nosotros estamos ahí. Por qué es tan ciega”. Y yo solo podía pensar que todas esas cosas, la televisión, el cine, caminar, etc; se hacían con una ilusión de fondo: el futuro. Es decir, ¿qué tantas fantasías se tejen alrededor de las películas que vemos, o qué tan fácil es disfrutar del momento presente sin caer en el cercano abismo de añorarlas con alguien más, o qué tanto disfrutamos de que ya no tengamos un propósito distinto al ocio? Me pareció que las razones de que su madre no pudiese solo acomodarse a sus circunstancias, tenían que ver con sus ambiciones, que no eran otras más que vivir y no suspenderse. Y es que en la vejez se espera que haya una suspensión. Como una pretensión de anticiparse a la muerte, que es la quietud o, más bien, la nada.
Esa conversación se cruzó en varios de los momentos en los que vi “The father”, que, por fortuna, fue escrita y dirigida por el mismo director que la concibió como obra de teatro. De allí proviene: la película es una adaptación de la obra teatral del mismo nombre, escrita por Florian Zeller, quien es figura revelación de la actual temporada de premios cinematográficos.
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La película se enfoca en la relación de un padre y su hija: él, Anthony, ya tiene muchos años y, sin saber cómo, comienza a caer en una demencia que lo desorienta. Ella, Anne, dominada por la impotencia, hace hasta lo imposible para que la caída no sea tan fuerte, no solo para él, sino también para ella. Hay otra cosa que gobierna las decisiones y obstruye la voluntad de Anne: la culpa. Su padre la tiene a ella, y eso es todo. Ella se tiene a ella, a su pareja y al futuro. Su final, si tiene suerte y todo sale acorde al plan, se ve lejano, así que solo quiere encontrar la forma de que su padre no haga más escabroso su camino. Lo ama, pero necesita dejarlo en manos de alguien más. Quiere vivir, pero tampoco puede irse. Y él, que se resiste a la caída y a la dependencia, siente pánico al imaginarse solo: es consciente de que su final se aproxima y no soportaría atravesar ese vértigo sin su último amor.
El espectador se desorienta con Anthony: el montaje de la película fue pensado para desubicar, y entonces se cae en una desesperación similar a la del protagonista, y no se entiende qué pasa y hay sensación de incomodidad, pero sobre todo de fragilidad. Esa, quizás, es la palabra que reina en este filme: la fragilidad de nuestra humanidad, tan presente, silenciosa e implacable. Zeller creó un laberinto en el que, con la confianza en las seguridades (nos convencemos de que la cámara irá a donde creemos o el personaje que esperamos aparecerá), llega la angustia del deterioro.
Hopkins es un actor engañoso que en algún momento nos hará aterrizar del sueño de la perpetuidad. Nació en Inglaterra, tiene 82 años y es uno de los nominados a los Premios Óscar en la categoría de Mejor actor. “Ser actor es sencillo”, dice, y así lo demuestra, por lo menos para él. Dice también que no tiene predilecciones y tampoco obstáculos con los papeles que le ofrecen: “No importa, desde que me paguen no importa”. Reconoce que le gustan los lujos con los que viene acompañado su prestigio: los viajes, hoteles, las atenciones. Dice que no tiene problemas en aceptar que su comodidad es un privilegio que agradece, y que también le ayuda a superar lo malo de su oficio: colegas insoportables, directores inexpertos y alfombras rojas. Su vida personal, que siempre los reflectores han enfocado hacia la fracturada relación que tiene con su única hija, Abgail Harrison, y el alcoholismo que superó, lo mantienen alejado de los ojos curiosos y “tóxicos” de Hollywood, como él mismo los ha descrito. Es un tipo solitario que ahora vive con una colombiana, Stella Arroyave, quien ha logrado que poco a poco regrese a las pasiones que había abandonado: el piano y la pintura.
Ahora Hopkins, sin reparos y dueño de cada palabra y situación que lo confronta con su pasado, responde que sí, que cometió errores, que no habla con su hija porque “no tiene que gustarle su familia”, que eso no es malo, y que hizo daño porque en algún momento la fama lo convenció de que era el rey del mundo. Sus 83 años lo convirtieron en un hombre honesto, a veces demasiado (eso dicen muchos), que espera por un Óscar que no le importa mucho.
Para “El padre”, nombre en español de la película que nos ocupa, Hopkins suscitó una conclusión común: la vejez, que casi que es una aspiración para la mayoría de seres humanos, también es una ruleta que muchos ganan sin demasiados contratiempos. Para otros, como Anthony, es un enfrentamiento despiadado con la única certeza de los seres vivos, de los que ya nacimos: el cuerpo es finito, el cuerpo es débil, el cuerpo muere.
Por su parte, Olivia Colman puso a Anne a hablar con la mirada y la espalda reclinada y los labios arrugados: nada de lo que intentaba, servía. Su vida parecía una lista interminable de posibles soluciones, pero eran más bien ilusiones. Se veía sitiada. El amor también acorrala y ella, tan honesta en su intención de que su padre tuviese un desenlace de vida tranquilo y hasta feliz, se desgastaba en la lucha por alguna alternativa que la liberara. La impotencia en su máxima expresión en medio de una casa muy familiar y muy ordenada con algunos cuadros que se reconocían cuando Anthony no recaía.
El tiempo lo cura todo, dicen. Pero también el tiempo tiene la capacidad de enfermar, de destruir. El inevitable paso del tiempo y sus consecuencias y su aproximación al final es una de las pocas certezas de Anthony, que desesperadamente buscaba su reloj, y que inexplicablemente siempre lo perdía. Tal vez buscaba el control del paso de las horas, y se estrelló con su pretensión absurda: no hay control alguno en nada.