“La gaviota”: preguntas sin respuestas en los clásicos del teatro
“La gaviota”, de Antón Chéjov, estará en temporada hasta el 27 de agosto. Miguel González, uno de sus actores, habla para El Espectador sobre esta obra, la condición humana y su personaje.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Constantín se obsesionó con tener la razón. Estaba convencido de que se le debían cosas: reconocimiento, comprensión, solidaridad. Su madre era la principal deudora y él estaba dispuesto a forzarla a pagar. Tenía algo de sensatez, así que su plan era cobrar por algún mérito: escribió una obra que, según él, sería la demostración de que era un genio incomprendido. Y se movía rápido, hablaba duro y se la pasaba con un suéter azul que le quedaba grande, por una flacura que solo delataba su abandono. Se había entregado a la arrogancia, que disfrazaba de pasión vocacional. La gaviota comienza con un joven que fue sobrepasado por sus inseguridades.
Esta obra narra los conflictos románticos y artísticos de varios personajes unidos por lazos sanguíneos, afectivos, vecinales y laborales, que se reúnen en una vieja y decadente hacienda. Allí viven Nicolás Sorin, el dueño, y su sobrino, Constantín, acompañados por los administradores y su hija, Masha. De la ciudad llega la visita de la flamante pareja artística del momento: Irina Arkádina y Boris Trigorin.
Constantín escribió una pieza teatral aparentemente estrafalaria y provocadora, basada en el fin del mundo, pero su origen real se encuentra en la desesperación. Por eso peleaba tanto con Nina, su novia, que interpretó su papel como pudo: “Ya le dije que actuar sus obras es muy difícil”, le gritaba cuando él le reclamaba por algo que le parecía que no tenía que ver con su anhelo en escena. Lo que ocurría, tal vez, es que no estaba dirigiendo basado en lo que había escrito, sino en la reacción de su madre, Irina Arkádina. Ansiaba la imagen de sus ojos saliéndose de órbita por la gran revelación: su hijo la había superado y ella, que era una actriz famosa y reconocida, había parido una mejor versión de sí misma. Tras el fracaso de la pieza teatral, el amor, la pasión, las ansiedades y los miedos más profundos quedaron expuestos.
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“La gaviota es como una sinfonía: cada personaje es un instrumento o una nota musical, un mundo sorprendente y único, pero a la vez es el reflejo de los otros personajes. Afortunadamente, cuento con un equipo de actores maravilloso que estuvo dispuesto a jugar y experimentar en la creación para transmitir cada emoción en el escenario”, dijo Juan Luna, director de esta obra.
Uno de los integrantes de este equipo es Miguel González, actor a cargo del papel de Constantín, quien habla para El Espectador sobre su personaje, los demás dramas humanos que sobresalen al rededor de él y la obra en general.
Hablemos de su encuentro con Constantín, del momento en el que leyó la obra… ¿Qué fue lo primero que pensó de este personaje?
Pensé que había algo que me ponía incómodo, entendí que es el personaje que más me ha confrontado conmigo mismo y reflexioné sobre este terror común de visitar los clásicos. En el devenir de la temporada, llegó un comentario externo que afirmaba que Chéjov y Shakespeare escribieron personajes que son “el terror de los actores”; entonces pude reafirmar que no puedo estar de acuerdo, no puedo ni quiero: no creo en que el trabajo artístico deba hacerse con miedo, no creo en la escuela del miedo, no creo que haya que temerles a los personajes, a los directores o a los muy actuados y montados clásicos. Nos quedamos rumiando eso que nos compartió Marta Leal. Días después, Felipe Botero nos recordó una escena de la película Drive my Car, donde Yusuke Kafuku, según los subtítulos de la película, dice en japonés algo que no estoy seguro de que sea lo mismo en castellano: le da terror actuar a Chéjov o interpretar a Vania porque lo confronta consigo mismo. Entendí que eso primero que sentí no solo lo sentía yo, pero elegí la incomodidad por encima del terror. Siento que a Kafuku o a mí no nos da terror Chéjov. Que lo que ocurre es que este autor supo mostrarnos algo de nosotros que puede llegar a ser terrorífico.
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Cuáles podrían ser las diferencias y similitudes entre lo que Constantín considera que es el arte y lo que usted cree sobre el mismo tema… Él, por ejemplo, se percibe como un creyente radical de la dramaturgia y sus efectos en los seres humanos, pero, además, como un purista, como un artista que habla desde una poltrona moral e intelectual de difícil acceso…
Yo siento qué él cree en el poder de la escena, pero odia la falsedad que, según él, la enmascaracree en la dramaturgia, pero en otra dramaturgia, una que él quiere fabricar; odia las poltronas morales e intelectuales, pero él mismo comete el error de fabricar otra poltrona aún más inaccesible y encriptada; se queja de una élite, pero ¿será que él quiere ser la cabeza de otra a la medida de su superioridad moral? Se termina convirtiendo en lo que critica y no reforma nada, solo fabrica otra máscara. Yo considero que debe haber formas nuevas, pero que en el mundo del Tik Tok y del exceso de futuro hay una dificultad en tratar de que esas nuevas formas encuentren una resonancia en las demás personas. Siento que hay mucho trabajo por hacer, pero no estoy de acuerdo con posturas radicales para lograrlo. Resueno más con la idea de que hay espacio para toda creación. Pero si en algo estoy de acuerdo con las posturas de Constantín es en que las ideas hay que materializarlas. A Constantín le preocupa la aprobación de su madre, de las élites culturales y es ahí dónde me vuelve a confrontar: ¿qué madre quiero que me apruebe?, ¿qué élite quiero que me aplauda?
En “La gaviota” hay muchos anhelos, pero, sobre todo, mucha insatisfacción. Es una pieza larga en la que sobresalen padecimientos. Después de varias noches actuando, ¿cuál podría ser su gran reflexión sobre lo que nos dice esta obra de la condición humana y sus búsquedas?
Creo que no me atrevería a hacer una gran reflexión. Me quedo con las charlas con mis colegas, con las diversas condiciones humanas dentro y fuera de la escena que somos todos en el montaje. Con la forma en la que asimilamos nuestra edad, nuestros miedos, nuestros anhelos, el amor, nuestro oficio. Me quedo con las ganas de hacernos preguntas incómodas, de no obligarnos a estar donde no nos quieren, donde no se nos escucha.
¿Cuáles fueron las principales preocupaciones de Juan Luna al dirigir? ¿Cuáles fueron los acuerdos? ¿Hacia dónde quiso enfocar la obra?
Yo creo que el hecho de montar un clásico en este momento, juntar en escena a diez actores y llevarlos a ensayar, fueron algunas de sus preocupaciones. Creo que fue muy hábil en permitirnos explorar y crear dentro de los límites claros y precisos que tiene la obra. Creo que quiso traer la adaptación al presente respetando el texto original y que construyó acuerdos con cada actor y cada personaje. A mí me permitió poner algo de mis preguntas sobre el arte, la condición humana y la vida. Permitió que mi trabajo de grado universitario rozara a Constantín y así pudiese hacerme preguntas y encontrar respuestas.
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“La gaviota” fue escrita por Chéjov en 1896. Hoy, 126 años después, seguimos hablando de ella. ¿Por qué cree que es así? ¿Qué tiene esta obra que ha trascendido la geografía y los años?
Creo que la habilidad de llegar a lo profundo de la condición humana es lo que hace que Chéjov permanezca vigente. En términos de la condición humana y su evolución, 126 años parecen mucho tiempo, pero no son nada. Debe haber preguntas que no hemos terminado de contestar.
Constantín se obsesionó con tener la razón. Estaba convencido de que se le debían cosas: reconocimiento, comprensión, solidaridad. Su madre era la principal deudora y él estaba dispuesto a forzarla a pagar. Tenía algo de sensatez, así que su plan era cobrar por algún mérito: escribió una obra que, según él, sería la demostración de que era un genio incomprendido. Y se movía rápido, hablaba duro y se la pasaba con un suéter azul que le quedaba grande, por una flacura que solo delataba su abandono. Se había entregado a la arrogancia, que disfrazaba de pasión vocacional. La gaviota comienza con un joven que fue sobrepasado por sus inseguridades.
Esta obra narra los conflictos románticos y artísticos de varios personajes unidos por lazos sanguíneos, afectivos, vecinales y laborales, que se reúnen en una vieja y decadente hacienda. Allí viven Nicolás Sorin, el dueño, y su sobrino, Constantín, acompañados por los administradores y su hija, Masha. De la ciudad llega la visita de la flamante pareja artística del momento: Irina Arkádina y Boris Trigorin.
Constantín escribió una pieza teatral aparentemente estrafalaria y provocadora, basada en el fin del mundo, pero su origen real se encuentra en la desesperación. Por eso peleaba tanto con Nina, su novia, que interpretó su papel como pudo: “Ya le dije que actuar sus obras es muy difícil”, le gritaba cuando él le reclamaba por algo que le parecía que no tenía que ver con su anhelo en escena. Lo que ocurría, tal vez, es que no estaba dirigiendo basado en lo que había escrito, sino en la reacción de su madre, Irina Arkádina. Ansiaba la imagen de sus ojos saliéndose de órbita por la gran revelación: su hijo la había superado y ella, que era una actriz famosa y reconocida, había parido una mejor versión de sí misma. Tras el fracaso de la pieza teatral, el amor, la pasión, las ansiedades y los miedos más profundos quedaron expuestos.
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“La gaviota es como una sinfonía: cada personaje es un instrumento o una nota musical, un mundo sorprendente y único, pero a la vez es el reflejo de los otros personajes. Afortunadamente, cuento con un equipo de actores maravilloso que estuvo dispuesto a jugar y experimentar en la creación para transmitir cada emoción en el escenario”, dijo Juan Luna, director de esta obra.
Uno de los integrantes de este equipo es Miguel González, actor a cargo del papel de Constantín, quien habla para El Espectador sobre su personaje, los demás dramas humanos que sobresalen al rededor de él y la obra en general.
Hablemos de su encuentro con Constantín, del momento en el que leyó la obra… ¿Qué fue lo primero que pensó de este personaje?
Pensé que había algo que me ponía incómodo, entendí que es el personaje que más me ha confrontado conmigo mismo y reflexioné sobre este terror común de visitar los clásicos. En el devenir de la temporada, llegó un comentario externo que afirmaba que Chéjov y Shakespeare escribieron personajes que son “el terror de los actores”; entonces pude reafirmar que no puedo estar de acuerdo, no puedo ni quiero: no creo en que el trabajo artístico deba hacerse con miedo, no creo en la escuela del miedo, no creo que haya que temerles a los personajes, a los directores o a los muy actuados y montados clásicos. Nos quedamos rumiando eso que nos compartió Marta Leal. Días después, Felipe Botero nos recordó una escena de la película Drive my Car, donde Yusuke Kafuku, según los subtítulos de la película, dice en japonés algo que no estoy seguro de que sea lo mismo en castellano: le da terror actuar a Chéjov o interpretar a Vania porque lo confronta consigo mismo. Entendí que eso primero que sentí no solo lo sentía yo, pero elegí la incomodidad por encima del terror. Siento que a Kafuku o a mí no nos da terror Chéjov. Que lo que ocurre es que este autor supo mostrarnos algo de nosotros que puede llegar a ser terrorífico.
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Yo siento qué él cree en el poder de la escena, pero odia la falsedad que, según él, la enmascaracree en la dramaturgia, pero en otra dramaturgia, una que él quiere fabricar; odia las poltronas morales e intelectuales, pero él mismo comete el error de fabricar otra poltrona aún más inaccesible y encriptada; se queja de una élite, pero ¿será que él quiere ser la cabeza de otra a la medida de su superioridad moral? Se termina convirtiendo en lo que critica y no reforma nada, solo fabrica otra máscara. Yo considero que debe haber formas nuevas, pero que en el mundo del Tik Tok y del exceso de futuro hay una dificultad en tratar de que esas nuevas formas encuentren una resonancia en las demás personas. Siento que hay mucho trabajo por hacer, pero no estoy de acuerdo con posturas radicales para lograrlo. Resueno más con la idea de que hay espacio para toda creación. Pero si en algo estoy de acuerdo con las posturas de Constantín es en que las ideas hay que materializarlas. A Constantín le preocupa la aprobación de su madre, de las élites culturales y es ahí dónde me vuelve a confrontar: ¿qué madre quiero que me apruebe?, ¿qué élite quiero que me aplauda?
En “La gaviota” hay muchos anhelos, pero, sobre todo, mucha insatisfacción. Es una pieza larga en la que sobresalen padecimientos. Después de varias noches actuando, ¿cuál podría ser su gran reflexión sobre lo que nos dice esta obra de la condición humana y sus búsquedas?
Creo que no me atrevería a hacer una gran reflexión. Me quedo con las charlas con mis colegas, con las diversas condiciones humanas dentro y fuera de la escena que somos todos en el montaje. Con la forma en la que asimilamos nuestra edad, nuestros miedos, nuestros anhelos, el amor, nuestro oficio. Me quedo con las ganas de hacernos preguntas incómodas, de no obligarnos a estar donde no nos quieren, donde no se nos escucha.
¿Cuáles fueron las principales preocupaciones de Juan Luna al dirigir? ¿Cuáles fueron los acuerdos? ¿Hacia dónde quiso enfocar la obra?
Yo creo que el hecho de montar un clásico en este momento, juntar en escena a diez actores y llevarlos a ensayar, fueron algunas de sus preocupaciones. Creo que fue muy hábil en permitirnos explorar y crear dentro de los límites claros y precisos que tiene la obra. Creo que quiso traer la adaptación al presente respetando el texto original y que construyó acuerdos con cada actor y cada personaje. A mí me permitió poner algo de mis preguntas sobre el arte, la condición humana y la vida. Permitió que mi trabajo de grado universitario rozara a Constantín y así pudiese hacerme preguntas y encontrar respuestas.
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“La gaviota” fue escrita por Chéjov en 1896. Hoy, 126 años después, seguimos hablando de ella. ¿Por qué cree que es así? ¿Qué tiene esta obra que ha trascendido la geografía y los años?
Creo que la habilidad de llegar a lo profundo de la condición humana es lo que hace que Chéjov permanezca vigente. En términos de la condición humana y su evolución, 126 años parecen mucho tiempo, pero no son nada. Debe haber preguntas que no hemos terminado de contestar.