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Era una generación maravillosa, capaz de diseccionar sentimientos que se arremolinaban en un vaivén emocional. Querían ser empáticos, querían defender a los desfavorecidos, querían ser héroes y hacerle justicia a los miles de oprimidos que murieron en el olvido. Oh sí, esa generación los rescataría del olvido. Oh sí, los salvaría.
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Entonces lo primero que hicieron fue dudar de la verdad, o de la verdad que les había sido heredada. Se replantearon la literatura, el arte, la historia y el poder, sobre todo el poder. Identificaron a quienes habían oprimido a la humanidad y trastocaron la realidad, para hacer de la historia la historia de aquel poder que querían derribar.
De ahí surgió la nueva literatura, el nuevo arte, la nueva historia. Un orinal era arte; oraciones sin lógica aparente eran literatura; la historia podía ser reescrita y replanteada de mil maneras, porque la verdad no existe, todo es una construcción social, y, en el fondo, lo importante son los sentimientos que la literatura, el arte y la historia provocan, incluso si esos mismos sentimientos perecen con el desayuno del día siguiente.
De ahí también fue que los oprimidos por fin fueron visibles. Mujeres, hombres y razas de todas las orientaciones y clases tuvieron su lugar en la historia, y estaba bien. Oh sí, estaba muy bien. Fueron empoderados, porque era lo mínimo que la humanidad les debía.
Y entonces la sociedad se moralizó. Deconstruyó la verdad heredada para renacer mejor. Aquella sociedad llegó a ser la mejor que he visto o estudiado.
El paso siguiente era ubicar a los traidores.
Alguna vez, aquella decisión fue loable, luego fue implacable.
Aquella sociedad fue implacable porque, irremediablemente, el criterio para ubicar a los traidores era subjetivo. Sin verdad, había seis mil millones de nociones sobre lo que era ser un traidor.
Fue implacable porque bastaba una afirmación para sepultar a una persona. Unas veces alzó voces, otras veces destapó prácticas repugnantes. Otras veces no fue más que injuria, y si se descubría la mentira, el daño ya estaba hecho.
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Fue implacable porque nunca dejó de buscar. Excavó tanto en los anales de la historia, que descubrió que J.R.R. Tolkien había sido racista, pues escribió una obra en la que el bien y el mal estaban claramente diferenciados y la raza de los orcos era irredimible. También prohibió la lectura de La Metamorfosis porque podría herir los sentimientos de los oprimidos y quemó los cuentos de hadas, aquellos relatos que incitan a la violencia sexual y contienen perspectivas de género tóxicas.
También prohibió a Aristóteles y a Ovidio por no haber compartido los mismos valores morales que tenía aquella sociedad tan pura. Le cortó 200 páginas a Tom Sawyer y censuró palabras, independientemente del contexto en el que eran pronunciadas.
Escuelas de pensamiento de esta sociedad llegaron a pensar que Shakespeare, Goethe, Cervantes, Tolstói y otros no reflejaban nada objetivo, sino meras estructuras de dominación y, por ello, algunas obras clásicas fueron modificadas para no herir sentimientos, desvirtuando por completo los relatos.
Así fue como la verdad, entendida como concepto objetivo, quedó relegada al olvido; pero así fue como también la sociedad cuidó de los sentimientos de sus miembros. Fue tal su esfuerzo, que algunos medios de comunicación reemplazaron los objetivos vetustos del periodismo por la misión de cuidar a sus lectores de contenido ofensivo y universidades aceptaron para publicación artículos que no tenían rigor científico; pero hablaban sobre astrología femenina, sobre la cultura de la violación de perros de los parques de Portland, preguntándose si acaso los perros eran víctimas de opresión, y sobre danza interpretativa de las estrellas, con el fin de entender al otro.
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Aquella sociedad era buena, era muy buena. Créanme, porque yo mismo fui parte de ella. La admiré, pero hoy en día no me queda más que admirar su recuerdo, que cada vez es más borroso. Ya no recuerdo muy bien qué fue lo que hizo, qué fue lo trascendente que creó; de hecho, ya ni recuerdo qué era lo que decían las obras que esa sociedad, la mía, quemó, modificó o prohibió.
Ya no queda nada. Ya no queda ni el pasado.
*
“Debes entender que nuestra civilización es tan vasta que no podemos agitar y molestar a nuestras minorías (…) A la gente de color le molesta Little Black Sambo. Quémalo. La gente blanca no se siente bien después de leer La cabaña del tío Tom. Quémalo (…), quema el libro, serenidad, Montag. Paz Montag. Lleva tu lucha hacia fuera. Mejor aún, al incinerado.
“Un Mundo Feliz”
Aldous Huxley
–Anónimo
Washington D.C (Nombre provisional mientras la ciudad es renombrada con algún célebre personaje que no haya sido esclavista).