La gloriosa cachetada que me dio Chris Pueyo (Letras de feria)
Un texto sobre Chris Pueyo, invitado internacional a la Filbo 2022, y su obra. Una confesión sobre los límites de los prejuicios y el placer de liberarse de ellos.
Laura Camila Arévalo Domínguez
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Altísimo el poder de los prejuicios. Además de ser una contradicción, de alejarnos de la coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos, son un obstáculo: nos truncan esa pretensión de gobernarnos, de domarnos a nosotros mismos.
Con Chris Pueyo me pasó algo terrible, pero también muy hermoso, y a pesar de que soy periodista cultural de este periódico y de que muchos dicen que escribir en primera persona no es muy profesional por aquello de la objetividad y el protagonismo que uno podría terminar teniendo en el texto, no quiero seguir buscando otra forma de ser absolutamente honesta con respecto a este autor español. Pensé que, además, es un escritor de literatura juvenil, y qué mejor que a uno le hablen a esa edad tratando de acercarse, y no de alejarse, como pasa con algunas reseñas sobre literatura que he leído y solo me han dejado unas ganas de salir corriendo de ese complejo y estirado mundo de las letras que no quieren que entienda. Eso ahora me pasa menos, pero más joven lo viví mil veces.
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Y voy a comenzar por lo terrible: los libros de Pueyo me llegaron a la casa. No los busqué ni me los crucé ni nadie me los recomendó. No. Me llegaron a la portería de mi casa porque el próximo 30 de abril a las 12 del día, moderaré un espacio en el que estará él junto con otra escritora llamada Lily del Pilar. Y claro, comencé a prepararme para aquella charla haciendo lo básico: leyendo sus textos.
Abrí un poemario llamado “Hombres a los que besé” y me detuve en la foto de su autor. Luego leí sobre él, pero regresé a la foto, y ahí fue cuando el prejuicio comenzó a jugar en contra. Después busqué otro libro sobre él: “La abuela”. Abrí y encontré, de nuevo, una foto ligeramente distinta. Y aquí va la confesión: no quería comenzar a leer.
De un tiempo para acá, las redes sociales se me han presentado como una tentación que comenzó a parecerme hasta vulgar. Mi propia conducta en ellas me impresionaba. Mi narcisismo comenzó a asquearme: cómo era posible que yo me la pasara defendiendo el pensamiento, la reflexión y la coherencia, pero después actuara así, tan esclava de su imagen y tan ávida de aprobación. Comencé a eliminar aplicaciones como Instagram por días, pero después una amiga muy querida me dijo que no lo hiciera, que eso me traería más trabajo. Que más bien aprendiera a usarlas y dosificara el tiempo en ellas.
Voy haciéndole caso a medida que pasan los días, pero tengo claro que son trampas que, de no saber administrarse, pueden cooptar nuestra atención, intereses y dimensión de la vida. No quiero eso.
La anterior confesión sobre mi relación con las redes está aquí porque no quería leer a Pueyo por miedo. No quería cruzarme con alguien muy intoxicado por estos asuntos ni que se preocupara mucho por los likes ni que primero fuese influencer para después convertirse en escritor. Me daba miedo perder el tiempo. Me aterraba dejarme arrastrar por eso. Y todas estas conclusiones las saqué por una foto, que no es que fuese fea ni mala o de baja calidad, solo me llevó allí. Tal vez porque estaba acostumbrada a abrir lomos de libros y encontrar otro estilo de fotografías o porque llevaba mucho tiempo leyendo clásicos o porque no leía mucha literatura juvenil.
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De todas formas, no tenía opción: tenía un compromiso, así que comencé a leer.
Y ahora vayamos a la magia de este encuentro, que tendrá una conclusión feliz para mí, y ojalá positiva para quien lea este texto: no pude soltar el libro hasta su página final. “La abuela”, para mí, fue un viaje liviano y reconfortante, además de una cachetada a mi ignorante y estrecha cabeza.
En el libro, Pueyo narró la historia de su abuela que, en realidad, es su madre, como él lo aclara. Cuenta la vida de esta mujer del mismo modo en el que estoy tratando de escribir este texto: en primera persona e intentando entablar un diálogo director con el lector. Le explica cómo fue consiguió tantos detalles de la vida de esta mujer (a través de conversaciones entre cafés que tuvieron los martes, día de la semana en el que él regresaba a su casa), y por qué decidió crear un libro: su intento por hacerla eterna.
La muerte, los dolores familiares, el destino (que no es otra cosa que las consecuencias de nuestras decisiones y un poquito de azar), el amor y la cotidianidad de una mujer a través de las décadas hasta el presente, van avanzando en estas páginas que, además, demuestran que la curiosidad de Pueyo evolucionó. Es decir, sus preguntas constantes desde que fue un niño, sus dolores, derrotas y triunfos no se quedaron en su inconsciente ni en su consciencia. Se convirtieron en testimonios que ahora llegan a manos afortunadas como las mías.
Su abuela, además de ser su madre, se convirtió en un personaje estimulante para todos los demás. Su abuela jamás morirá completamente. Lo logró: la inmortalizó.
Después de terminar con este libro, abrí poemario Hombres a los que besé. De “El niño que creció” me impresionó la valentía y la crudeza del recuerdo sobre su madre biológica. Me impresionó que lo escribiera. “Hay que tener agallas para enfrentarse a esa figura materna, tan sagrada para la gran mayoría. Hay que sacudirse”.
“…Sus manos fueron la escuela
más preciosa que he tenido,
y aunque a mi madre he querido,
nunca aprenderé a olvidar
cómo pudo encarcelar
mi infancia entre sus chillidos”.
Sobre “Que el sol nos pille despiertos” admiré el detalle con el que contó lo que aún no se puede leer sin escandalizarse o, por lo menos, sonrojarse: el sexo entre dos hombres buscando placer.
“Podemos jugar sin ropa,
si quieres aparto la luz,
si gimes, te clavo en la cruz,
si te gusta pongo Estopa,
si lo prefieres, galopa
como un jinete salvaje,
o si no, dame tú el viaje…
que igual me da ser vasallo
que fiel y ardiente caballo
mientras nuestro cuerpo encaje.
Y sobre “Te doy mi palabra” hay un verso: “… voy a escribir un poema que te cuente una historia y te cambie la vida” admiré la capacidad de Pueyo para desnudarse a través de la palabra. Su exposición es generosa, y sus libros en mis manos fueron la confirmación de que, realmente, lo que habla es la obra. Lo que queda es esa aspiración a la trascendencia, que no solo le suma a él o a su abuela, sino a todo aquel que se cruce con su creación.