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Eran tiempos humanos, demasiado humanos, y por humanos, prácticos, económicos, impositivos, explosivos y explotados. Tiempos de nuevas industrias, de nacionalismos exacerbados, de marchas y redoblantes. Tiempos en los que el arte empezaba a convertirse en un artículo de lujo, pues ya parecía ser más importante hacer que crear, tener que ser. Acosados, y casi acorralados, Friedrich Nietzsche y Richard Wagner luchaban contra un mundo al que consideraban pobre, racional, técnico, matemático, y por una vida que fuera, ante todo, arte. Para Wagner, recordaría un siglo más tarde Rüdiger Safranski, “el arte ocupa el puesto de la religión”. Para Nietzsche, la vida debía ser una obra de arte.
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Cuando se conocieron, a finales de 1868, por una invitación que le hizo a Nietzsche la hermana de Wagner, Ottilie Brockhause, conversaron sobre la importancia suprema del arte, por supuesto, y coincidieron en su profunda admiración por Arthur Schopenhauer. Wagner era “el hombre” para Nietzsche. La personificación de su Dioniso: arte, personalidad, creación, fuerza, determinación, inteligencia y pulsión. Nietzsche era, para Wagner, un connotado profesor de filología clásica en la Universidad de Basilea, un buen escritor, amante de la música y, lo más valioso, de su música, y un original pensador que le podría ayudar con sus proyectos, o con su máximo proyecto: los festivales musicales de Bayreuth.
Wagner era un señor de más de 50 años. Nietzsche había cumplido 24. La edad, sin embargo, no era un obstáculo para que charlaran, discutieran y se entendieran y discreparan. A veces cambiaban de roles. El músico era pensador, y despotricaba de Sócrates, de la razón, y fundamentalmente de los judíos, y el filósofo se volvía músico. Tocaba el piano y componía algunas piezas. Con los años, ante las ácidas críticas de su amigo Hans von Bülow a su obra Meditación de Manfred, diría que su música era del futuro, como sus libros, pero ni Wagner ni nadie la elogió jamás. Wagner y Nietzsche fueron amigos y contertulios durante diez años.
Nietzsche iba a la casa de Wagner en Triesbschen cuando se le antojaba, incluso si su amigo no estaba. Conversaba con Cósima, la esposa del músico, y tocaba el piano con el que Wagner había compuesto sus más importantes obras, El anillo del Nibelungo, Tristán e Isolda, Las valquirias y Parsifal. Wagner escribía en Arte y revolución: “Si llega un tiempo en que la Sociedad humana consigue un ideal bello y noble, ideal que no se conseguirá sólo por la eficacia de nuestro Arte, pero al que podemos aspirar y debemos alcanzar además mediante las grandes revoluciones sociales, inevitables e inminentes —entonces las representaciones teatrales serán las primeras actividades colectivas en las que desaparecerán absolutamente las ideas de Dinero y Usura”.
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Nietzsche, por su parte, afirmaría en su texto Wagner en Bayreuth: “Mirando pasar en las ciudades populosas a los millares con la expresión del embotamiento o de la prisa febril, me digo una y otra vez: ¡qué a disgusto se sentirán! Para todos estos hombres el arte sólo existe para atenuar su malestar: para que vuelvan aún más embotados y absurdos, o aún más apresurados y codiciosos. Pues el sentir no justo los domina y adiestra sin cesar y no tolera que admitan ante sí mismos su miseria. Así que llaman felicidad a lo que es su calamidad (…). Había pues una misión que cumplir, sacar a la multitud de ese pozo de codicia, enseñarles la altura de los astros. Y ahora hombres del presente, preguntaros si esto ha sido compuesto para vosotros. ¿Tenéis el valor suficiente para señalar los astros de este firmamento de belleza y bondad y decir: ‘Es nuestra vida la que Wagner ha elevado hacia las alturas estelares?’”.
Las similitudes, la mutua influencia, sin embargo, se resquebrajaron y se rompieron, luego de los elogios del uno hacia el otro, de que ambos hubieran participado en la inauguración del teatro de Bayreuth, de las guirnaldas y las ovaciones, porque un día Niezsche alabó a Brahms, y Wagner lo despreció. Luego se enfrentaron por sus opiniones sobre la guerra y el futuro. Wagner se había aburguesado, decía Nietzsche, y cuestionaba que los festivales de Bayreuth fueran apenas una gloria personal y no la piedra de un peldaño que salvara a la humanidad de tanta materia, de tanta muerte y tanta alienación.
Ya Nietzsche era Nietzsche. Cuestionaba a Wagner, pues, decía, se había cristianizado en Parsifal. Empezaba a ser aquel que escribía notas a sus amigos que decían: “El curioso peligro de este verano se llama, para mí, locura”. O, “Exijo tanto de mí, que me muestro desagradecido con lo mejor que ya he hecho, y si no voy tan lejos que consiga que milenios enteros hagan sus mejores votos en mi nombre, no habré alcanzado nada ante mis ojos”. Ya comenzaba a ser Zaratustra: “Quiero forzar a los hombres a tomar decisiones determinantes para el futuro entero de la humanidad”. Ese futuro debía ser romper las antiguas tablas. Las tablas de la moral, de la compasión, de las religiones, de los sacerdotes, del amor y el matrimonio, de la muerte. Habría que superar al Hombre y sus pesares, al Hombre y sus obligaciones, y llevarlo a su esencia, la creación. Por la creación, Nietzsche fue Nietzsche, y a la vez, Zaratustra. Por la creación, se distanció de Wagner, más allá de que su influjo jamás desapareciera del todo, porque Nietzsche también fue Wagner, hasta el punto de que en enero del 89, antes de morir para la vida en Turín, antes de que lo internaran en un sanatario mental de Basilea en el que padeció 11 años, pidió prestado el piano de la pensión en la que se alojaba y jugó a ser Wagner, como en aquellos tiempos de Triesbchen.
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