La historia de los hechos científicos y la campana de vacío de Robert Boyle
¿Podemos afirmar que los “hechos científicos” tienen historia? En este texto de la serie “El teatro de la historia”, se recrean los momentos y las prácticas que configuraron la tradición experimental que defendió una verdad basada en la experiencia. Algunos artefactos cambiaron la historia. La campana de vacío de Robert Boyle y, en particular, las imágenes impresas de esta que circularon a partir de 1660 son un buen ejemplo.
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En la segunda mitad del siglo XVII se fundó en Inglaterra la Real Sociedad de Londres, una institución que para muchos fue determinante en la historia de la ciencia moderna. En un momento de arduas disputas sobre la genuina y legítima forma de acceder al conocimiento sobre el mundo natural, un grupo de caballeros de la aristocracia británica, personajes como John Wilkins, Robert Hooke y Robert Boyle, claramente influenciados por la filosofía empirista de Francis Bacon, se empeñaron en definir las reglas de una verdadera filosofía natural, lo que podríamos hoy reconocer como la tradición experimental sobre la cual se establecen las bases de la ciencia moderna.
Entre 1645 y 1655, Robert Boyle dio inicio a su actividad experimental y, con el apoyo de Robert Hooke, diseñó y fabricó un aparato que permitió extraer el aire de un recipiente hermético y hacer observaciones de fenómenos naturales en ausencia de aire. Con este espectacular artefacto, Boyle condujo diversos experimentos relacionados con las características físicas del aire, analizó problemas diversos como la formación de vacío, la combustión, la respiración y la transmisión del sonido.
En esta oportunidad, más que recordar sus contribuciones a las ciencias naturales, nos ocuparemos de algo, incluso, de mayor impacto: la consolidación de una manera particular de hacer ciencia. En Nuevos experimentos físico-mecánicos (1660), y a lo largo del resto de su obra, Boyle quiso establecer las reglas de juego de una nueva forma de producir y validar conocimiento por medio de experiencias controladas en medios artificiales. Lo que estaba en disputa era mucho más que un debate sobre las propiedades físicas del aire. Lo que realmente estaba en juego era la definición, de una vez y para siempre, de los límites entre las creencias personales y la verdad. Para la tradición empirista, el punto central de esta distinción era la presencia de testigos idóneos. En pocas palabras, algo dejaba de ser una creencia y se convertía en un hecho cuando más de una persona lo podía corroborar. Para hacer esto posible fue necesario crear espacios y condiciones que permitieron recrear fenómenos naturales bajo condiciones especiales y ante la mirada de testigos confiables.
La experiencia de un individuo no podía considerarse algo más que eso, una observación personal y subjetiva, pero si la misma experiencia la habían tenido muchos, era entonces cuando podíamos hablar de “hechos” (matters of fact). La pregunta que nos podríamos hacer ahora, y que de hecho algunos como Thomas Hobbes se hicieron en el siglo XVII, es si la presencia de una docena de caballeros en las salas de la Real Sociedad les permitía afirmar que sus observaciones eran hechos de validez universal.
Pero no es tan simple. Para empezar, instrumentos como la campana de vacío o el microscopio fueron en su mayoría aparatos complejos y costosos, cuya fabricación requería del talento de los mejores artesanos y un entrenamiento para su adecuada operación. El acceso a los experimentos, como en cualquier laboratorio moderno, era obviamente restringido a unos pocos, pero lo que allí ocurría debía ser presentado como un hecho válido para cualquiera.
El gran reto de los experimentalistas era asegurar la multiplicidad de testimonios y la consolidación de consenso. En otras palabras, debían lograr que la experiencia de algunos se convirtiera en la de muchos. Para empezar, el laboratorio debió presentarse como un espacio público, distinto a los lugares cerrados y secretos de los alquimistas, o a la idea de conocimientos revelados, privilegio de algunos individuos iluminados.
En la filosofía natural, como en los juicios legales, la confiabilidad de un testigo o de un testimonio dependía de la confiabilidad del observador, pero principalmente de su multiplicidad. Así, los genuinos experimentos debían cumplir con una condición fundamental: la replicabilidad. Los experimentos debían poderse repetir, pero, como hemos dicho, las condiciones y el buen funcionamiento de aparatos como la Campana de Vacío no eran fáciles de garantizar. Además, no todo testigo era igualmente confiable. La idoneidad intelectual y moral de las personas que participaban y observaban los experimentos era crucial. No era lo mismo el testimonio de un campesino analfabeta, al de un caballero familiarizado con las complejidades de la filosofía natural. No obstante, en ese caso la Campana de Vacío se convirtió en un poderoso y protagónico actor, el más confiable de los testigos.
Las máquinas no tienen intereses ni cometen errores, de ahí la fuerza de los instrumentos en el ideal de neutralidad de la ciencia moderna. Gracias a la aparente pasividad de los artefactos, ya no fue Boyle o el hombre de ciencia quien “habló”. Fue un artefacto que reveló sin sesgos los secretos de la naturaleza.
Como hemos dicho, el contacto directo con aparatos como la Campana de Vacío fue limitado a unos pocos, pero hubo otra forma aún más efectiva de reproducir los experimentos que la vivencia física y directa de un experimento: su publicación. Con la imprenta y la refinación de técnicas de impresión de imágenes en pleno funcionamiento, los textos y las imágenes impresas desempeñaron un papel clave en la emergencia del conocimiento científico. En efecto, Boyle narró sus investigaciones de manera detallada, describió lo que realmente ocurrió, con el mayor realismo y honestidad posible; incluso las fallas y los errores quedaron consignados en detalle. “Me atrevo a hablar con confianza y de manera positiva sobre muy pocas cosas, excepto de los hechos”, afirmó el experimentalista inglés.
Lo que hoy nos parece obvio en el mundo de las publicaciones científicas en revistas especializadas como divulgar un experimento mediante textos e imágenes, en el siglo XVII se consideró como un medio novedoso y eficaz que facilitó el consenso de una comunidad mucho más amplia que aquella que tuvo acceso a los laboratorios.
En la difusión de estas experiencias, el uso de imágenes adquirió una relevancia notable. La manera como se presentó la Campana de Vacío en Nuevos experimentos físico-mecánicos fue un buen ejemplo. Los dibujos que acompañaron los textos no fueron simples esquemas, sino que tuvieron un grado de realismo evidente. Cada pieza y su descripción fueron tan precisas que el lector, sin posibilidad de haber sido testigo directo, casi que vivió el experimento de manera virtual.
Como podemos apreciar en la imagen que acompaña este texto, el uso meticuloso de sombreado y la representación por separado de cada componente nos dan la confianza de estar observando, no un esquema abstracto de la Campana de vacío, sino la copia fiel de un artefacto real.
Los hechos, por definición, son eventos independientes de la acción humana. No obstante, como vemos, tienen una historia social y material. Son el resultado de un arduo trabajo de hábiles seres humanos cuyas prácticas hicieron posible crear acuerdos consensuados sobre el mundo natural. Este no es un fenómeno específico de la Inglaterra del siglo XVII, nuestra idea de lo real o verdadero ha sido, por siglos, sinónimo de lo que no ha sido fabricado por las artes o la imaginación humanas.
Los teólogos iconoclastas de los primeros siglos del cristianismo defendieron que las únicas verdaderas imágenes de Dios eran aquellas non manufactum, es decir, iconos que existieron sin intervención de la mano del hombre.
En el siglo XXI el ideal de la ciencia sigue siendo la revelación de “matters of fact”. Para confiar en los resultados de los últimos hallazgos de la física de altas energías en el siglo XXI no podemos visitar a un reactor nuclear en el vecindario, pero tenemos muchas razones para confiar en sus conclusiones.
Lecturas recomendadas:
Las ideas centrales de este texto han sido tomadas del trabajo de los historiadores de la ciencia Simon Shaffer y Steven Shapin, en su libro Leviathan and the Air Pump, 1985.