La muerte del verdadero Marulanda
Presentamos un artículo escrito por Arturo Alape, publicado originalmente en la edición dominical de El Espectador del 17 de enero de 1999, a propósito de la exposición que se lleva a cabo en la Biblioteca Nacional.
Arturo Alape
Esta es la historia del otro Manuel Marulanda Vélez, un líder sindical torturado y asesinado por los servicios de inteligencia y de quien el hoy máximo jefe de las Farc tomó su nombre.
A comienzos de diciembre de 1950, los detectives allanaron el viejo local en el que funcionaban las oficinas de la Federación de Trabajadores de Cundinamarca. En una muy organizada operación de registro entre las 9 a.m. y las 5 de la tarde, requisaron oficinas y encontraron propaganda comunista en la que se denunciaba el envío de tropas colombianas a Corea.
A pocos meses de posesionarse como presidente de la República, Laureano Gómez, para granjearse la simpatía y el apoyo económico y político de la potencia del norte, había firmado el decreto y convertido a Colombia en el primero y único país de América Latina que enviaba a sus soldados a participar en una guerra que no era la suya.
En el allanamiento detuvieron al otro Manuel Marulanda Vélez en compañía de una treintena de sus compañeros, esposado lo condujeron al tenebroso edificio de la calle doce con tercera, anteriormente un convento, ahora reorganizado como oficinas técnicas y calabozos del Servicio de Inteligencia Colombiano. El otro Manuel Marulanda Vélez no fue recibido con señales de inteligencia por los hombres que lo apresaron, el recibimiento fue salvaje. Esposado lo colocaron de espaldas a una pared húmeda de color cenizo ya cuarteada. Cinco o seis hombres de músculos de piedra, con cachiporras en las manos, lo golpearon inmisericordemente sobre el estómago, como si le estuvieran dando a una pared o a un bulto de maíz.
Lo golpearon porque el otro Manuel Marulanda Vélez le gritaba enardecido que era injusto enviar jóvenes colombianos a Corea; lo golpeaban por turnos y con rabia en ascenso porque querían escuchar al otro Manuel Marulanda Vélez pidiendo clemencia por su vida; lo golpeaban para que sus palabras se volvieran un delirio desbordado de sangre brotando por su boca desdentada; lo golpeaban uno tras de otro en rigurosa fila para hacerle estallar sus costillas como astillas de un fuerte árbol destrozado por una tempestad de rayos; quería que suplicara de rodillas, querían del otro Manuel Marulanda Vélez una confesión que los condujera a otras capturas.
Y golpeaban tanto que el cuerpo del otro Manuel Marulanda Vélez se deslizaba por la humedad de la pared como una babosa agonizante de un metro ochenta de largo, desgarrándose por los calambres y el intenso dolor que puede llegar a padecer un hombre indefenso, hasta que se desplomó inerte y su cabeza quedó sumergida entre sus piernas y, para revivirlo le pusieron sobre la cabeza un fuerte chorro de agua fría que salía de una endemoniada manguera.
Arrastraron el cuerpo del otro Manuel Marulanda Vélez y lo metieron al calabozo, donde el sol nunca había filtrado su luz. Lo mismo el día que la noche, simplemente el día abría la puerta y se escuchaba el nombre completo del otro Manuel o los nombres de sus otros veintisiete compañeros de hacinamiento.
Luego continuaban las sesiones, una o dos horas seguidas de frenéticas golpizas con una varilla para quebrar los huesos de sus piernas largas; y de regreso volvía la oscuridad a ser atrapada en ese cuarto. La luz la veían en un viaje interminable de la imaginación; alguien hablaba, el dueño de la voz no se veía; implacable oscuridad que fue consumiendo en sus redes a esos veintiocho hombres.
El otro Manuel Marulanda Vélez de pronto sintió que por dentro era un río seco, como si alguien por la maldad le hubiera extraído el aire, dejándole su garganta como una piedra pómez, ardiéndole; las ventanas de su nariz y su boca una cueva sin fondo, sus pulmones fuelles cansados, pegados a las costillas, respiraba con una intermitencia que comenzaba a ahogarlo.
Sus compañeros estrecharon más sus cuerpos, hombro a hombro sentados en quietud para permitirle un espacio mayor al otro Manuel Marulanda Vélez y así él pudiera respirar un poco de aire, de ese aire fétido y oloroso a moho y polvo húmedo y hacinamiento humano en ese espacio mínimo en que defecaban y orinaba como si fueran niños sin control: hombres, humedad, mierda, orines y telaraña que cubría ya sus cuerpos con el más fino de los tejidos.
El otro Manuel Marulanda Vélez intentaba atrapar el aire con sus manos; el aire casi denso solidificado, quería atraparlo para llevarlo a su boca, venteándolo a manotadas, quería sentirlo por un instante en su garganta.
Él estaba sentado, en ángulo su cuerpo, la espalda contra la pared que destilaba agua, erguido para soportar el ataque que se avecinaba, se rascaba con fuerza el cuello para darse un poco de calor; sus pies helados, las manos yertas y los ahogos más fuertes y la piel del otro Manuel Marulanda Vélez de negro rosado fue cambiando a negro amarillento, luego a negro verdoso, y siguió a gris cenizo para terminar en negro blancuzco; y el corazón del otro Manuel Marulanda Vélez fue entonces un fatigado tren que escasamente tenía los alientos en sus calderas para impulsar un poco el humo.
El otro Manuel Marulanda Vélez soñaba o intentaba soñar que corría desbocado por las calles solitarias de la ciudad; corría hasta reventar de alegría sus pulmones. Soñaba o quería soñar que un día podría volver a las reuniones cotidianas con sus compañeros de sindicato; soñaba o creía soñar fumando un cigarrillo del tamaño de un tabaco, aspirarlo, para olvidar los ataques de asma, nutrirse del humo en un interminable tiempo de regreso para escuchar de nuevo - veinte años que no la escuchaba en la plaza pública el bello timbre de la voz de María Cano. Manuel y María Cano habían sido compañeros de luchas y tribunas en los años veinte.
El viejo Pérez, un comunista de tres cuartos de siglo, soldado liberal bajo las órdenes del general Benjamín Herrera en Panamá, durante la Guerra Civil de los Mil Días, al salir libre de los calabozos del SIC, lo primero que exclamó como si estuviera abrazado a su propia alma, ante los compañeros que lo esperaban fue: “Ayer mataron al negro Marulanda. Yo vi cuando lo sacaron muerto en una camilla, después que lo volvieron a golpear brutalmente...”.
Con esa noticia fueron al edificio del SIC a reclamar el cadáver de Manuel Marulanda Vélez en su primera muerte. “Nos entregaron el cuerpo tambaleante, torturado y agonizante. Por eso lo entregaron. No había muerto, pero ya estaba en la cercanía de su muerte. Un hombre destruido físicamente, de mirada de ojos desorbitados”.
En el entierro del otro Manuel Marulanda Vélez se constituyó un inmenso acto de protesta contra la dictadura de Laureano Gómez. Julia V. de Gutiérrez, a nombre del Sindicato de Obreras Cajetilleras dijo en su discurso de despedida: “Manuel Marulanda Vélez ha desaparecido, no ha muerto; vive y vivirá siempre en nuestros corazones, donde le hemos hecho un altar de gratitud y donde germinará la semilla que tan generosamente sembró...”.
Había muerto Manuel Marulanda Vélez de nacimiento en la Ceja-Antioquia, el concejal obrero en Medellín, el fundador de la Federación de Trabajadores de Cundinamarca.
En El Davis, en el sur del Tolima, en la clausura de un curso político, Martín Camargo y Pedro Vásquez le propusieron a Pedro Antonio Marín, guerrillero liberal quien se había decidido por la militancia comunista y asistía como alumno al curso: “Hola, por qué vos no te ponés el nombre de Manuel Marulanda Vélez y te bautizamos aquí mismo en la escuela de cuadros del partido. La escuela te deja ese nombre como una cuestión de estímulo”, le dijeron.
Pero Antonio Marín les contestó: “El nombre me parece muy bueno, pero que lo pueda llevar yo, no sé, es demasiada responsabilidad. Pero con tal que me quiten ese apodo de Tirofijo. En mi interior mi ánimo era el de quitarme ese apodo, por ello estaba dispuesto a aceptar el nombre de Manuel...” Lo bautizaron de nuevo.
“Así me quedé y así continuaré. Aunque en la fe de bautismo y en la cédula sigo siendo Pedro Antonio Marín. Además, soy un Marín por familia y por Los recuerdos que guardo como si fueran una buena sombra...”.
Esta es la historia del otro Manuel Marulanda Vélez, un líder sindical torturado y asesinado por los servicios de inteligencia y de quien el hoy máximo jefe de las Farc tomó su nombre.
A comienzos de diciembre de 1950, los detectives allanaron el viejo local en el que funcionaban las oficinas de la Federación de Trabajadores de Cundinamarca. En una muy organizada operación de registro entre las 9 a.m. y las 5 de la tarde, requisaron oficinas y encontraron propaganda comunista en la que se denunciaba el envío de tropas colombianas a Corea.
A pocos meses de posesionarse como presidente de la República, Laureano Gómez, para granjearse la simpatía y el apoyo económico y político de la potencia del norte, había firmado el decreto y convertido a Colombia en el primero y único país de América Latina que enviaba a sus soldados a participar en una guerra que no era la suya.
En el allanamiento detuvieron al otro Manuel Marulanda Vélez en compañía de una treintena de sus compañeros, esposado lo condujeron al tenebroso edificio de la calle doce con tercera, anteriormente un convento, ahora reorganizado como oficinas técnicas y calabozos del Servicio de Inteligencia Colombiano. El otro Manuel Marulanda Vélez no fue recibido con señales de inteligencia por los hombres que lo apresaron, el recibimiento fue salvaje. Esposado lo colocaron de espaldas a una pared húmeda de color cenizo ya cuarteada. Cinco o seis hombres de músculos de piedra, con cachiporras en las manos, lo golpearon inmisericordemente sobre el estómago, como si le estuvieran dando a una pared o a un bulto de maíz.
Lo golpearon porque el otro Manuel Marulanda Vélez le gritaba enardecido que era injusto enviar jóvenes colombianos a Corea; lo golpeaban por turnos y con rabia en ascenso porque querían escuchar al otro Manuel Marulanda Vélez pidiendo clemencia por su vida; lo golpeaban para que sus palabras se volvieran un delirio desbordado de sangre brotando por su boca desdentada; lo golpeaban uno tras de otro en rigurosa fila para hacerle estallar sus costillas como astillas de un fuerte árbol destrozado por una tempestad de rayos; quería que suplicara de rodillas, querían del otro Manuel Marulanda Vélez una confesión que los condujera a otras capturas.
Y golpeaban tanto que el cuerpo del otro Manuel Marulanda Vélez se deslizaba por la humedad de la pared como una babosa agonizante de un metro ochenta de largo, desgarrándose por los calambres y el intenso dolor que puede llegar a padecer un hombre indefenso, hasta que se desplomó inerte y su cabeza quedó sumergida entre sus piernas y, para revivirlo le pusieron sobre la cabeza un fuerte chorro de agua fría que salía de una endemoniada manguera.
Arrastraron el cuerpo del otro Manuel Marulanda Vélez y lo metieron al calabozo, donde el sol nunca había filtrado su luz. Lo mismo el día que la noche, simplemente el día abría la puerta y se escuchaba el nombre completo del otro Manuel o los nombres de sus otros veintisiete compañeros de hacinamiento.
Luego continuaban las sesiones, una o dos horas seguidas de frenéticas golpizas con una varilla para quebrar los huesos de sus piernas largas; y de regreso volvía la oscuridad a ser atrapada en ese cuarto. La luz la veían en un viaje interminable de la imaginación; alguien hablaba, el dueño de la voz no se veía; implacable oscuridad que fue consumiendo en sus redes a esos veintiocho hombres.
El otro Manuel Marulanda Vélez de pronto sintió que por dentro era un río seco, como si alguien por la maldad le hubiera extraído el aire, dejándole su garganta como una piedra pómez, ardiéndole; las ventanas de su nariz y su boca una cueva sin fondo, sus pulmones fuelles cansados, pegados a las costillas, respiraba con una intermitencia que comenzaba a ahogarlo.
Sus compañeros estrecharon más sus cuerpos, hombro a hombro sentados en quietud para permitirle un espacio mayor al otro Manuel Marulanda Vélez y así él pudiera respirar un poco de aire, de ese aire fétido y oloroso a moho y polvo húmedo y hacinamiento humano en ese espacio mínimo en que defecaban y orinaba como si fueran niños sin control: hombres, humedad, mierda, orines y telaraña que cubría ya sus cuerpos con el más fino de los tejidos.
El otro Manuel Marulanda Vélez intentaba atrapar el aire con sus manos; el aire casi denso solidificado, quería atraparlo para llevarlo a su boca, venteándolo a manotadas, quería sentirlo por un instante en su garganta.
Él estaba sentado, en ángulo su cuerpo, la espalda contra la pared que destilaba agua, erguido para soportar el ataque que se avecinaba, se rascaba con fuerza el cuello para darse un poco de calor; sus pies helados, las manos yertas y los ahogos más fuertes y la piel del otro Manuel Marulanda Vélez de negro rosado fue cambiando a negro amarillento, luego a negro verdoso, y siguió a gris cenizo para terminar en negro blancuzco; y el corazón del otro Manuel Marulanda Vélez fue entonces un fatigado tren que escasamente tenía los alientos en sus calderas para impulsar un poco el humo.
El otro Manuel Marulanda Vélez soñaba o intentaba soñar que corría desbocado por las calles solitarias de la ciudad; corría hasta reventar de alegría sus pulmones. Soñaba o quería soñar que un día podría volver a las reuniones cotidianas con sus compañeros de sindicato; soñaba o creía soñar fumando un cigarrillo del tamaño de un tabaco, aspirarlo, para olvidar los ataques de asma, nutrirse del humo en un interminable tiempo de regreso para escuchar de nuevo - veinte años que no la escuchaba en la plaza pública el bello timbre de la voz de María Cano. Manuel y María Cano habían sido compañeros de luchas y tribunas en los años veinte.
El viejo Pérez, un comunista de tres cuartos de siglo, soldado liberal bajo las órdenes del general Benjamín Herrera en Panamá, durante la Guerra Civil de los Mil Días, al salir libre de los calabozos del SIC, lo primero que exclamó como si estuviera abrazado a su propia alma, ante los compañeros que lo esperaban fue: “Ayer mataron al negro Marulanda. Yo vi cuando lo sacaron muerto en una camilla, después que lo volvieron a golpear brutalmente...”.
Con esa noticia fueron al edificio del SIC a reclamar el cadáver de Manuel Marulanda Vélez en su primera muerte. “Nos entregaron el cuerpo tambaleante, torturado y agonizante. Por eso lo entregaron. No había muerto, pero ya estaba en la cercanía de su muerte. Un hombre destruido físicamente, de mirada de ojos desorbitados”.
En el entierro del otro Manuel Marulanda Vélez se constituyó un inmenso acto de protesta contra la dictadura de Laureano Gómez. Julia V. de Gutiérrez, a nombre del Sindicato de Obreras Cajetilleras dijo en su discurso de despedida: “Manuel Marulanda Vélez ha desaparecido, no ha muerto; vive y vivirá siempre en nuestros corazones, donde le hemos hecho un altar de gratitud y donde germinará la semilla que tan generosamente sembró...”.
Había muerto Manuel Marulanda Vélez de nacimiento en la Ceja-Antioquia, el concejal obrero en Medellín, el fundador de la Federación de Trabajadores de Cundinamarca.
En El Davis, en el sur del Tolima, en la clausura de un curso político, Martín Camargo y Pedro Vásquez le propusieron a Pedro Antonio Marín, guerrillero liberal quien se había decidido por la militancia comunista y asistía como alumno al curso: “Hola, por qué vos no te ponés el nombre de Manuel Marulanda Vélez y te bautizamos aquí mismo en la escuela de cuadros del partido. La escuela te deja ese nombre como una cuestión de estímulo”, le dijeron.
Pero Antonio Marín les contestó: “El nombre me parece muy bueno, pero que lo pueda llevar yo, no sé, es demasiada responsabilidad. Pero con tal que me quiten ese apodo de Tirofijo. En mi interior mi ánimo era el de quitarme ese apodo, por ello estaba dispuesto a aceptar el nombre de Manuel...” Lo bautizaron de nuevo.
“Así me quedé y así continuaré. Aunque en la fe de bautismo y en la cédula sigo siendo Pedro Antonio Marín. Además, soy un Marín por familia y por Los recuerdos que guardo como si fueran una buena sombra...”.