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“Este es nuestro arte, nuestro legado. Esto nos permite comer desde hace mucho tiempo. Intentamos hacer que esto no caiga en el olvido”, dice Saifi, artesano con las manos callosas y los nudillos de los dedos quemados.
La tradición del vidrio soplado en Herat, la gran ciudad del oeste de Afganistán, se remonta a siglos atrás. Saifi dice que su familia se dedica a ello desde hace “solamente” 300 años.
Su casa familiar, en un pueblo cercano a Herat, y su taller en la parte antigua de esta ciudad albergan los dos últimos hornos de vidrio soplado de esta ciudad cercana a la frontera con Irán.
Su taller de adobe, recubierto con un techo con un gran agujero, está a la sombra de la ciudadela de Herat.
Saifi ya no enciende el horno de este taller más que una vez al mes. Tras pagar la madera, los óxidos colorantes y otras materias primas, solo gana unos 30 dólares de las tazas, platos y candeleros que produce.
El artesano explica el hundimiento de su actividad por la marcha de los clientes extranjeros durante la pandemia del covid-19 y la reconquista del poder por parte de los talibanes en 2021, que hizo huir a casi todos los diplomáticos y personal humanitario del país.
Además, las importaciones baratas de vidrio soplado de China han lastrado también sus ventas.
“A veces nos ha pasado que no hemos trabajado durante tres meses. A la gente de aquí no le sirven nuestras creaciones y por este precio (unos 3 dólares la pieza) piensan antes en comprar dos panes para sus niños”, dice Saifi.
Ese día ha puesto en marcha el horno. Equipado con un enorme cuchillo de cocina y una caña para soplar, Saifi retira de las llamas los brillantes trozos de vidrio fundido y sopla hasta formar bellas piezas.
Antaño estos artesanos usaban vidrio de cuarzo, pero ahora se conforman con botellas recicladas, rotas y sobrecalentadas para darles un estado líquido.
Las piezas verdes y azules, con sus entrañables imperfecciones, se enfrían antes de ponerse a la venta en las tiendas de Herat o de Kabul.
Los 36 °C en la calle se convierten en nada al entrar en el taller, invadido por el calor tórrido emitido por el horno.
Un pequeño ejército de chavales ayuda a Saifi en su trabajo, aunque cada vez es más difícil atraer a la juventud a este oficio que muchos consideran sin futuro.
Su hijo mayor se convirtió en un experto de este arte, pero prefirió buscarse la vida como trabajador migrante al otro lado de la frontera, en Irán. Dos primos suyos formados en el oficio también lo dejaron.
En cambio, su hijo menor, Naqibullah, de 18 años, asegura que quiere mantener este arte, aunque no sabe cómo.
Antes del regreso al poder de los talibanes, la demanda era suficiente como para trabajar tres días por semana. Pero esto ya no es así y el joven se alterna con su padre el trabajo en los pocos días que el horno está encendido.
“Esperamos que haya un futuro y que poco a poco las cosas mejoren”, dice Naqibullah.
“Incluso si no ganamos gran cosa, el oficio debe continuar. No podemos dejar que esta sabiduría desaparezca”.