Del primer individualismo al incipiente capitalismo (De Urufa a Europa II)
En esta segunda entrega sobre algunas de las razones que provocaron la transformación de Europa, repasamos la evolución de Madrid, que pasó de ser un árido poblado de 3.000 habitantes a ser el centro de un imperio en el que jamás se ponía el sol, para retornar la frase que la historia le atribuyó al rey Felipe II de España, y recordamos los trascendentales cambios sociales y psicológicos que provocó la idea de una nueva tenencia de tierras.
Fernando Araújo Vélez
Antes de los años 1500, y según las descripciones que plasmó en su libro “Del amanecer a la decadencia” el historiador y ensayista francés Jacques Barzun, Madrid apenas era un pueblucho en el que vivían unos tres mil habitantes, situado a 600 metros sobre el nivel del mar. Tenía pocos árboles a su alrededor, y padecía a menudo de escasez de agua, lo que derivaba en tierras muy secas, casi áridas, y en calles y caminos enlodados por las que circulaban vacas, cerdos, perros, uno que otro gato, y también, una que otra persona. Sus casas eran de adobe, con pisos de tierra y techos de paja. Su nombre, en árabe, significaba a veces “tierra de vientos”, en ocasiones “aguas corrientes, y en otras, “fortaleza”.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Antes de los años 1500, y según las descripciones que plasmó en su libro “Del amanecer a la decadencia” el historiador y ensayista francés Jacques Barzun, Madrid apenas era un pueblucho en el que vivían unos tres mil habitantes, situado a 600 metros sobre el nivel del mar. Tenía pocos árboles a su alrededor, y padecía a menudo de escasez de agua, lo que derivaba en tierras muy secas, casi áridas, y en calles y caminos enlodados por las que circulaban vacas, cerdos, perros, uno que otro gato, y también, una que otra persona. Sus casas eran de adobe, con pisos de tierra y techos de paja. Su nombre, en árabe, significaba a veces “tierra de vientos”, en ocasiones “aguas corrientes, y en otras, “fortaleza”.
Por aquellos tiempos, y en las épocas que llegaron más tarde, la mayoría de los extranjeros que llegaban a Madrid decían que la ciudad era “nueve meses de invierno y tres de infierno”, y apenas si admitían que tenía un bonito parque central y una que otra casa y edificio público destacables. Pese a todo, Carlos V decidió que aquel mísero y desahuciado pueblo sería la capital de su reino. Tenía 20 años cuando llegó a Madrid con sus títulos de Rey de Navarra, Valencia, Aragón, Cataluña y Castilla, por la gracia de Dios, y de “Emperador”, por la gracia de la sangre. Era flamenco y ni hablaba ni entendía una sola palabra de español.
Sin embargo, a los pocos días de haberse asentado, y atropellando las palabras, dijo: “No fui investido con la corona imperial para tomar vuestros territorios, sino para asegurar la paz de la Cristiandad y con ello unir todas las fuerzas contra los turcos para gloria de la fe cristiana”. El día de su coronación en Aragón, las cortes le dejaron en claro que “Nosotros, que en nada desmerecemos a vuestro lado, os nombramos a vos, que en nada sois mejor que nosotros, como nuestro Rey. Y os seremos leales si vos respetáis nuestras leyes y costumbre; y si no, no”. España era varias Españas en una, y varios reinos en eterna disputa, pero como lo dijo Carlos V, era “La cristiandad”.
Y también, como lo señaló con absoluta claridad, debían unir sus fuerzas, todas sus fuerzas, y enfrentar a los turcos “para gloria de la fe cristiana”. Hacia 1540, Carlos V había sorteado gran parte de las enemistades, de las dudas y los conflictos que se habían creado con su llegada y su poder, y había hecho que Madrid fuera el centro de un imperio que iba desde Italia, al sur, hasta los Países Bajos, al norte, que atravesaba las Alemanias, y que a través del Océano Atlántico llegaba hasta México, Perú y de allí hacia el sur. En palabras de Barzun, “Su extensión era veinte veces el tamaño del antiguo Imperio Romano, y ello dio origen al primer uso de la jactanciosa expresión de que ‘en nuestros dominios no se pone el sol’”.
Tantos terrenos y tal cantidad de poder y de pequeños y medianos poderes, llevaron a Carlos V a Madrid y a aquella España, y a un inmenso número de guerras, sobre todo contra Francia. En tiempos en los que aún no existía la idea de nación, todas aquellas batallas y guerras se daban en nombre de un Rey, que era quien dispondría de la tierra obtenida, o de la tierra perdida. Los soldados podían ser de un lugar lejano, o de uno cercano, pero ante todo defendían a un rey y al honor. “Qué índole de honor sobrevivía a la derrota y la captura, resulta hoy difícil de entender”, preguntaba Barzun, para concluir después que las ideas medievales seguían influyendo en los espíritus y las acciones, tanto de los que gobernaban como de los que eran gobernados.
“El concepto feudal de guerra como combate entre dos caballeros ayudados por sus amigos y servidores acompañaba a la idea de que, si se luchaba bien, dicha batalla y su resultado dejaban intacto el honor. El vencido se volvía a su casa para curar sus heridas y volver a empezar”, decía Barzun. Se luchaba con todas las armas que existían, y se luchaba a muerte, por supuesto. En la teoría, los derrotados habían dado la vida por una tierra, pero en realidad, como explicaba Barzun, la daban por la idea del derecho de su rey en una tierra. Ni los triunfadores ni los perdedores se enfrentaban en nombre de una nación. No representaban a la gente de uno u otro país, por eso, la derrota no era vista ni sentida o interpretada como un deshonor.
Europa, o La Cristiandad, como en el fondo se conocía a ese espacio de tierra, de montes, ríos y mares, aún vivía en la Edad Media. Sus valores, sus principios, y hasta sus formas de combatir, eran muy similares a los de los monjes y aristócratas que entre los años. 1095 y 1291 habían ido a pelear la vida y la fe contra los turcos en lo que llamaron las Santas Cruzadas. Las ideas sobre un solo Dios prevalecían por distintos motivos, y el orden estaba dividido entre los que rezaban, los que peleaban y los que trabajaban. Algunos de aquellos órdenes se fueron rompiendo para formar otros subórdenes con el pasar de los años, y gracias a unos personajes que no se conformaban con seguir viviendo según lo establecido.
Querían comprender más que creer, y hacer, más que rezar o pelear. En palabras de Peter Watson, explicando las teorías de Douglas North y Robert Thomas en “The rise of the western world”, “Entre los años 1000 y 1300, Europa se transformó y dejó de ser una enorme extensión de tierra salvaje par convertirse en una región bien colonizada. Hubo un marcado aumento de población que hizo que, de hecho, Europa fuera la primera región de la historia mundial ‘repleta de gente’”. Sus principales ríos, el Danubio, el Rin y el Ródano-Saona, sus penínsulas, los mares que la rodeaban, fueron determinantes para que las migraciones se dieran, y luego, para que el comercio se produjera, y más tarde, para que el concepto y la realidad de la tenencia de la tierra variara.
De allí surgieron las especializaciones, los mercados, las pequeñísimas industrias, algunos artefactos, la necesidad de crear aparatos, la comercialización y una precaria pero incisiva economía monetaria, que llevó al excedente de riqueza, a la creación de los bancos y a un sistema financiero aún sin nombre, que siglos más tarde sería denominado “capitalismo”, como una derivación del “capital” . Para Peter Watson, “El significativo incremento del número de personas interesadas en la tierra y la idea de que no había más tuvieron, según North y Thomas, dos importantes efectos psicológicos”. Por una parte, la individualidad, el individualismo. Por otra, la eficiencia. Una profunda revolución social se estaba gestando, y un nuevo tiempo estaba por llegar.