La historia detrás del “Relato de un náufrago”, según Gabriel García Márquez
Ahora que la odisea del marinero Luis Alejandro Velasco vuelve a ser noticia por un pódcast iberoamericano que la reconstruye, publicamos lo que contó el Nobel de Literatura colombiano en sus memorias “Vivir para contarla” sobre cómo escribió en 1955 el legendario reportaje en el diario El Espectador.
Gabriel García Márquez * / Especial para El Espectador
El nuevo año de 1955 empezó para los periodistas el 28 de febrero con la noticia de que ocho marineros del destructor Caldas de la Armada Nacional habían caído al mar y desaparecido durante una tormenta cuando faltaban dos horas escasas para llegar a Cartagena. Había zarpado cuatro días antes de Mobile, Alabama, después de permanecer allí varios meses para una reparación reglamentaria. (La noticia: “Relato de un náufrago” se oye ahora como pódcast de la Fundación Gabo, a partir de una investigación de los periodistas Xavi Ayén y Nelson Fredy Padilla).
Mientras la redacción en pleno escuchaba en suspenso el primer boletín radial del desastre, Guillermo Cano se había vuelto hacia mí en su silla giratoria, y me mantuvo en la mira con una orden lista en la punta de la lengua. José Salgar, de paso para los talleres, se paró también frente a mí con los nervios templados por la noticia. Yo había vuelto una hora antes de Barranquilla, donde preparé una información sobre el eterno drama de las Bocas de Ceniza, y ya empezaba otra vez a preguntarme a qué hora saldría el próximo avión a la costa para escribir la primicia de los ocho náufragos. (Más: Videocharla de los periodistas Patricia Nieto, Xavi Ayén, Nelson Fredy Padilla y Orlando Oliveros sobre “Relato de un náufrago” y El Espectador).
Sin embargo, pronto quedó claro en el boletín de radio que el destructor llegaría a Cartagena a las tres de la tarde sin noticias nuevas, pues no habían recuperado los cuerpos de los ocho marinos ahogados. Guillermo Cano se desinfló.
—Qué vaina, Gabo —dijo—. Se nos ahogó la chiva.
El desastre quedó reducido a una serie de boletines oficiales, y la información se manejó con los honores de rigor a los caídos en servicio, pero nada más. A fines de la semana, sin embargo, la marina reveló que uno de ellos, Luis Alejandro Velasco, había llegado exhausto a una playa de Urabá, insolado pero recuperable, después de permanecer diez días a la deriva sin comer ni beber en una balsa sin remos.
Todos estuvimos de acuerdo en que podía ser el reportaje del año si lográbamos tenerlo a solas, así fuera por media hora. No fue posible. La marina lo mantuvo incomunicado mientras se recuperaba en el hospital naval de Cartagena. Allí estuvo con él durante unos minutos fugaces un astuto redactor de El Tiempo, Antonio Montaña, que se coló en el hospital disfrazado de médico. A juzgar por los resultados, sin embargo, sólo obtuvo del náufrago unos dibujos a lápiz sobre su posición en el barco cuando fue arrastrado por la tormenta y unas declaraciones descosidas con las cuales quedó claro que tenía órdenes de no contar el cuento. «Si yo hubiera sabido que era un periodista lo hubiera ayudado», declaró Velasco días después.
Una vez recuperado, y siempre al amparo de la marina, concedió una entrevista al corresponsal de El Espectador en Cartagena, Lácides Orozco, que no pudo llegar a donde queríamos para saber cómo fue que un golpe de viento pudo causar semejante desastre con siete muertos.
Luis Alejandro Velasco, en efecto, estaba sometido a un compromiso férreo que le impedía moverse o expresarse con libertad, aun después de que lo trasladaron a la casa de sus padres en Bogotá. Cualquier aspecto técnico o político nos lo resolvía con una maestría cordial el teniente de fragata Guillermo Fonseca, pero con igual elegancia eludía datos esenciales para lo único que nos interesaba entonces, que era la verdad de la aventura.
Sólo por ganar tiempo escribí una serie de notas de ambiente sobre el regreso del náufrago a casa de sus padres, cuando sus acompañantes de uniforme me impidieron una vez más hablar con él, mientras le autorizaban una entrevista insulsa para una emisora local. Entonces fue evidente que estábamos en manos de maestros en el arte oficial de enfriar la noticia, y por primera vez me conmocionó la idea de que estaban ocultando a la opinión pública algo muy grave sobre la catástrofe.
Más que una sospecha, hoy lo recuerdo como un presagio. Era un marzo de vientos glaciales y la llovizna polvorienta aumentaba la carga de mis remordimientos. Antes de enfrentarme a la sala de redacción abrumado por la derrota me refugié en el vecino hotel Continental y ordené un trago doble en el mostrador del bar solitario. Me lo tomaba a sorbos lentos, sin quitarme siquiera el grueso abrigo ministerial, cuando sentí una voz muy dulce casi en el oído:
—El que bebe solo muere solo.
—Dios te oiga, bella —contesté con el alma en la boca, convencido de que era Martina Fonseca.
La voz dejó en el aire un rastro de gardenias tibias, pero no era ella. La vi salir por la puerta giratoria y desaparecer con su inolvidable paraguas amarillo en la avenida embarrada por la llovizna. Después de un segundo trago atravesé yo también la avenida y llegué a la sala de redacción sostenido a pulso por los dos primeros tragos.
Guillermo Cano me vio entrar y soltó un grito alegre para todos:
—¡A ver qué chiva nos trae el gran Gabo!
Le repliqué con la verdad:
—Nada más que un pescado muerto.
Entonces me di cuenta de que los burlones inclementes de la redacción habían empezado a quererme cuando me vieron pasar en silencio arrastrando el sobretodo ensopado, y ninguno tuvo corazón para empezar la rechifla ritual.
Luis Alejandro Velasco siguió disfrutando de su gloria reprimida. Sus mentores no sólo le permitían sino que le patrocinaban toda clase de perversiones publicitarias. Recibió quinientos dólares y un reloj nuevo para que contara por radio la verdad de que el suyo había soportado el rigor de la intemperie. La fábrica de sus zapatos de tenis le pagó mil dólares por contar que los suyos eran tan resistentes que no había podido desbaratarlos para tener algo que masticar. En una misma jornada pronunciaba un discurso patriótico, se dejaba besar por una reina de la belleza y se mostraba a los huérfanos como ejemplo de moral patriótica.
Empezaba a olvidarlo el día memorable en que Guillermo Cano me anunció que lo tenía en su oficina dispuesto a firmar un contrato para contar su aventura completa. Me sentí humillado.
—Ya no es un pescado muerto sino podrido —insistí.
Por primera y única vez me negué a hacer para el periódico algo que era mi deber. Guillermo Cano se resignó a la realidad y despachó al náufrago sin explicaciones. Más tarde me contó que después de despedirlo en su oficina había empezado a reflexionar y no logró explicarse a sí mismo lo que acababa de hacer. Entonces le ordenó al portero que le mandara al náufrago de regreso, y me llamó por teléfono con la notificación inapelable de que le había comprado los derechos exclusivos del relato completo.
No era la primera vez ni había de ser la última en que Guillermo se empecinara en un caso perdido y terminara coronado con la razón. Le advertí deprimido pero con el mejor estilo posible que sólo haría el reportaje por obediencia laboral pero no le pondría mi firma. Sin haberlo pensado, aquélla fue una determinación casual pero certera para el reportaje, pues me obligaba a contarlo en la primera persona del protagonista, con su modo propio y sus ideas personales, y firmado con su nombre.
Así me preservaba de cualquier otro naufragio en tierra firme. Es decir, sería el monólogo interior de una aventura solitaria, al pie de la letra, como la había hecho la vida. La decisión fue milagrosa, porque Velasco resultó ser un hombre inteligente, con una sensibilidad y una buena educación inolvidables y un sentido del humor a su tiempo y en su lugar. Y todo eso, por fortuna, sometido a un carácter sin grietas.
La entrevista fue larga, minuciosa, en tres semanas completas y agotadoras, y la hice a sabiendas de que no era para publicar en bruto sino para ser cocinada en otra olla: un reportaje. La empecé con un poco de mala fe tratando de que el náufrago cayera en contradicciones para descubrirle sus verdades encubiertas, pero pronto estuve seguro de que no las tenía. Nada tuve que forzar.
Aquello era como pasearme por una pradera de flores con la libertad suprema de escoger las preferidas. Velasco llegaba puntual a las tres de la tarde a mi escritorio de la redacción, revisábamos las notas precedentes y proseguíamos en orden lineal. Cada capítulo que me contaba lo escribía yo en la noche y se publicaba en la tarde del día siguiente. Habría sido más fácil y seguro escribir primero la aventura completa y publicarla ya revisada y con todos los detalles comprobados a fondo. Pero no había tiempo. El tema iba perdiendo actualidad cada minuto y cualquier otra noticia ruidosa podía derrotarlo.
No usamos grabadora. Estaban acabadas de inventar y las mejores eran tan grandes y pesadas como una máquina de escribir, y el hilo magnético se embrollaba como un dulce de cabello de ángel. La sola trascripción era una proeza. Aún hoy sabemos que las grabadoras son muy útiles para recordar, pero no hay que descuidar nunca la cara del entrevistado, que puede decir mucho más que su voz, y a veces todo lo contrario.
Tuve que conformarme con el método rutinario de las notas en cuadernos de escuela, pero gracias a eso creo no haber perdido una palabra ni un matiz de la conversación, y pude profundizar mejor a cada paso. Los dos primeros días fueron difíciles, porque el náufrago quería contar todo al mismo tiempo. Sin embargo, aprendió muy pronto por el orden y el alcance de mis preguntas, y sobre todo por su propio instinto de narrador y su facilidad congénita para entender la carpintería del oficio.
Para preparar al lector antes de echarlo al agua decidimos empezar el relato por los últimos días del marino en Mobile. También acordamos no terminarlo en el momento de pisar tierra firme, sino cuando llegara a Cartagena ya aclamado por las muchedumbres, que era el punto en que los lectores podían seguir por su cuenta el hilo de la narración con los datos ya publicados. Esto nos daba catorce capítulos para mantener el suspenso durante dos semanas.
El primero se publicó el 5 de abril de 1955. La edición de El Espectador, precedida de anuncios por radio, se agotó en pocas horas. El nudo explosivo se planteó al tercer día cuando decidimos destapar la causa verdadera del desastre, que según la versión oficial había sido una tormenta. En busca de una mayor precisión le pedí a Velasco que la contara con todos sus detalles. El estaba ya tan familiarizado con nuestro método común que vislumbré en sus ojos un fulgor de picardía antes de contestarme:
—El problema es que no hubo tormenta.
Lo que hubo —precisó— fue unas veinte horas de vientos duros, propios de la región en aquella época del año, que no estaban previstos por los responsables del viaje. La tripulación había recibido el pago de varios sueldos atrasados antes de zarpar y se lo gastaron a última hora en toda clase de aparatos domésticos para llevarlos a casa. Algo tan imprevisto que nadie debió alarmarse cuando rebasaron los espacios interiores del barco y amarraron en cubierta las cajas más grandes: neveras, lavadoras eléctricas, estufas.
Una carga prohibida en un barco de guerra, y en una cantidad que ocupó espacios vitales de la cubierta. Tal vez se pensó que en un viaje sin carácter oficial, de menos de cuatro días y con excelentes pronósticos del tiempo no era para tratarlo con demasiado rigor. ¿Cuántas veces no se habían hecho otros y seguirían haciéndose sin que nada ocurriera?
La mala suerte para todos fue que unos vientos apenas más fuertes que los anunciados convulsionaron el mar bajo un sol espléndido, hicieron escorar la nave mucho más de lo previsto y rompieron las amarras de la carga mal estibada. De no haber sido un barco tan marinero como el Caldas se habría ido a pique sin misericordia, pero ocho de los marinos de guardia en cubierta cayeron por la borda. De modo que la causa mayor del accidente no fue una tormenta, como habían insistido las fuentes oficiales desde el primer día, sino lo que Velasco declaró en su reportaje: la sobrecarga de aparatos domésticos mal estibados en la cubierta de una nave de guerra.
Otro aspecto que se había mantenido debajo de la mesa era qué clase de balsas estuvieron al alcance de los que cayeron en el mar y de los cuales sólo Velasco se salvó. Se supone que debía haber a bordo dos clases de balsas reglamentarias que cayeron con ellos. Eran de corcho y lona, de tres metros de largo por uno y medio de ancho, con una plataforma de seguridad en el centro y dotadas de víveres, agua potable, remos, caja de primeros auxilios, elementos de pesca y navegación, y una Biblia.
En esas condiciones, diez personas podían sobrevivir a bordo durante ocho días aun sin los elementos de pesca. Sin embargo, en el Caldas se había embarcado también un cargamento de balsas menores sin ninguna clase de dotación. Por los relatos de Velasco, parece que la suya era una de las que no tenían recursos. La pregunta que quedará flotando para siempre es cuántos otros náufragos lograron abordar otras balsas que no los llevaron a ninguna parte.
Estas habían sido, sin duda, las razones más importantes que demoraron las explicaciones oficiales del naufragio. Hasta que cayeron en la cuenta de que era una pretensión insostenible porque el resto de la tripulación estaba ya descansando en sus casas y contando el cuento completo en todo el país. El gobierno insistió hasta el final en su versión de la tormenta y la oficializó en declaraciones terminantes en un comunicado formal. La censura no llegó al extremo de prohibir la publicación de los capítulos restantes. Velasco, por su parte, mantuvo hasta donde pudo una ambigüedad leal, y nunca se supo que lo hubieran presionado para que no revelara verdades, ni nos pidió ni nos impidió que las reveláramos.
Después del quinto capítulo se había pensado en hacer un sobretiro de los cuatro primeros para atender la demanda de los lectores que querían coleccionar el relato completo. Don Gabriel Cano, a quien no habíamos visto por la redacción en aquellos días frenéticos, descendió de su palomar y fue derecho a mi escritorio.
—Dígame una cosa, tocayito —me preguntó—, ¿cuántos capítulos va a tener el náufrago?
Estábamos en el relato del séptimo día, cuando Velasco se había comido una tarjeta de visita como único manjar a su alcance, y no pudo desbaratar sus zapatos a mordiscos para tener algo que masticar. De modo que nos faltaban otros siete capítulos. Don Gabriel se escandalizó.
—No, tocayito, no —reaccionó crispado—. Tienen que ser por lo menos cincuenta capítulos.
Le di mis argumentos, pero los suyos se fundaban en que la circulación del periódico estaba a punto de doblarse. Según sus cálculos podía aumentar hasta una cifra sin precedentes en la prensa nacional. Se improvisó una junta de redacción, se estudiaron los detalles económicos, técnicos y periodísticos y se acordó un límite razonable de veinte capítulos. O sea: seis más de los previstos.
Aunque mi firma no figuraba en los capítulos impresos, el método de trabajo había trascendido, y una noche en que fui a cumplir con mi deber de crítico de cine se suscitó en el vestíbulo del teatro una animada discusión sobre el relato del náufrago. La mayoría eran amigos con quienes intercambiaba ideas en los cafés vecinos después de la función. Sus opiniones me ayudaban a clarificar las mías para la nota semanal. En relación con el náufrago, el deseo general — con muy escasas excepciones— era que se prolongara lo más posible.
Una de esas excepciones fue un hombre maduro y apuesto, con un precioso abrigo de pelo de camello y un sombrero melón, que me siguió unas tres cuadras desde el teatro cuando yo volvía solo para el periódico. Lo acompañaba una mujer muy bella, tan bien vestida como él, y un amigo menos impecable. Se quitó el sombrero para saludarme y se presentó con un nombre que no retuve. Sin más vueltas me dijo que no podía estar de acuerdo con el reportaje del náufrago, porque le hacía el juego directo al comunismo.
Le expliqué sin exagerar demasiado que yo no era más que el transcriptor del cuento contado por el propio protagonista. Pero él tenía sus ideas propias, y pensaba que Velasco era un infiltrado en las Fuerzas Armadas al servicio de la URSS. Tuve entonces la intuición de que estaba hablando con un alto oficial del Ejército o la marina y me entusiasmó la idea de una clarificación. Pero al parecer sólo quería decirme eso.
—Yo no sé si usted lo hace a conciencia o no —me dijo—, pero sea como sea le está haciendo un mal favor al país por cuenta de los comunistas.
Su deslumbrante esposa hizo un gesto de alarma y trató de llevárselo del brazo con una súplica en voz muy baja: «¡Por favor, Rogelio!». Él terminó la frase con la misma compostura con que había empezado:
—Créame, por favor, que sólo me permito decirle esto por la admiración que siento por lo que usted escribe.
Volvió a darme la mano y se dejó llevar por la esposa atribulada. El acompañante, sorprendido, no acertó a despedirse. Fue el primero de una serie de incidentes que nos pusieron a pensar en serio sobre los riesgos de la calle. En una cantina pobre detrás del periódico, que servía a obreros del sector hasta la madrugada, dos desconocidos habían intentado días antes una agresión gratuita contra Gonzalo González, que se tomaba allí el último café de la noche. Nadie entendía qué motivos podían tener contra el hombre más pacífico del mundo, salvo que lo hubieran confundido conmigo por nuestros modos y modas caribes y las dos de su seudónimo: Gog. De todas maneras, la seguridad del periódico me advirtió que no saliera solo de noche en una ciudad cada vez más peligrosa. Para mí, por el contrario, era tan confiable que me iba caminando hasta mi apartamento cuando terminaba mi horario.
Una madrugada de aquellos días intensos sentí que me había llegado la hora con la granizada de vidrios de un ladrillo lanzado desde la calle contra la ventana de mi dormitorio. Era Alejandro Obregón, que había perdido las llaves del suyo y no encontró amigos despiertos ni lugar en ningún hotel. Cansado de buscar dónde dormir, y de tocar el timbre averiado, resolvió su noche con un ladrillo de la construcción vecina. Apenas si me saludó para no acabar de despertarme cuando le abrí la puerta, y se tiró bocarriba a dormir en el suelo físico hasta el mediodía.
La rebatiña para comprar el periódico en la puerta de El Espectador antes de que saliera a la calle era cada vez mayor. Los empleados del centro comercial se demoraban para comprarlo y leer el capítulo en el autobús. Pienso que el interés de los lectores empezó por motivos humanitarios, siguió por razones literarias y al final por consideraciones políticas, pero sostenido siempre por la tensión interna del relato.
Velasco me contó episodios que sospeché inventados por él, y encontró significados simbólicos o sentimentales, como el de la primera gaviota que no se quería ir. El de los aviones, contado por él, era de una belleza cinematográfica. Un amigo navegante me preguntó cómo era que yo conocía tan bien el mar, y le contesté que no había hecho sino copiar al pie de la letra las observaciones de Velasco. A partir de un cierto punto ya no tuve nada que agregar.
El comando de la marina no estaba del mismo humor. Poco antes del final de la serie dirigió al periódico una carta de protesta por haber juzgado con criterio mediterráneo y en forma poco elegante una tragedia que podía suceder dondequiera que operaran unidades navales. «A pesar del luto y el dolor que embargan a siete respetables hogares colombianos y a todos los hombres de la Armada —decía la carta— no se tuvo inconveniente alguno en llegar al folletín de cronistas neófitos en la materia, plagado de palabras y conceptos antitécnicos e ilógicos, puestos en boca del afortunado y meritorio marinero que valerosamente salvó su vida.»
Por tal motivo, la Armada solicitó la intervención de la Oficina de Información y Prensa de la Presidencia de la República a fin de que aprobara —con la ayuda de un oficial naval— las publicaciones que sobre el incidente se hicieran en el futuro. Por fortuna, cuando llegó la carta estábamos en el capítulo penúltimo, y pudimos hacernos los desentendidos hasta la semana siguiente.
Previendo la publicación final del texto completo, le habíamos pedido al náufrago que nos ayudara con la lista y las direcciones de otros compañeros suyos que tenían cámaras fotográficas, y éstos nos mandaron una colección de fotos tomadas durante el viaje. Había de todo, pero la mayoría eran de grupos en cubierta, y al fondo se veían las cajas de artículos domésticos — refrigeradores, estufas, lavadoras— con sus marcas de fábrica destacadas.
Ese golpe de suerte nos bastó para desmentir los desmentidos oficiales. La reacción del gobierno fue inmediata y terminante, y el suplemento rebasó todos los precedentes y pronósticos de circulación. Pero Guillermo Cano y José Salgar, invencibles, sólo tenían una pregunta:
—¿Y ahora qué carajo vamos a hacer?
En aquel momento, mareados por la gloria, no teníamos respuesta. Todos los temas nos parecían banales. Quince años después de publicado el relato en El Espectador, la editorial Tusquets de Barcelona lo publicó en un libro de pastas doradas, que se vendió como si fuera para comer.
Inspirado en un sentimiento de justicia y en mi admiración por el marino heroico, escribí al final del prólogo: «Hay libros que no son de quien los escribe sino de quien los sufre, y éste es uno de ellos. Los derechos de autor, en consecuencia, serán para quien los merece: el compatriota anónimo que debió padecer diez días sin comer ni beber en una balsa para que este libro fuera posible».
No fue una frase vana, pues los derechos del libro fueron pagados íntegros a Luis Alejandro Velasco por la editorial Tusquets, por instrucciones mías, durante catorce años. Hasta que el abogado Guillermo Zea Fernández, de Bogotá, lo convenció de que los derechos le pertenecían a él [por ley], a sabiendas de que no eran suyos, sino por una decisión mía en homenaje a su heroísmo, su talento de narrador y su amistad.
La demanda contra mí fue presentada en el Juzgado 22 Civil del Circuito de Bogotá. Mi abogado y amigo Alfonso Gómez Méndez dio entonces a la editorial Tusquets la orden de suprimir el párrafo final del prólogo «en las ediciones sucesivas y no pagar a José Alejandro Velasco ni un céntimo más de los derechos hasta que la justicia decidiera. Así se hizo. Al cabo de un largo debate que incluyó pruebas documentales, testimoniales y técnicas, el juzgado decidió que el único autor de la obra era yo, y no accedió a las peticiones que el abogado de Velasco había pretendido.
Por consiguiente, los pagos que se le hicieron hasta entonces por disposición mía no habían tenido como fundamento el reconocimiento del marino como coautor, sino la decisión voluntaria y libre de quien lo escribió. Los derechos de autor, también por disposición mía, fueron donados desde entonces a una fundación docente.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debolsillo.
El nuevo año de 1955 empezó para los periodistas el 28 de febrero con la noticia de que ocho marineros del destructor Caldas de la Armada Nacional habían caído al mar y desaparecido durante una tormenta cuando faltaban dos horas escasas para llegar a Cartagena. Había zarpado cuatro días antes de Mobile, Alabama, después de permanecer allí varios meses para una reparación reglamentaria. (La noticia: “Relato de un náufrago” se oye ahora como pódcast de la Fundación Gabo, a partir de una investigación de los periodistas Xavi Ayén y Nelson Fredy Padilla).
Mientras la redacción en pleno escuchaba en suspenso el primer boletín radial del desastre, Guillermo Cano se había vuelto hacia mí en su silla giratoria, y me mantuvo en la mira con una orden lista en la punta de la lengua. José Salgar, de paso para los talleres, se paró también frente a mí con los nervios templados por la noticia. Yo había vuelto una hora antes de Barranquilla, donde preparé una información sobre el eterno drama de las Bocas de Ceniza, y ya empezaba otra vez a preguntarme a qué hora saldría el próximo avión a la costa para escribir la primicia de los ocho náufragos. (Más: Videocharla de los periodistas Patricia Nieto, Xavi Ayén, Nelson Fredy Padilla y Orlando Oliveros sobre “Relato de un náufrago” y El Espectador).
Sin embargo, pronto quedó claro en el boletín de radio que el destructor llegaría a Cartagena a las tres de la tarde sin noticias nuevas, pues no habían recuperado los cuerpos de los ocho marinos ahogados. Guillermo Cano se desinfló.
—Qué vaina, Gabo —dijo—. Se nos ahogó la chiva.
El desastre quedó reducido a una serie de boletines oficiales, y la información se manejó con los honores de rigor a los caídos en servicio, pero nada más. A fines de la semana, sin embargo, la marina reveló que uno de ellos, Luis Alejandro Velasco, había llegado exhausto a una playa de Urabá, insolado pero recuperable, después de permanecer diez días a la deriva sin comer ni beber en una balsa sin remos.
Todos estuvimos de acuerdo en que podía ser el reportaje del año si lográbamos tenerlo a solas, así fuera por media hora. No fue posible. La marina lo mantuvo incomunicado mientras se recuperaba en el hospital naval de Cartagena. Allí estuvo con él durante unos minutos fugaces un astuto redactor de El Tiempo, Antonio Montaña, que se coló en el hospital disfrazado de médico. A juzgar por los resultados, sin embargo, sólo obtuvo del náufrago unos dibujos a lápiz sobre su posición en el barco cuando fue arrastrado por la tormenta y unas declaraciones descosidas con las cuales quedó claro que tenía órdenes de no contar el cuento. «Si yo hubiera sabido que era un periodista lo hubiera ayudado», declaró Velasco días después.
Una vez recuperado, y siempre al amparo de la marina, concedió una entrevista al corresponsal de El Espectador en Cartagena, Lácides Orozco, que no pudo llegar a donde queríamos para saber cómo fue que un golpe de viento pudo causar semejante desastre con siete muertos.
Luis Alejandro Velasco, en efecto, estaba sometido a un compromiso férreo que le impedía moverse o expresarse con libertad, aun después de que lo trasladaron a la casa de sus padres en Bogotá. Cualquier aspecto técnico o político nos lo resolvía con una maestría cordial el teniente de fragata Guillermo Fonseca, pero con igual elegancia eludía datos esenciales para lo único que nos interesaba entonces, que era la verdad de la aventura.
Sólo por ganar tiempo escribí una serie de notas de ambiente sobre el regreso del náufrago a casa de sus padres, cuando sus acompañantes de uniforme me impidieron una vez más hablar con él, mientras le autorizaban una entrevista insulsa para una emisora local. Entonces fue evidente que estábamos en manos de maestros en el arte oficial de enfriar la noticia, y por primera vez me conmocionó la idea de que estaban ocultando a la opinión pública algo muy grave sobre la catástrofe.
Más que una sospecha, hoy lo recuerdo como un presagio. Era un marzo de vientos glaciales y la llovizna polvorienta aumentaba la carga de mis remordimientos. Antes de enfrentarme a la sala de redacción abrumado por la derrota me refugié en el vecino hotel Continental y ordené un trago doble en el mostrador del bar solitario. Me lo tomaba a sorbos lentos, sin quitarme siquiera el grueso abrigo ministerial, cuando sentí una voz muy dulce casi en el oído:
—El que bebe solo muere solo.
—Dios te oiga, bella —contesté con el alma en la boca, convencido de que era Martina Fonseca.
La voz dejó en el aire un rastro de gardenias tibias, pero no era ella. La vi salir por la puerta giratoria y desaparecer con su inolvidable paraguas amarillo en la avenida embarrada por la llovizna. Después de un segundo trago atravesé yo también la avenida y llegué a la sala de redacción sostenido a pulso por los dos primeros tragos.
Guillermo Cano me vio entrar y soltó un grito alegre para todos:
—¡A ver qué chiva nos trae el gran Gabo!
Le repliqué con la verdad:
—Nada más que un pescado muerto.
Entonces me di cuenta de que los burlones inclementes de la redacción habían empezado a quererme cuando me vieron pasar en silencio arrastrando el sobretodo ensopado, y ninguno tuvo corazón para empezar la rechifla ritual.
Luis Alejandro Velasco siguió disfrutando de su gloria reprimida. Sus mentores no sólo le permitían sino que le patrocinaban toda clase de perversiones publicitarias. Recibió quinientos dólares y un reloj nuevo para que contara por radio la verdad de que el suyo había soportado el rigor de la intemperie. La fábrica de sus zapatos de tenis le pagó mil dólares por contar que los suyos eran tan resistentes que no había podido desbaratarlos para tener algo que masticar. En una misma jornada pronunciaba un discurso patriótico, se dejaba besar por una reina de la belleza y se mostraba a los huérfanos como ejemplo de moral patriótica.
Empezaba a olvidarlo el día memorable en que Guillermo Cano me anunció que lo tenía en su oficina dispuesto a firmar un contrato para contar su aventura completa. Me sentí humillado.
—Ya no es un pescado muerto sino podrido —insistí.
Por primera y única vez me negué a hacer para el periódico algo que era mi deber. Guillermo Cano se resignó a la realidad y despachó al náufrago sin explicaciones. Más tarde me contó que después de despedirlo en su oficina había empezado a reflexionar y no logró explicarse a sí mismo lo que acababa de hacer. Entonces le ordenó al portero que le mandara al náufrago de regreso, y me llamó por teléfono con la notificación inapelable de que le había comprado los derechos exclusivos del relato completo.
No era la primera vez ni había de ser la última en que Guillermo se empecinara en un caso perdido y terminara coronado con la razón. Le advertí deprimido pero con el mejor estilo posible que sólo haría el reportaje por obediencia laboral pero no le pondría mi firma. Sin haberlo pensado, aquélla fue una determinación casual pero certera para el reportaje, pues me obligaba a contarlo en la primera persona del protagonista, con su modo propio y sus ideas personales, y firmado con su nombre.
Así me preservaba de cualquier otro naufragio en tierra firme. Es decir, sería el monólogo interior de una aventura solitaria, al pie de la letra, como la había hecho la vida. La decisión fue milagrosa, porque Velasco resultó ser un hombre inteligente, con una sensibilidad y una buena educación inolvidables y un sentido del humor a su tiempo y en su lugar. Y todo eso, por fortuna, sometido a un carácter sin grietas.
La entrevista fue larga, minuciosa, en tres semanas completas y agotadoras, y la hice a sabiendas de que no era para publicar en bruto sino para ser cocinada en otra olla: un reportaje. La empecé con un poco de mala fe tratando de que el náufrago cayera en contradicciones para descubrirle sus verdades encubiertas, pero pronto estuve seguro de que no las tenía. Nada tuve que forzar.
Aquello era como pasearme por una pradera de flores con la libertad suprema de escoger las preferidas. Velasco llegaba puntual a las tres de la tarde a mi escritorio de la redacción, revisábamos las notas precedentes y proseguíamos en orden lineal. Cada capítulo que me contaba lo escribía yo en la noche y se publicaba en la tarde del día siguiente. Habría sido más fácil y seguro escribir primero la aventura completa y publicarla ya revisada y con todos los detalles comprobados a fondo. Pero no había tiempo. El tema iba perdiendo actualidad cada minuto y cualquier otra noticia ruidosa podía derrotarlo.
No usamos grabadora. Estaban acabadas de inventar y las mejores eran tan grandes y pesadas como una máquina de escribir, y el hilo magnético se embrollaba como un dulce de cabello de ángel. La sola trascripción era una proeza. Aún hoy sabemos que las grabadoras son muy útiles para recordar, pero no hay que descuidar nunca la cara del entrevistado, que puede decir mucho más que su voz, y a veces todo lo contrario.
Tuve que conformarme con el método rutinario de las notas en cuadernos de escuela, pero gracias a eso creo no haber perdido una palabra ni un matiz de la conversación, y pude profundizar mejor a cada paso. Los dos primeros días fueron difíciles, porque el náufrago quería contar todo al mismo tiempo. Sin embargo, aprendió muy pronto por el orden y el alcance de mis preguntas, y sobre todo por su propio instinto de narrador y su facilidad congénita para entender la carpintería del oficio.
Para preparar al lector antes de echarlo al agua decidimos empezar el relato por los últimos días del marino en Mobile. También acordamos no terminarlo en el momento de pisar tierra firme, sino cuando llegara a Cartagena ya aclamado por las muchedumbres, que era el punto en que los lectores podían seguir por su cuenta el hilo de la narración con los datos ya publicados. Esto nos daba catorce capítulos para mantener el suspenso durante dos semanas.
El primero se publicó el 5 de abril de 1955. La edición de El Espectador, precedida de anuncios por radio, se agotó en pocas horas. El nudo explosivo se planteó al tercer día cuando decidimos destapar la causa verdadera del desastre, que según la versión oficial había sido una tormenta. En busca de una mayor precisión le pedí a Velasco que la contara con todos sus detalles. El estaba ya tan familiarizado con nuestro método común que vislumbré en sus ojos un fulgor de picardía antes de contestarme:
—El problema es que no hubo tormenta.
Lo que hubo —precisó— fue unas veinte horas de vientos duros, propios de la región en aquella época del año, que no estaban previstos por los responsables del viaje. La tripulación había recibido el pago de varios sueldos atrasados antes de zarpar y se lo gastaron a última hora en toda clase de aparatos domésticos para llevarlos a casa. Algo tan imprevisto que nadie debió alarmarse cuando rebasaron los espacios interiores del barco y amarraron en cubierta las cajas más grandes: neveras, lavadoras eléctricas, estufas.
Una carga prohibida en un barco de guerra, y en una cantidad que ocupó espacios vitales de la cubierta. Tal vez se pensó que en un viaje sin carácter oficial, de menos de cuatro días y con excelentes pronósticos del tiempo no era para tratarlo con demasiado rigor. ¿Cuántas veces no se habían hecho otros y seguirían haciéndose sin que nada ocurriera?
La mala suerte para todos fue que unos vientos apenas más fuertes que los anunciados convulsionaron el mar bajo un sol espléndido, hicieron escorar la nave mucho más de lo previsto y rompieron las amarras de la carga mal estibada. De no haber sido un barco tan marinero como el Caldas se habría ido a pique sin misericordia, pero ocho de los marinos de guardia en cubierta cayeron por la borda. De modo que la causa mayor del accidente no fue una tormenta, como habían insistido las fuentes oficiales desde el primer día, sino lo que Velasco declaró en su reportaje: la sobrecarga de aparatos domésticos mal estibados en la cubierta de una nave de guerra.
Otro aspecto que se había mantenido debajo de la mesa era qué clase de balsas estuvieron al alcance de los que cayeron en el mar y de los cuales sólo Velasco se salvó. Se supone que debía haber a bordo dos clases de balsas reglamentarias que cayeron con ellos. Eran de corcho y lona, de tres metros de largo por uno y medio de ancho, con una plataforma de seguridad en el centro y dotadas de víveres, agua potable, remos, caja de primeros auxilios, elementos de pesca y navegación, y una Biblia.
En esas condiciones, diez personas podían sobrevivir a bordo durante ocho días aun sin los elementos de pesca. Sin embargo, en el Caldas se había embarcado también un cargamento de balsas menores sin ninguna clase de dotación. Por los relatos de Velasco, parece que la suya era una de las que no tenían recursos. La pregunta que quedará flotando para siempre es cuántos otros náufragos lograron abordar otras balsas que no los llevaron a ninguna parte.
Estas habían sido, sin duda, las razones más importantes que demoraron las explicaciones oficiales del naufragio. Hasta que cayeron en la cuenta de que era una pretensión insostenible porque el resto de la tripulación estaba ya descansando en sus casas y contando el cuento completo en todo el país. El gobierno insistió hasta el final en su versión de la tormenta y la oficializó en declaraciones terminantes en un comunicado formal. La censura no llegó al extremo de prohibir la publicación de los capítulos restantes. Velasco, por su parte, mantuvo hasta donde pudo una ambigüedad leal, y nunca se supo que lo hubieran presionado para que no revelara verdades, ni nos pidió ni nos impidió que las reveláramos.
Después del quinto capítulo se había pensado en hacer un sobretiro de los cuatro primeros para atender la demanda de los lectores que querían coleccionar el relato completo. Don Gabriel Cano, a quien no habíamos visto por la redacción en aquellos días frenéticos, descendió de su palomar y fue derecho a mi escritorio.
—Dígame una cosa, tocayito —me preguntó—, ¿cuántos capítulos va a tener el náufrago?
Estábamos en el relato del séptimo día, cuando Velasco se había comido una tarjeta de visita como único manjar a su alcance, y no pudo desbaratar sus zapatos a mordiscos para tener algo que masticar. De modo que nos faltaban otros siete capítulos. Don Gabriel se escandalizó.
—No, tocayito, no —reaccionó crispado—. Tienen que ser por lo menos cincuenta capítulos.
Le di mis argumentos, pero los suyos se fundaban en que la circulación del periódico estaba a punto de doblarse. Según sus cálculos podía aumentar hasta una cifra sin precedentes en la prensa nacional. Se improvisó una junta de redacción, se estudiaron los detalles económicos, técnicos y periodísticos y se acordó un límite razonable de veinte capítulos. O sea: seis más de los previstos.
Aunque mi firma no figuraba en los capítulos impresos, el método de trabajo había trascendido, y una noche en que fui a cumplir con mi deber de crítico de cine se suscitó en el vestíbulo del teatro una animada discusión sobre el relato del náufrago. La mayoría eran amigos con quienes intercambiaba ideas en los cafés vecinos después de la función. Sus opiniones me ayudaban a clarificar las mías para la nota semanal. En relación con el náufrago, el deseo general — con muy escasas excepciones— era que se prolongara lo más posible.
Una de esas excepciones fue un hombre maduro y apuesto, con un precioso abrigo de pelo de camello y un sombrero melón, que me siguió unas tres cuadras desde el teatro cuando yo volvía solo para el periódico. Lo acompañaba una mujer muy bella, tan bien vestida como él, y un amigo menos impecable. Se quitó el sombrero para saludarme y se presentó con un nombre que no retuve. Sin más vueltas me dijo que no podía estar de acuerdo con el reportaje del náufrago, porque le hacía el juego directo al comunismo.
Le expliqué sin exagerar demasiado que yo no era más que el transcriptor del cuento contado por el propio protagonista. Pero él tenía sus ideas propias, y pensaba que Velasco era un infiltrado en las Fuerzas Armadas al servicio de la URSS. Tuve entonces la intuición de que estaba hablando con un alto oficial del Ejército o la marina y me entusiasmó la idea de una clarificación. Pero al parecer sólo quería decirme eso.
—Yo no sé si usted lo hace a conciencia o no —me dijo—, pero sea como sea le está haciendo un mal favor al país por cuenta de los comunistas.
Su deslumbrante esposa hizo un gesto de alarma y trató de llevárselo del brazo con una súplica en voz muy baja: «¡Por favor, Rogelio!». Él terminó la frase con la misma compostura con que había empezado:
—Créame, por favor, que sólo me permito decirle esto por la admiración que siento por lo que usted escribe.
Volvió a darme la mano y se dejó llevar por la esposa atribulada. El acompañante, sorprendido, no acertó a despedirse. Fue el primero de una serie de incidentes que nos pusieron a pensar en serio sobre los riesgos de la calle. En una cantina pobre detrás del periódico, que servía a obreros del sector hasta la madrugada, dos desconocidos habían intentado días antes una agresión gratuita contra Gonzalo González, que se tomaba allí el último café de la noche. Nadie entendía qué motivos podían tener contra el hombre más pacífico del mundo, salvo que lo hubieran confundido conmigo por nuestros modos y modas caribes y las dos de su seudónimo: Gog. De todas maneras, la seguridad del periódico me advirtió que no saliera solo de noche en una ciudad cada vez más peligrosa. Para mí, por el contrario, era tan confiable que me iba caminando hasta mi apartamento cuando terminaba mi horario.
Una madrugada de aquellos días intensos sentí que me había llegado la hora con la granizada de vidrios de un ladrillo lanzado desde la calle contra la ventana de mi dormitorio. Era Alejandro Obregón, que había perdido las llaves del suyo y no encontró amigos despiertos ni lugar en ningún hotel. Cansado de buscar dónde dormir, y de tocar el timbre averiado, resolvió su noche con un ladrillo de la construcción vecina. Apenas si me saludó para no acabar de despertarme cuando le abrí la puerta, y se tiró bocarriba a dormir en el suelo físico hasta el mediodía.
La rebatiña para comprar el periódico en la puerta de El Espectador antes de que saliera a la calle era cada vez mayor. Los empleados del centro comercial se demoraban para comprarlo y leer el capítulo en el autobús. Pienso que el interés de los lectores empezó por motivos humanitarios, siguió por razones literarias y al final por consideraciones políticas, pero sostenido siempre por la tensión interna del relato.
Velasco me contó episodios que sospeché inventados por él, y encontró significados simbólicos o sentimentales, como el de la primera gaviota que no se quería ir. El de los aviones, contado por él, era de una belleza cinematográfica. Un amigo navegante me preguntó cómo era que yo conocía tan bien el mar, y le contesté que no había hecho sino copiar al pie de la letra las observaciones de Velasco. A partir de un cierto punto ya no tuve nada que agregar.
El comando de la marina no estaba del mismo humor. Poco antes del final de la serie dirigió al periódico una carta de protesta por haber juzgado con criterio mediterráneo y en forma poco elegante una tragedia que podía suceder dondequiera que operaran unidades navales. «A pesar del luto y el dolor que embargan a siete respetables hogares colombianos y a todos los hombres de la Armada —decía la carta— no se tuvo inconveniente alguno en llegar al folletín de cronistas neófitos en la materia, plagado de palabras y conceptos antitécnicos e ilógicos, puestos en boca del afortunado y meritorio marinero que valerosamente salvó su vida.»
Por tal motivo, la Armada solicitó la intervención de la Oficina de Información y Prensa de la Presidencia de la República a fin de que aprobara —con la ayuda de un oficial naval— las publicaciones que sobre el incidente se hicieran en el futuro. Por fortuna, cuando llegó la carta estábamos en el capítulo penúltimo, y pudimos hacernos los desentendidos hasta la semana siguiente.
Previendo la publicación final del texto completo, le habíamos pedido al náufrago que nos ayudara con la lista y las direcciones de otros compañeros suyos que tenían cámaras fotográficas, y éstos nos mandaron una colección de fotos tomadas durante el viaje. Había de todo, pero la mayoría eran de grupos en cubierta, y al fondo se veían las cajas de artículos domésticos — refrigeradores, estufas, lavadoras— con sus marcas de fábrica destacadas.
Ese golpe de suerte nos bastó para desmentir los desmentidos oficiales. La reacción del gobierno fue inmediata y terminante, y el suplemento rebasó todos los precedentes y pronósticos de circulación. Pero Guillermo Cano y José Salgar, invencibles, sólo tenían una pregunta:
—¿Y ahora qué carajo vamos a hacer?
En aquel momento, mareados por la gloria, no teníamos respuesta. Todos los temas nos parecían banales. Quince años después de publicado el relato en El Espectador, la editorial Tusquets de Barcelona lo publicó en un libro de pastas doradas, que se vendió como si fuera para comer.
Inspirado en un sentimiento de justicia y en mi admiración por el marino heroico, escribí al final del prólogo: «Hay libros que no son de quien los escribe sino de quien los sufre, y éste es uno de ellos. Los derechos de autor, en consecuencia, serán para quien los merece: el compatriota anónimo que debió padecer diez días sin comer ni beber en una balsa para que este libro fuera posible».
No fue una frase vana, pues los derechos del libro fueron pagados íntegros a Luis Alejandro Velasco por la editorial Tusquets, por instrucciones mías, durante catorce años. Hasta que el abogado Guillermo Zea Fernández, de Bogotá, lo convenció de que los derechos le pertenecían a él [por ley], a sabiendas de que no eran suyos, sino por una decisión mía en homenaje a su heroísmo, su talento de narrador y su amistad.
La demanda contra mí fue presentada en el Juzgado 22 Civil del Circuito de Bogotá. Mi abogado y amigo Alfonso Gómez Méndez dio entonces a la editorial Tusquets la orden de suprimir el párrafo final del prólogo «en las ediciones sucesivas y no pagar a José Alejandro Velasco ni un céntimo más de los derechos hasta que la justicia decidiera. Así se hizo. Al cabo de un largo debate que incluyó pruebas documentales, testimoniales y técnicas, el juzgado decidió que el único autor de la obra era yo, y no accedió a las peticiones que el abogado de Velasco había pretendido.
Por consiguiente, los pagos que se le hicieron hasta entonces por disposición mía no habían tenido como fundamento el reconocimiento del marino como coautor, sino la decisión voluntaria y libre de quien lo escribió. Los derechos de autor, también por disposición mía, fueron donados desde entonces a una fundación docente.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debolsillo.