Cuando los aguacates hablan
La escuela Nuestra Señora de Nazareth en Boyacá, con 17 estudiantes, ha implementado una huerta colectiva como parte de su proceso educativo, integrando el cultivo y la cosecha de alimentos locales. Su metodología incluye un diario de reflexiones artísticas y literarias.
Diana Camila Eslava
“Ahora sí les vamos a mostrar el show de los Compacates”, nos dijo Claudia Espitia, maestra de la escuela rural Nuestra Señora de Nazareth, un pequeño centro educativo compuesto por 17 niños y niñas, donde el aprendizaje es distinto a cualquier clase tradicional. Junto a su profesora, los estudiantes cultivan y cosechan frutos en una huerta colectiva que forma parte integral de su rutina diaria.
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“Ahora sí les vamos a mostrar el show de los Compacates”, nos dijo Claudia Espitia, maestra de la escuela rural Nuestra Señora de Nazareth, un pequeño centro educativo compuesto por 17 niños y niñas, donde el aprendizaje es distinto a cualquier clase tradicional. Junto a su profesora, los estudiantes cultivan y cosechan frutos en una huerta colectiva que forma parte integral de su rutina diaria.
—Buenos días, compadre Papelillo.
—¡Buenos días, compadre Hass! ¿Cómo está?
—Bien, compadre. ¿Me puede hacer un favor?
—¿Cuál sería?
—Que me preste las totumas para los obreros.
—Bueno, sí señor, pero me las cuida. ¡Ahí se las mando con los ahijados!
Ahora imaginen la escena: dos aguacates cobran vida en las voces de dos niños. En medio de un jardín de frutos y flores, un aguacate Hass y un aguacate Papelillo se saludan desde los árboles. Un diálogo que cualquier habitante de esta región campesina reconoce; una historia que celebra su identidad y tradiciones.
Los estudiantes llegan desde Chinavita, Pachavita y demás veredas vecinas a la escuela. Algunos se desplazan caminando, otros en bicicleta y otros en algún carro que los acerca. Todos comparten el mismo salón: cuatro alumnos están en preescolar, cuatro en primero, uno en segundo, tres en tercero, dos en cuarto y tres en quinto. La profesora Claudia se encarga de todos los cursos y del seguimiento de cada uno de los niños.
“En la huerta hemos sembrado cultivos de fríjol, maíz, cubios y nabos. Con estas cosechas preparamos mazamorra, pan de maíz, envueltos y otros platos típicos, como el cocido boyacense. A través de este proceso, los niños han aprendido a reconocer los alimentos locales y el trabajo que implica traer comida a la mesa”, contó la docente para El Espectador.
En la huerta también cultivan guayaba, y con la cosecha han aprendido a hacer jalea. En este espacio igual aprenden a cuidar el suelo. Ya han descubierto cómo enfrentar las plagas con ceniza y han aprendido a reconocer la vida que habita entre las plantas. Los insectos, que antes consideraban simples amenazas, ahora son parte del ecosistema que protegen, porque aprendieron que cada criatura cumple un papel en el planeta. Un proyecto clave en el que concentran sus esfuerzos se llama “Los animalitos de la huerta”, donde los estudiantes se han instruido sobre los ciclos de las ranas, los escorpiones y otros seres que habitan su entorno.
La búsqueda de una educación que trascendiera las limitaciones de la institucionalidad llevó a un grupo de educadores a explorar lo que ellos llamaron “una comprensión más sensible y afectiva de la vida desde el trabajo con la naturaleza” en distintos colegios de Boyacá.
El primer concurso departamental de “Huertas biopoéticas, escolares y comunitarias” se desarrolló a lo largo de este año como parte de una propuesta organizada por la Fundación Grupo Liebre Lunar, con el apoyo del Ministerio de las Culturas, la Gobernación de Boyacá y otras instituciones aliadas.
Cada escuela debía presentar propuestas que incluyeran el diseño de huertas y actividades didácticas que tuvieran que ver con nutrición y sostenibilidad, y proyectos de aprendizaje que involucraran a los estudiantes en un proceso participativo.
El jurado, conformado por Clarisa Ruiz, María Sol Caycedo y Javier Gil, miembros de la Fundación Liebre Lunar, evaluó las 44 propuestas presentadas al concurso, provenientes de 12 provincias, 34 veredas y municipios del departamento. En la vereda Zanja Abajo, en el municipio de Chinavita, provincia de Neira, la escuela de Claudia Espitia y sus 17 estudiantes de Nuestra Señora de Nazareth fue galardonada con el primer lugar en esta convocatoria.
La metodología de la escuela se enfoca en integrar la huerta escolar en su trabajo académico, convirtiéndola en el eje central de su aprendizaje. Además, los estudiantes cuentan con un espacio llamado “Cuaderno viajero”, un diario donde reflexionan sobre las lecciones aprendidas en su huerta a través de cantos, coplas y diversos ejercicios literarios y artísticos.
“Nosotros teníamos una preocupación desde hace tiempo: no limitar la comprensión del mundo sensible, afectivo e imaginativo a las lógicas institucionales del arte, sino expandirlo hacia la vida misma para verla de una manera más extensa. El proyecto de las huertas “biopoéticas” busca estimular una relación más sensible y afectiva con el entorno. A partir de esta experiencia se abre una mirada más amplia sobre la relación con la tierra, algo que tiene una conexión profunda con la tradición indígena”, reflexionó el docente y miembro fundador de la Fundación Grupo Liebre Lunar, Javier Gil.
La pedagoga musical María Sol Caycedo explicó la importancia de este enfoque: “Todo lo que tiene que ver con la seguridad alimentaria y el cuidado de la tierra de una forma orgánica es fundamental. Además, la huerta no solo cumple una función productiva, sino que genera encuentros entre las personas y los convites, donde suceden muchas iniciativas significativas”. Y es que la perciben como un entorno más orgánico en el que la poesía y la música son siempre permitidas.
“En Chinavita —concluyó Clarisa Ruiz— nos encontramos con unos niños alegres, vivos y llenos de energía. La huerta es casi una extensión del salón de clases: allí hacen muchas actividades. Estuvimos con ellos jugando y cantando entre los platanales. Los niños trepaban a los árboles, imaginándose que eran pájaros, y jugaban a comunicarse entre ellos. Además, han tenido invitados de resguardos indígenas muiscas, quienes les han enseñado rondas, canciones y rituales alrededor de los árboles”.
Según la Fundación Liebre Lunar, el concurso ha permitido poner de relieve tanto las necesidades como las potencialidades de las comunidades rurales. Para los gestores culturales, la fusión de saberes técnicos, científicos, poéticos y tradicionales enriquece la educación ambiental y fomenta un compromiso auténtico con la comunidad. Una perspectiva que “invita a reimaginar el papel de la huerta como un lugar donde la educación trasciende lo académico y se convierte en un tejido vivo que conecta a las personas con su entorno y sus tradiciones”.