“Algunos son más iguales que otros”
La idea de igualdad ha sido esencial para la transformación del bien y el mal desde los tiempos de la Independencia de los Estados Unidos de América, en 1776, y de la Revolución Francesa, 1789, cuyo lema era, precisamente, “Libertad, igualdad, fraternidad”. A propósito del concepto, el historiador y escritor británico Phillip Guedalla acuñó la famosa frase del título de este texto.
Fernando Araújo Vélez
El bien y el mal, las preocupaciones morales, y, por lo tanto, las discusiones morales y las luchas por una especie de igualdad moral, han surgido históricamente allí en donde ha habido ciertas condiciones de estabilidad en lo político y en lo económico, o viceversa. En general, algunos de los revolucionarios más reconocidos e influyentes de la historia nacieron, crecieron, se educaron y forjaron sus pensamientos e ideales en ambientes relativamente cómodos, con unos cuantos libros al alcance de sus manos, un colegio a la vuelta de la casa, tres comidas al día y muchas y variadas opciones de amistad y de conversación. Se nutrieron de la moral de un muy pequeño círculo social, y con ella se fueron formando
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El bien y el mal, las preocupaciones morales, y, por lo tanto, las discusiones morales y las luchas por una especie de igualdad moral, han surgido históricamente allí en donde ha habido ciertas condiciones de estabilidad en lo político y en lo económico, o viceversa. En general, algunos de los revolucionarios más reconocidos e influyentes de la historia nacieron, crecieron, se educaron y forjaron sus pensamientos e ideales en ambientes relativamente cómodos, con unos cuantos libros al alcance de sus manos, un colegio a la vuelta de la casa, tres comidas al día y muchas y variadas opciones de amistad y de conversación. Se nutrieron de la moral de un muy pequeño círculo social, y con ella se fueron formando
Maximiliano Robespierre, José de San Martín y Simón Bolívar, Karl Marx y Friedrich Engel, Lenin y Trotski, Fidel Castro y Ernesto Guevara, por citar sólo a unos cuantos de los personajes que con sus ideas, sus hechos, su obra, fuera esta la que fuera, se criaron en familias de clase media hacia arriba, jamás tuvieron que preocuparse por pagar una cuenta, y mucho menos, por no tener nada que comer ni dónde dormir. Fueron transformadores, revolucionarios, porque tuvieron el tiempo y las condiciones para serlo. No obstante, unos más, unos menos, cuando llegaron al poder, casi todos por la vía de las armas, instauraron una especie de decálogo contra las altas clases. Paradojas de la vida y de la historia, sin esas clases ellos nunca hubieran llegado ser quienes fueron.
Como escribió Hanno Sauer en su libro La invención del bien y del mal, “Las personas más ricas de los países más desarrollados están más satisfechas, gozan de mejor salud, declaran tener una calidad de vida mayor y cuentan con mejores oportunidades vitales”. Sin embargo, como el mismo Sauer y decenas de pensadores lo han dicho a través de los siglos y los milenios, siempre ha habido y habrá excepciones. La condición humana ha dado para todo. Según Sauer, “Ebenezer Scrooge, el protagonista de Cuento de Navidad, de Charles Dickens, es rico, pero avaricioso y gruñón; mientras que Tiny Tim es pobre y enfermizo, pero siempre está alegre y de buen humor. Aún así, el dinero -en general- sí que hace feliz”.
Algunas líneas más adelante, Sauer concluía que “El aumento del bienestar en los países desarrollados provoca dos tipos de progreso moral. Por una parte, ya es progreso que la gente viva mejor. No hace falta ser un utilitarista para admitir que es preferible un mundo con más alegría y salud a uno con más sufrimiento y enfermedad”. Explicaba luego que la riqueza fomentaba una mayor sensibilidad hacia el fenómeno de la pobreza, y aclaraba que en una gran comunidad en la que la norma fuera ese estado de cosas, o de no cosas, no podría haber una conciencia sobre la pobreza. Partía de la idea de que tomar conciencia sobre las situaciones ya era un paso hacia adelante para solucionar un problema.
Consideraba que para que esa toma de conciencia pudiera darse, y a continuación, existiera una acción que intentara solucionar el problema, o parte de él, era fundamental que los transformadores tuvieran cierto nivel económico y social, por lo material, por la cultura, y por la moral. “En las sociedades modernas, millones de personas llevan a cabo investigaciones científicas sobre el problema de la pobreza e intentan minimizarla con iniciativas tecnológicas, políticas o filantrópicas. Como resultado, la cantidad de personas que viven en la llamada pobreza absoluta -cuando una persona tiene que subsistir con dos dólares al día- se ha reducido en las últimas décadas del 90 a menos del 10 por ciento (según los estándares actuales)”.
Más allá de las cifras, y de la manera de producirlas y leerlas, Sauer también trataba el tema de los detractores de lo material, que se han manifestado en contra de las riquezas con el argumento de que donde ha habido riqueza han proliferado los problemas psicológicos de todo tipo, pues el ser humano siempre ha necesitado de una razón esencial para levantarse de la cama, y esa razón esencial ha ido más allá de lo económico. Una y cientos de veces han afirmado que cuando el problema del dinero se ha solucionado, en la gran mayoría de los casos se han borrado todos los demás problemas que han hecho vivible la vida. El ser humano, por lo tanto, ha perdido un motivo para vivir, un propósito.
Desde el otro lado de esta corriente, Sauer afirmaba que había una enorme diferencia entre los diagnósticos de depresión que se daban día tras día, y los casos reales. Recordaba, también, que las enfermedades mentales, los trastornos psicológicos, habían sido estigmatizados casi hasta finales del siglo XX, y que si este estado de cosas había cambiado, había sido porque personajes con recursos se habían dedicado a estudiar el fenómeno. “La vida siempre ha sido dura, difícil y triste; sin embargo, a diferencia de épocas anteriores en las que los problemas mentales eran en el mejor de los casos menospreciados y muy a menudo silenciados o estigmatizados como una mancha personal, en el siglo XX se genera una sensibilidad cada vez mayor hacia la fragilidad del alma humana”.
Esa sensibilidad hacia la fragilidad del alma humana, y en general, hacia los frágiles de este mundo, por no decir los ignorados e históricamente apartados, se fue expandiendo poco a poco, protesta tras protesta, diálogo tras diálogo y ley tras ley. La Constitución de Weimer abolía ya, en 1919, la nobleza, e igualaba los derechos de hombres y mujeres, y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, promulgada en el 48, determinaba que todos los seres humanos eran dignos de un tratamiento justo, y que este era inviolable. Los Derechos del Hombre, idea esencial de la Revolución Francesa de 1879, fueron cambiando los comportamientos de las sociedades, las constituciones de las naciones, y en una síntesis principal, la moral.
En el fondo de cada una de esas transformaciones legales y políticas, yacía el tema de la igualdad. Sin embargo, como lo dejó en claro Jacques Barzum en su libro Del amanecer a la decadencia, “Tan difícil es definir la igualdad y precisar sus términos que en las dictaduras donde se proclama y se aplica en decenas de formas, los imperativos del gobierno y de la vida diaria reintroducen las diferencias; como observó Phillip Guedalla en el comienzo del régimen soviético, ‘algunos son más iguales que otros’. Stalin era más “igual” que Trotsky, a quien persiguió por los más lejanos confines del mundo y a quien mandó a asesinar, y mucho más “igual” que los miles de “ajusticiados” en sus goulags por algo más de 30 años.
En nombre de la igualdad, la humanidad ha desatado un innumerable número de guerras, con sus respectivas consecuencias, y bajo las banderas de la igualdad, decenas de líderes se han perpetuado en el poder de sus estados o naciones, luego de haber convencido a sus súbditos de que solo ellos podían solucionar las eternas e injustas diferencias de clase, de color, de tratamiento y de dinero que arrastraban por culpa directa de los “poderosos”. Desde finales del siglo XVIII, la igualdad, con todos sus infinitos matices, ha sido una de las armas predilectas del “Homo-odium”, que no ha perdido oportunidad para intentar destruir las riquezas y las aristocracias que precisamente hicieron posibles algunas de las ideas de “igualdad”.