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Los ensayos que aparecen en este volumen pertenecen al campo de la historia política, esto es, al terreno de las luchas por el poder en un período de la historia nacional. En las sociedades modernas, el poder se concentra en el Estado, en la institución que monopoliza, o pretende monopolizar, la dominación de un pueblo organizado como nación. Aunque definir el Estado es tarea delicada, sus variadas facetas lo hacen ambiguo y francamente esquivo, se lo debe diferenciar de la idea de gobierno, del ejercicio de la autoridad. (Recomendamos: siga las últimas decisiones sobre la reforma tributaria).
Hay gobiernos que carecen de Estado (el de las comunidades primitivas), pero todos los Estados se ven tutelados por un gobierno, por un grupo de individuos a quienes se ha confiado la ejecución de las funciones del Estado. Los gobiernos cambian, sus representantes entran y salen, pero el Estado permanece como el asiento estable de la supremacía. Los gobiernos lo ponen en movimiento y lo orientan en una u otra dirección siguiendo sus premisas ideológicas y el curso de las fuerzas políticas del momento. Pero el Estado también cambia, bien sea mediante plebiscitos y reformas constitucionales o a través de revoluciones que ponen en cuestión el orden establecido.
Para efectos de orientar a los lectores interesados en la historia política, el Estado se puede definir como el conjunto de instituciones públicas que controlan la población de un territorio de manera autónoma y soberana. Es el establecimiento encargado de mantener el orden y de conferir seguridad a sus miembros frente a una eventual agresión extranjera o ante a una convulsión interna. Ejerce el control de la vida social y salvaguarda los derechos y deberes de los asociados. (Más: entrevista con Álvaro Tirado Mejía sobre su libro de memorias).
En los Estados modernos, los de nuestros días, aquellos que surgieron de la Revolución Francesa, su marcha está conformada por la operación conjunta de tres poderes estrechamente relacionados: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Su realización exige la presencia de un parlamento, de un presidente o primer ministro y de unas cortes que atiendan las oscilaciones de la justicia. La coerción se ejerce mediante leyes custodiadas por los tribunales con la ayuda de los organismos de seguridad: la policía, las oficinas de inteligencia y las Fuerzas Armadas. De allí que muchos analistas afirmen, siguiendo a Max Weber, que el Estado es la entidad que posee el uso legítimo de la violencia para asegurar, como última instancia, el cumplimiento de las normas estatuidas.
En este contexto, la política apunta al juego orientado a copar la esfera gubernamental, a la lucha por alcanzar y retener, por un tiempo, las instancias encargadas de administrar el Estado. Una vez en el poder, la política se traduce en habilidad y manejo del mando ante las fuerzas en contra. Tiene en sus manos los recursos materiales del Estado –los funcionarios, las fuerzas armadas y los ingresos provenientes de impuestos, ayudas internacionales o utilidades de las propiedades públicas– y, algo que desdeñan los analistas, de sus recursos espirituales (ideales), esto es, de la capacidad para promover leyes y de hacerse al prestigio de la entidad que encarna la autoridad en el conjunto de la nación. Todo ello hace que la política sea el arte, la pericia y destreza, de influir en las decisiones públicas.
¿Cómo se llega al poder? En las sociedades democráticas, como la colombiana, ante todo por elecciones, pero también por golpes de Estado y por alzamientos de grupos armados. Las elecciones son empresas complejas, que cuestan y agotan a sus promotores. Las alientan los partidos políticos, el nervio de las democracias modernas. Se los llama partidos porque parten las adhesiones de una comunidad, porque dividen la sociedad en fracciones que lucha por idearios distintos y contrapuestos.
Quien llega al gobierno nombra los funcionarios para dirigir las dependencias claves del Estado. Promueve leyes en el Congreso y tiene a su haber un presidente que las ejecuta y unos jueces que juzgan los delitos y los pleitos entre los particulares y entre estos y el Estado mismo. Con frecuencia hay disensiones entre estos poderes, pero es más fácil salvarlas cuando se está en el gobierno que cuando se está por fuera de él. No hay que descartar, sin embargo, que un Estado –como decía Montesquieu– es una sociedad que tiene leyes.
Los Estados difunden normas, pero también están sujetos a reglas que regulan su actuación. Estas últimas están consignadas en las cartas constitucionales, disposiciones que constriñen la voluntad desbocada de los gobiernos. En estos casos se los llama Estados de derecho, ordenamientos en los cuales los miembros de la sociedad, incluidos los que ocupan posiciones directivas, están sujetos, por igual, a códigos y procedimientos legales. Aquí los reguladores son asimismo objeto de regulación, y autoridad que rebasa el código penal y también conoce la penitenciaría.
Los historiadores dan vida a esta arquitectura formal del Estado. Exploran su énfasis centralista o federativo, su carácter autoritario o abierto y participativo. Refieren el origen de los partidos, su actividad, sus líderes y el origen social de sus integrantes sin dejar de lado los intereses materiales y espirituales que están detrás de sus demandas. Examinan las ideologías y el grado de aceptación que alcanzan en la opinión pública. Se vuelcan sobre el sistema jurídico –los códigos, los reglamentos y las cartas constitucionales– y exploran su capacidad de coartar la conducta de individuos, grupos y corporaciones.
Saben que el Estado está inmerso en una red de normas que legitiman su mandato y orientan sus programas, y que aquellos que las subviertan entran en manifiestos aprietos con el conjunto de la organización social. No descuidan las revoluciones, los alzamientos y las guerras civiles o los enfrentamientos con otros Estados. Los historiadores saben, por lo demás, que a menudo es más fácil llegar al poder que retenerlo. Conservarlo es labor de acuerdos, alianzas y apoyos, recursos nada fáciles de adquirir cuando una administración pasa por profundas crisis.
Los anales políticos están llenos de profetas desarmados. Esto y más aparece en las páginas del presente libro de Álvaro Tirado Mejía. El volumen cubre el siglo XIX y buena parte del XX. Comienza delimitando el territorio y la población que intentaba regir el Estado colombiano nacido de las jornadas de Independencia. Registra la caída de la legislación colonial y el surgimiento de un derecho acorde con la nueva situación. Tirado es abogado y sabe que el derecho es hijo de la sociedad que orienta, pero jamás olvida que una vez que el derecho establece sus reales se vuelca sobre su progenitora con aires de independencia y de autonomía reguladoras. Estudia el surgimiento de los partidos políticos.
Muestra cómo la historia del país es también la historia de un persistente bipartidismo que sólo comenzó a resquebrajarse bien avanzada la segunda mitad del siglo XX. Mientras que los conservadores se presentaban como un partido sosegado, práctico, amante de la tradición, de la religión y nada dispuesto al entusiasmo transformador, los liberales se afanaban por el cambio en los terrenos de la economía, el derecho, la educación y la organización social. Promovieron la abolición de la esclavitud, la separación de la Iglesia y el Estado, el establecimiento de una educación laica y el libre albedrío en asuntos de religión, sin descuidar la libertad de imprenta y la liberación del comercio y la industria.
Los alzamientos, la violencia y las guerras civiles están muy presentes en la exposición de Tirado. En medio de ello subraya las limitaciones de la participación política, terreno que le sirve para examinar las bases sociales y económicas de la política. Las mujeres estaban excluidas de las jornadas electorales, lo mismo que los analfabetas y los carentes de propiedad. Esto dejaba por fuera, en el siglo XIX , a esclavos y a camadas enteras de indígenas y mestizos.
En una población donde cerca del 90 % de la población adulta no sabía leer y escribir, los que elegían y podían ser elegidos eran un grupo muy reducido. La sustracción de la mujer de los asuntos políticos se afincaba en creencias bien arraigadas. Un intelectual muy atendido de finales del siglo XIX, Carlos Martínez Silva, se preguntó en su curso de Derecho Público dictado en la Universidad Nacional en 1889: ¿Por qué las mujeres no deben participar en política? A lo cual contestó sin rodeos: a las mujeres no se les debe permitir intervenir directamente en los puestos públicos porque son personas destinadas al hogar y a los oficios domésticos. Y todo ello porque la mujer en el hogar, como madre, hija o esposa, está llamada a desempeñar muchos deberes que son incompatibles con las funciones electorales, políticas y administrativas. En las mujeres, sobre la razón, prevalece el sentimiento, y no hay cosa menos a propósito que éste para gobernar. Si tal sistema de gobierno femenino se aceptase, se da, en primer lugar, un golpe de muerte a la familia. En segundo lugar, el gobierno es la fuerza, y ésta es incompatible con el sexo femenino. Además, se alteraría el orden natural de la sociedad, pues los hombres son los que están, por la naturaleza, destinados a las funciones políticas y no a los oficios domésticos.
La sociedad colombiana del siglo XX anunció escenarios muy distintos a los del XIX . La Colombia del XIX fue ante todo una sociedad rural, dispersa, aislada y pobre. Cuando esta centuria finalizaba, el país apenas superaba los tres millones de habitantes. Pero el siglo XX fue otra cosa. Conoció la expansión de las ciudades, la industria, la educación y el surgimiento de nuevas clases.
Desaparecieron las guerras civiles y en su lugar brotaron motines urbanos y revueltas rurales con demandas apenas conocidas en el pasado. Buscaban un puesto en el juego político para cristalizar sus demandas. Aparecieron los “movimientos de masas”, los sindicatos, los paros, las huelgas y los partidos de clase que, si bien no ponían en cuestión el orden, sí representaban intereses de sectores en ciernes por fuera de los partidos tradicionales. Muchos de ellos eran críticos acerados del Estado en manos de grupos restringidos calificados de oligarquías.
El partido liberal –señala Tirado– alcanzó en un momento a captar buena parte de estos malestares asimilándolos a sus estrategias electorales, pero era claro que con el paso de los años se hacia más difícil identificarse con sus reclamos. Los liberales eran gobierno o una opción de gobierno, no agrupación anti statu quo.
El libro de Tirado, Una historia política de Colombia, conformado por dos ensayos de síntesis, registra el desenvolvimiento del Estado nacional a lo largo de siglo y medio de luchas, tensiones y conflictos. Los trabajos son muy afines y se nutren mutuamente. Examinan problemas similares y los temas que apenas se insinúan en uno de ellos, alcanzan un mayor tratamiento en el otro.
El lenguaje de Tirado es claro, fluido y abierto. Evita la jerga, los conceptos alados carentes de contenido preciso tan corriente en la ciencia política de la hora. Va tras el dato y su significado, y su exposición es ajena a la elocuencia y al elogio desbocado de líderes y partidos. Lo asiste un tono crítico y un afán de comprender procesos complejos. El lector se siente seguro a medida que avanza en sus páginas, y si bien puede no estar de acuerdo con algunas de sus apreciaciones, sabe con seguridad lo que pensaba el autor al respecto.
Estos ensayos subrayan de nuevo la importancia de la historia política, el campo más dinámico de la ciencia de Ranke. Se sabe que la política es ante todo acción, afirmación y contienda en torno al manejo del Estado. En él reside el poder, esa dimensión de los litigios humanos que alude a la capacidad de imponer nuestra propia voluntad a los demás a pesar de su eventual resistencia, dimensión que en el plano político se traduce en dominación cuando se busca regularizar la obediencia en un reino, en un territorio que se afirma como nación.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debate. Gonzalo Cataño es investigador y profesor de la Universidad Externado de Colombia. Sociológo de la Universidad Nacional de Colombia y magíster en Sociología de la Educación en la Universidad de Stanford. Posteriormente se doctoró en Sociología Jurídica en la Universidad Externado de Colombia.