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La obra de títeres más reciente para adultos y adúlteros, creada por el grupo La Libélula Dorada, es un guiño de ojo abierto con presencia sobre el escenario o teatrino grande de Alfred Jarry y el Doctor Freud, más cuarenta y seis años de espíritus lúdicos. Patafísica pura y puro teatro de exposición y de anticipación con muñecos de carne y hueso, y muñecos de pasta más algunas imágenes en movimiento. Allí, en aquel universo abigarrado, no se sabe quién es quién y quién es cuál. Personalmente creo que todos son y viven en la contradictoria región de un mundo en el que la poesía, por fin, reactiva la imaginación pérdida.
Los lúdicos no son simples jugadores complacientes, menos los adoradores de las ideas petrificadas. Huyen, aterrados, más no por cobardía, del cortoplacismo, ideología dominante del teatro de hoy, que se refunde en una racionalidad insoportable y mira al hombre de soslayo, nunca lo enfrenta, para inhibirlo y limitarlo.
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Por ello se juegan un albur cómico- satírico a la nariz del Doctor Freud, amante de sí mismo, inhalador de cocaína y enamorado de Martha, a quien seguramente ama con platónica y frustrada inseguridad. Con este puro cuento, los hermanos Álvarez se juegan sus propias cartas anárquicas y de vitalismo teatral para seguir en la brega de destruir el manido lenguaje de superficie y rescatar, desde el absurdo, la vida con ánimo de ofrecernos, gentilmente, un pase a otro mundo en el que nubes y pájaros nos revelen que la gracia sigue siendo una forma de existencia.
El doctor Freud es un enfermo que no tiene remedio, quizá un enfermo imaginario. Al quedar despojado de su más reconocido sentido, olfato, se condena al suplicio. Merecería, sin duda, unas sesiones de diván consigo mismo y decantar su frágil inseguridad en una conversación seria con su padre, la madre en amante actitud, y Edipo, el analista ciego, en función de secretario permanente presto a anotar y escribir las notas científicas.
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A los 46 años, cumplidos, La Libélula Dorada bate sus alas y da vueltas y vueltas, con un pincel de colores en la mano y una vivacidad que sorprende. Desde extrañas islas, cielos azules y el olvidado rincón de la fantasía, manifiestan los personajes de la obra que la Anarquía tocó a la puerta del Doctor Freud y buscó nuevos rumbos y aspira a recuperar su conciencia, su libertad: ¿Acaso somos dueños exclusivos de nuestros sentidos y podemos hacer con ellos lo que no dé la gana? Demos margen para la expresión, ellos también tienen su corazón, sus razones ocultas y sus pasiones. O, en muchos casos, esperan, algún día, huir de la cárcel cotidiana construida en la óptica de un horizonte repetido: nuestra confortable rutina: ¿Quién no merece el derecho a un psicoanálisis? El doctor Freud, llorando su desgraciada, puede aceptar de nosotros, los espectadores, una ayudita, un consejo, una llamada en teléfono pasado de moda, una palabra cariñosa o quizá una lección de neopsicoanálisis.
La desmesura, propia de la tragedia antigua, unida a la sátira, propia de la comedia, despliega, otra vez sus alas, en esta pieza, para juntarse en beneficio del lenguaje: una verdadera elección creativa y bastante reveladora: destruir falsas sombras y aquí, creo, Artaud, saca su cabezota adolorida detrás de bambalinas para gritar: el teatro debe congregar, desde la diversidad de los lenguajes el espectáculo, trágico y cómico de la vida. Disculpen al señor Aristóteles, en este caso, no tiene razón.
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Salgo del teatro con un cosquilleo extraño en mi nariz. Es tarde en la noche, camino por la ciudad de las sombras, con cierta inquietud, miro hacia atrás, no es miedo, creo, es mi sentimiento, una nariz me persigue: ¿No será la nariz ansiosa del Doctor Freud? Y tengo la sensación que Marta, con su pelo revuelto y su gracia deliciosa, camina con una gran sonrisa a mi lado: ¿Seremos acaso marionetas de nuestro Inconsciente?