La individualidad que dio lugar a las confesiones y a la revolución del amor (XII)
Entrega XII del especial De Urufa a Europa: el crecimiento de los poblados y ciudades, las migraciones y las distintas posturas de cada pueblo, los debates, el cambio en las herencias de la tierra, el descubrimiento de los clásicos griegos y sus obras, forjaron a partir del segundo milenio de nuestra era a una nueva sociedad en las tierras de la actual Europa. Comenzó a surgir una toma de conciencia sobre la individualidad.
Fernando Araújo Vélez
Y entonces, entre los años mil y mil doscientos de nuestra era, dirían los estudiosos basados en cartas y en libros, e incluso en pinturas y en las voces que se multiplicaban, Europa dejó de ser aquella “Urufa” repleta de gente sin sentido del humor, muy grande y muy ignorante. Cambió. Se formó. La gente que la poblaba dejó de pensar y de actuar como una enorme suma de congregaciones, y empezó comprender que cada quien vivía y valía por su cuenta, que los pecados de los otros no eran sus mismos pecados, que sus palabras no eran las suyas, y muchos menos, que sus actos eran sus propios actos. Cada uno se salvaría según su comportamiento. Jerusalén no bajaría del cielo para transformarse en el paraíso terrenal, como lo habían creído durante más de ocho siglos, sino que cada cristiano llegaría a Jerusalén en el cielo, y esto, si se lo merecía.
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Y entonces, entre los años mil y mil doscientos de nuestra era, dirían los estudiosos basados en cartas y en libros, e incluso en pinturas y en las voces que se multiplicaban, Europa dejó de ser aquella “Urufa” repleta de gente sin sentido del humor, muy grande y muy ignorante. Cambió. Se formó. La gente que la poblaba dejó de pensar y de actuar como una enorme suma de congregaciones, y empezó comprender que cada quien vivía y valía por su cuenta, que los pecados de los otros no eran sus mismos pecados, que sus palabras no eran las suyas, y muchos menos, que sus actos eran sus propios actos. Cada uno se salvaría según su comportamiento. Jerusalén no bajaría del cielo para transformarse en el paraíso terrenal, como lo habían creído durante más de ocho siglos, sino que cada cristiano llegaría a Jerusalén en el cielo, y esto, si se lo merecía.
Las ciudades crecieron, y con su crecimiento, por él, los europeos tuvieron cada vez más y mejores relaciones. Hablaban, cruzaban ideas, debatían, se peleaban también, pero en el fondo, iban sabiendo que ninguno era igual al otro. Como lo afirmó Peter Watson en su libro “Ideas”, “En algún momento entre los años 1050 y 1200 tuvo lugar en Europa un cambio psicológico básico con el surgimiento de cierta forma de individualidad”. Aquella rústica idea de la individualidad, aquel vago concepto que ni siquiera tenía nombre, forjó la mentalidad occidental. La diversidad de la gente de los poblados y las ciudades la llevó a desarrollar oficios y profesiones que poco o nada tenían que ver con la Iglesia, como había ocurrido durante los últimos siglos. Surgieron los abogados y los dependientes, los tenderos, los maestros, y entre ellos, uno que otro personaje dedicado a la ciencia, la filosofía, el arte y la literatura.
De aquella mezcla de oficios, ideas y palabras, nacieron las primeras semillas del método, de las mediciones, de las nociones que ligaban a la Naturaleza y la razón con Dios. Con aquellos incipientes cambios se dieron otros, como la propiedad de la tierra, que pasó en cada familia casi que exclusivamente a manos de los primogénitos, dejando a los desheredados en absoluta libertad de viajar y de buscar fortuna por sí mismos, y la concepción descubierta a partir del rescate de los autores de la antigua Grecia de que era posible vivir con plenitud por fuera de las doctrinas de la Iglesia. “Esta sociedad -escribió Watson- desarrolló el gusto por la literatura heroica (hijos jóvenes en busca de su destino) y en este contexto surgieron las ideas de la caballería y el amor cortés. Súbitamente, las emociones íntimas pasaron a ocupar el centro del escenario”.
Un nuevo concepto del amor empezaba a desperdigarse por Europa. Los jóvenes, y algunos no tan jóvenes, se sintieron atraídos por aquella novedad. Cambiaron a Dios por el vecino, y buscaron en éste la aprobación que antes habían esperado de aquél. Por el amor, comenzaron a cuidar sus apariencias, renovando sus vestidos, cuidándolos, y poco a poco se convencieron de que la felicidad dependía de su capacidad de conseguir el amor, un amor. Los hombres y las mujeres amaron a alguien por sus particularidades, y esas particularidades fueron definiendo las relaciones y a la vez, la época. Así como los atavíos, la presencia, la voz, las maneras de hablar y lo que se decía fueron transformándose y creando un montón de individuos, así también la forma de acercarse a Dios y obtener algún tipo de salvación fue modificada lenta pero incisivamente.
Según el historiador Richard Southern, una de las principales frases de aquellos primeros años del segundo milenio fue: “Conócete a ti mismo como camino hacia Dios”. Quienes sabían escribir, se atrevieron a contar sus vidas, sus historias. En las cartas, los remitentes se confesaban y dejaban al descubierto sus más profundos pensamientos. En el ámbito religioso también hubo transformaciones. Como lo escribió Watson, “Hasta la primera mitad del siglo XI, quienes pecaban eran perdonados delante de todos los fieles y, en el caso de delitos graves, se excluía a los infractores temporalmente de la comunidad”. Incluso, quienes tenían el poder de juzgar y condenar, castigaban a los soldados que hubieran matado a sus enemigos en los campos de batalla. Luego de Hastings, 1066, el ejército de Guillermo El Conquistador tuvo que afrontar diversas penas.
El soldado que hubiera matado a algún hombre, tenía que hacer penitencia durante un año por cada muerto en su haber. Por cada herido, la pena era de 40 días de penitencia, y si en los interrogatorios respondía que no tenia claro si había matado o herido a algún enemigo, era condenado a hacer penitencia una vez a la semana por el resto de su vida. Los jueces, como afirmó Watson, no tenían en cuenta los arrepentimientos o las motivaciones de los condenados, “y esto fue lo que cambió en el siglo XII”. Paulatinamente, empezó a darse “cierta conciencia de que la penitencia externa es menos importante que el arrepentimiento interno”. Aquella transvaloración llevó a las autoridades eclesiásticas a implantar las confesiones individuales. En el año 1215, en el Cuarto Cncilio de Letrán, determinaron que los miembros de la Iglesia, sin excepción, debían confesarse como mínimo una vez al año.
Aquella inversión de los valores atravesó a la sociedad, a la Iglesia, y como consecuencia, al arte. En sus pinturas, los autores comenzaron a mostrar personajes que revelaban sus más hondas sensaciones. Había en ellos veneración, duda, éxtasis, desesperación. Los escritores plasmaban sus desdichas y anhelos, y la palabra “anhelo” se multiplicó. Hubo literatura en primera persona, esencialmente porque el concepto de la individualidad empezaba a trastocarlo todo, y hubo tallas y talladores que dejaron a un costado las abstracciones y se atrevieron a particularizar a los santos y a los protagonistas de la historia sagrada, comenzando por Adán y Eva. En palabras de Collin Morris, estudioso de los cambios de la individualidad en la Edda Media, “La Eva grabada en Autun antes de mediados de siglo por el escultor Gislebert ha sido considerada la primera mujer seductora del arte occidental después de la caída de Roma”.
La seducción, el amor no correspondido, la fidelidad y la introspección generaron una revolución de las costumbres, y le dio al amor y a sus múltiples manifestaciones un lugar preponderante. “El siglo XI -dijo Watson- fue testigo de una explosión de literatura amorosa no menos lograda (y acaso superior) a la de los grandes poetas romanos. Más de un historiador ha sostenido que toda la poesía europea se deriva de la poesía amorosa de la baja Edad Media”. En ella, por ella también, los hombres mostraban una absoluta sumisión hacia la mujer, hasta el punto de que el amor no correspondido se convirtió casi que en un género literario. Era la mujer la que valoraba y decidía, la que elegía. El hombre apenas podía proponer, y como tantos y tantos eran rechazados, no les quedaba otra opción que “volverse sobre sí mismos y preguntarse por qué habían fracasado y en qué podían mejorar”.