La ingeniería afectiva del capitalismo y la salud mental
Es necesario repolitizar el tema de la salud mental, tratarlo integralmente, y no asumirlo meramente como un problema que se puede medicalizar, privatizar en la psique individual. Es uno de los pasos necesarios si queremos salir del atolladero en que nos metió el capital actual; es, también, recuperar la capacidad crítica de los contextos.
Damián Pachón Soto
“El capital es un parásito abstracto, un gigantesco vampiro, un hacedor de zombies; pero la carne muerta que convierte en trabajo muerto es la nuestra y los zombies que genera somos nosotros mismos” (Mark Fisher).
En el libro Hombres y engranajes el escritor argentino Ernesto Sábato, al referirse a la sociedad americana sostuvo: “En ese país no sólo se ha llegado a medir los colores y olores sino los sentimientos y emociones”. Seguidamente, y para sostener su punto, muestra cómo se clasifica entre 0 y 10 “el poder de atracción de los anuncios” publicitarios para vender mercancías. Así, la publicidad que moviliza el temor tiene un puntaje de 6,2 y la que opera sobre la atracción sexual, alcanza el 8,9. Estas mediciones realizadas ya en el siglo pasado constituyen una psicopolítica y una psicoeconomía. Es lo que el célebre filósofo británico Mark Fisher, quien se suicidó en el año 2017 después de sufrir largos periodos de depresión, llamó “la ingeniería afectiva del capitalismo” o el “régimen afectivo del capitalismo tardío”.
El capitalismo no es, entonces, un mero campo económico como ámbito de realidad, ni un conjunto de estructuras e instituciones económicas, ni un modo de producir, hacer circular, intercambiar o consumir bienes. No. Es eso y mucho más. Es un régimen afectivo que no reprime los instintos vitales o los afectos, sino que los moviliza, los modula, actúa sobre ellos, los direcciona, los aprovecha para su lógica productivista, lógica del crecimiento y aumento de la tasa de ganancia. Esta lectura novedosa del capitalismo ya había sido realizada desde el siglo pasado por autores como Jean Baudrillard cuando hablaba de economía libidinal, por la dupla Félix Guatarí y Gilles Deleuze, y en el presente por pensadoras como Sara Ahmed, Laura Quintana y el ya citado Mark Fischer.
Que el capitalismo sea un régimen afectivo, que moviliza y modula el deseo o los afectos en general, tiene una gran importancia. Pues implica la instalación de una determinada “disposición afectiva”- para usar la expresión de Heidegger en Ser y tiempo- que gobierna la subjetividad. Por lo demás, esa subjetividad es un campo de batalla en el actual neoliberalismo, es algo que se disputa, un campo que se conquista en la competencia mercantil, y en los intentos mismos de reproducir y perpetuar el orden social vigente. Esa conquista de la subjetividad, ese régimen afectivo del capitalismo y su arquitectura, normaliza el neoliberalismo. Lo instala como una forma de vida, un modo de ser que determina lo que es, lo que hay, se convierte en un a priori para actuar y estar en el mundo, es decir, se convierte en un mundo, en una totalidad de sentido dentro de la cual se da la vida humana, la existencia, condicionándolas, determinándolas. El historiador Enzo Traverso lo ha dicho claramente: “el capitalismo ha ganado porque logró modelar nuestra vida y nuestro habitus mental y consiguió imponerse como un modo de vida”.
El filósofo colombiano Christian Fajardo ha expresado bien esta idea, al mostrar, de la mano de Marx, cómo el capitalismo al ser un modo histórico, no necesario, y por lo tanto contingente, ha logrado mostrarse y presentarse como un mundo necesario, inevitable, absoluto; un mundo del cual no es posible escapar. Así lo expresa: “quiero decir que el capitalismo es una forma de producir mundo, cuya violencia primordial consiste en hacerlo aparecer – ante nuestra percepción y vida afectiva- como definitivo, ineludible y envolvente […] como si no fuese posible encontrar una alternativa distinta a él”. En mis palabras, el capitalismo como un fetiche, un nuevo dios, el dios de los dioses, la nueva teología de la sociedad, el absoluto incondicionado, no relativo, absoluto gobierno del mundo y de las formas de existir, el régimen afectivo que ha subsumido, incorporado, la vida misma, la corporalidad viviente, la subjetividad, el trabajo y la naturaleza. El no-afuera que todo lo engulle y devora. Lo que algún día construyó el ser humano en la experiencia histórica en los albores mismos de la modernidad, convertido en un super-amo. Así llegamos a ser, como decía Marx, esclavos de los productos de “nuestro propio cerebro”.
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Este estatus que adquiere el capitalismo es lo que Mark Fisher llama “realismo capitalista”. El concepto alude paródicamente a la expresión “socialismo realmente existente”, tal como se conocía a la experiencia soviética y a la de todos los países detrás de la cortina de hierro. Era el socialismo que existía verdaderamente más allá del socialismo utópico del siglo XIX o de la utopía misma de Marx, donde el socialismo era una etapa transitoria hacia una comunidad organizada racionalmente, que producía socialmente y autogestionada (común- ismo). Fisher posicionó así una expresión efectista que le permitía dar cuenta de ese mundo sin escape aparente en el cual habíamos arribado. Ese capitalismo era un mundo posfordista donde, en principio, parece no haber alternativa. Margaret Tatcher lo dijo: “No hay alternativa” mostrando así que no era posible salir del neoliberalismo que ella, Ronald Reagan y Pinochet inauguraban, con la legitimación teórica de los Von Hayek o Milton Friedman. Dice Fisher: “recordamos la frase atribuida a Fredric Jameson como a Slavoj Žižek: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. El latiguillo recoge con exactitud lo que entiendo por realismo capitalista: la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible, incluso, imaginarle una alternativa”. En este modelo económico parece no haber esperanza, pues opciones, futuros alternativos posibles, todo ha sido absorbido, desde los objetos culturales, el mismo Capital de Marx, la filantropía, la rebeldía de Nirvana, la solidaridad, hasta la crítica misma al sistema: “nada le va mejor a Mtv que una protesta contra Mtv”. El capitalismo real le da vuelta a todo y lo inocula, lo fagocita; reconvierte la negatividad en positividad, absorbe la oposición política, el papel crítico del arte, el carácter trascendente de la cultura, tal como ya lo anunciaba Herbert Marcuse en El hombre unidimensional. Se produce así una precorporación, algo donde la oposición ya está corporada y aniquilada en sus fines. Como otro mundo NO es posible, llegamos a la conclusión de que “no hay alternativa”, y nos sumimos en el conformismo, la resignación y la parálisis del pensamiento y de la acción. Se llega a la “impotencia reflexiva” que avala la dadidad del mundo. Así, el capitalismo nos desposee hasta de la esperanza.
Esta es la manera como el capitalismo construye su “régimen consentimental”, expresión feliz que pone de presente el consentimiento, el consenso afectivo, que los sujetos otorgan al capitalismo, es decir, el sentimiento consensual que lo legitima. De nuevo, la legitimación del orden del mundo, del orden económico, se facilita por esa preformación afectiva de la subjetividad. Es así como ese mundo se naturaliza, normaliza: aceptamos la destrucción de lo público, las privatizaciones, la reducción del gasto social, de las políticas públicas, la precariedad ontológica que se nos impone en el mercado laboral, la especulación con nuestras cesantías, el riesgo a que son sometidos los fondos de pensiones. Es decir, aceptamos los paradogmas neoliberales. Al respecto, hay que decir que Fisher no cree que en el neoliberalismo posfordista desaparezca el Estado y disminuya la burocracia. Todo lo contrario, el Estado ha favorecido y ha regulado, ha creado el ambiente, las condiciones favorables en las que actúa el mercado. El Estado se ha sometido al mercado, pero no ha jugado un papel irrelevante: se ha convertido en su policía, en la guardia del mercado y sus corporaciones. El securitismo (Baudrillard) va de la mano de la seguridad jurídica a inversores, a la movilidad de bienes y capitales…no así de las personas. La globalización es de los mercados, de la economía, no de la gente, tal como vemos con los millones de migrantes del mundo y la precariedad ontológica que padecen al ser excluidos de la fiesta del capital, al convertirse en seres víctimas de la historia sacrificial, migrantes como productos tardíos también de las viejas relaciones coloniales e imperialistas.
Por su parte, la burocracia no se ha reducido, ni ha desaparecido, como se suele pensar habitualmente en los análisis del neoliberalismo. Aquí, de nuevo Fischer usa de manera paradójica una categoría que remite a la lógica de operatividad y funcionamiento del socialismo realmente existente: “stalinismo burocrático”. La burocracia ya no opera de manera vertical, de arriba-abajo, sino que se ha diseminado, es una multiplicación de la vigilancia y el control. En lugar de desaparecer, “la burocracia ha cambiado de forma. Y esta nueva forma descentralizada le ha permitido proliferar”. Es más, lo que se da es una especie de apoteosis kafkiana de la burocracia horizontalizada, más allá y más fuerte que la sociedad disciplinaria reguladora de los espacios cerrado como la fábrica que teorizó Michel Foucault. La proliferación de la burocracia se manifiesta en la continua vigilancia con dispositivos, la planeación, los seguimientos, los planes de mejoramiento, los indicadores, la supervisión, la encuesta de servicios, las supervisiones, las auditorias. Queda incluida también la formatitis perenne necesaria para el manejo de la información. Esto ha permeado el trabajo y la vida educativa. En el caso de la segunda proliferan los procesos de acreditación, reacreditaciones, registros calificados, visitas de los ministerios de educación, etc. En la vida laboral la burocracia digital eliminó la distinción entre el tiempo del trabajo y el de ocio, tal como podemos hoy ver en una serie de HBO como Successions: ejecutivos apegados a los dispositivos móviles porque ahora la empresa está en el bolsillo y el mundo esta actualizado [en sentido aristotélico] en el móvil, celular que es ya una prótesis. Pero no sólo es el mundo del ejecutivo, sino también del trabajador promedio, la clase trabajadora, los freelancers, acosados por cadenas de WhatsApp, reuniones virtuales y correos electrónicos. Dice Fisher: “La vida y el trabajo, entonces, se vuelven inseparables. El capital persigue al sujeto hasta cuando está durmiendo”.
Pero, ¿cuáles son las consecuencias que como régimen afectivo trae consigo el capitalismo?, ¿cómo afecta al individuo [socializado] esta vampirización de los afectos? Para dar respuesta a estas preguntas es clave superar la concepción clásica de individuo y concebir bien el concepto mismo de afecto. En primer lugar, debe superarse el fetichismo del individualismo tal como aparece en la filosofía del siglo XVII (Hobbes, Locke) y en la economía (Smith). El individuo es ya un producto social, es hijo de esa fábrica de hombres llamada sociedad. No hay un individuo aislado por fuera de la sociedad. La comunidad precede al individuo, la intersubjetividad precede a la subjetividad, y no hay ningún individuo, ser humano pre-institucional, pre-comunitario. Todos nacemos ya en un orden social, al nacer caemos en una gramática del mundo que nos condiciona, nos subjetiva. Todos nacemos con cordón umbilical, atados a otros, a un mundo relacional. El individuo es social y está socializado y subjetivado hasta cuando está defecando solo en el baño. El individuo es, pues, relacional, porque el mundo está habitado, contiene diversidad y pluralidad, es heterogéneo, tensional, contradictorio. Por eso, el solo hecho de existir nos expone a otros, a situaciones, a cosas, a peligros. Por eso el individuo es vulnerable, frágil. De ahí que solo una ontología relacional atenta nos permite comprender bien al ser humano y así superar esas visiones, esas ficciones, contractualistas de individuos aislados en “estado de naturaleza” que fundan un “estado civil”, lo mismo que la visión economicista de individuos abstractos que tienen tendencia natural a producir, intercambiar y vender como pensaba Smith. No. Todo individuo productivo ya es social y es producto de un orden, no su presupuesto fundante. Es imposible negar, pues, la “relacionalidad de los cuerpos y su fragilidad”, como muestra bien la pensadora colombiana Laura Quintana, y las formas de poder que habitan y atraviesan el espacio social y que también se corporizan.
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En cuanto a los afectos, hay que decir que en la literatura actual esta expresión ( “afectos”) es preferible a otras como emociones o sentimientos. No se trata de negar instintos o emociones básicas que porta el humano en cuanto biológico, pero también es necesario aludir a su maleabilidad, flexibilidad, condicionamientos históricos, a esa plasticidad de la que hablaba Nietzsche. Por eso mismo, es mejor superar visiones meramente subjetivistas. En términos teóricos, es más útil acudir a la noción de afecto. Al respecto dice Laura Quintana: “cuando hablo de afectos, en este libro, me refiero a fuerzas efectuadas en el mundo social, que atraviesan a los sujetos, los preceden y conforman; fuerzas que se producen en las interacciones conflictivas entre seres vivos, cosas, lugares, temporalidades; entre registros sensoriales, atmósferas, materialidades. Hablar de afectos es insistir en un enfoque relacional”. De tal manera que el humano por el hecho de venir al mundo (a la interacción y al lenguaje) es ya un ser afectado y afectable. Y el mundo social que habitamos corporalmente está atravesado afectivamente. Aquí hay redes afectivas, ensamblajes, mallas enrevesadas, heteróclitas; compuestos abigarrados afectivos, arquitecturas libidinales, multiplicidad de singularidades afectivas.
Pues bien, entendidos así el ser humano y los afectos, permite esclarecer la idea de Mark Fisher según la cual hay que politizar la salud mental y los variados problemas afectivos que se derivan del “realismo capitalista”. Al respecto dice Fisher: “en un grado nunca visto en ningún otro sistema social, el capitalismo se alimenta del estado de ánimo de los individuos, al mismo tiempo que los reproduce. Sin dosis iguales de delirio y confianza ciega, el capitalismo no podría funcionar”. Esto quiere decir que el capitalismo como relación social genera depresión, estrés, ansiedad, miedos, desasosiego, crisis existenciales, desordenes afectivos y psiquiátricos, patologías mentales. Citando a Oliver James anota Fisher: “la tasa de desórdenes aumentó casi un 100% entre aquellos nacidos en 1946 (y que cumplieron 36 años en 1982) y los nacidos en 1970 (que cumplieron 30 años en 2000)”. Sin embargo, no se reconoce y no se cuestiona por qué un sistema económico y modo de vida enferma a tanta gente, especialmente, a “tanta gente joven”. Y no se reconoce porque se “privatiza la enfermedad”, el estrés, se culpa al individuo, se internaliza la culpa, y se exculpan los efectos sociales del sistema y sus estructuras. Fisher lo dice claramente: “la ontología dominante en la actualidad niega la misma posibilidad de una enfermedad mental cuyas causas sean sociales. La reducción del trastorno mental a nivel químico y biológico, por supuesto, va de la mano de su despolitización. La noción de la enfermedad mental como un problema químico o biológico individual posee ventajas enormes para el capitalismo”. Así se fortalece la idea de “sujeto asilado”, se enriquecen las farmacéuticas, y- agregamos- se santifica y fetichiza el orden vigente de la sociedad velocífera.
Cuando Margaret Tatcher sostuvo que “No existe como tal la sociedad. Hay hombres y mujeres individuales”, sentaba las bases afectivas del nuevo régimen intelectual del neoliberalismo. Desde entonces, se exculparon las estructuras sociales, los efectos sociales de la sociedad y sus estructuras, y se redirigió toda la responsabilidad hacia el individuo (mal concebido). El individuo se convirtió como dijo Foucault en un “empresario de sí mismo”, que debe invertir en sí mismo, en un proceso de mejora y optimización constantes, que nunca acaba. El sujeto era ahora sujeto de rendimiento que debía proveerse todo. Con esta jugada, el capitalismo (y sus think tanks) hizo una jugada maestra: lo que antes de los setentas proporcionaba el Estado de bienestar y la socialdemocracia europeas, ahora era desmantelado y suplido por el propio sujeto. Es decir, el neoliberalismo aprovechó el flujo libidinal y el bienestar anterior, y codificó los flujos de deseo despertados en la revolución cultural de los años sesenta, y le pasó la posta al indefenso individuo. Promovió la conversión del individuo en un ser omnipotente, el cual, con su especie de voluntarismo mágico debía crear su propio paraíso de bienestar y consumo en este mundo. Así se promovió el individualismo hedonista y consumista, seres engranajes esclavos de los abalorios y los productos del mercado, seres en busca de una felicidad que cada vez se aleja 10 pasos más. Por eso, en el capitalismo la felicidad y el bienestar viven de moratoria en moratoria, es siempre una felicidad postergada, tal como lo mostró Sara Ahmed. La “ontología de los negocios” se apoderó del mundo y de la psique. La autoayuda, la gestión emocional, el coaching ontológico, la capitalización del ser, se convirtieron en las herramientas de refuerzo para lograr el éxito y triunfar en la vida. Y de nuevo: si no lo logras…es culpa tuya y nada más que tuya pues no te esforzaste lo suficiente.
Esta lógica genera humanos ansiosos, con miedo al fracaso, depresivos (la presión social y el estrés les disminuye la serotonina), obsesivos, frustrados, enfermos. El ansia de “competencia perfecta” deviene en infelicidad, muchos más para aquellos al margen del futuro y de las posibilidades y que no pueden hacer de su vida “una obra de arte”. Por eso, la falsedad de frases tan ancladas en el imaginario colectivo como “El que es pobre es porque quiere”, “Si lo deseas lo puedes conseguir”. Esos son “optimismos crueles” (Laurent Berlant), recetas baratas para la vida, que, de paso, no entienden nada de ontología relacional, y que desechan los aspectos positivos de una vida que debe acoger lo bueno y lo malo, los triunfos y los fracasos, los logros y las frustraciones. La autoayuda simplifica la existencia y promete una felicidad ingenua, bajo pedido. Es el opio del neoliberalismo. De ahí que es necesario repolitizar el tema de la salud mental, tratarlo integralmente, y no asumirlo meramente como un problema que se puede medicalizar, privatizar en la psique individual. Es uno de los pasos necesarios si queremos salir del atolladero en que nos metió el capital actual; es, también, recuperar la capacidad crítica de los contextos.
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Por lo demás, como lo han señalado varios autores, entre ellos Laura Quintana, no puede leerse el capitalismo de manera monolítica, tal como parecen hacerlo Fisher o Žižek, como si las posibilidades de liberación o emancipación estuvieran totalmente obturadas. Tampoco el sujeto está totalmente cerrado, copado, subjetivado. No. Hay siempre fracturas, rendijas, fisuras, tensiones, desde las cuales puede aparecer lo nuevo, el acontecimiento. Pensar lo contrario, sería naturalizar absolutamente la realidad y negar de antemano cualquier libertad humana.
“El capital es un parásito abstracto, un gigantesco vampiro, un hacedor de zombies; pero la carne muerta que convierte en trabajo muerto es la nuestra y los zombies que genera somos nosotros mismos” (Mark Fisher).
En el libro Hombres y engranajes el escritor argentino Ernesto Sábato, al referirse a la sociedad americana sostuvo: “En ese país no sólo se ha llegado a medir los colores y olores sino los sentimientos y emociones”. Seguidamente, y para sostener su punto, muestra cómo se clasifica entre 0 y 10 “el poder de atracción de los anuncios” publicitarios para vender mercancías. Así, la publicidad que moviliza el temor tiene un puntaje de 6,2 y la que opera sobre la atracción sexual, alcanza el 8,9. Estas mediciones realizadas ya en el siglo pasado constituyen una psicopolítica y una psicoeconomía. Es lo que el célebre filósofo británico Mark Fisher, quien se suicidó en el año 2017 después de sufrir largos periodos de depresión, llamó “la ingeniería afectiva del capitalismo” o el “régimen afectivo del capitalismo tardío”.
El capitalismo no es, entonces, un mero campo económico como ámbito de realidad, ni un conjunto de estructuras e instituciones económicas, ni un modo de producir, hacer circular, intercambiar o consumir bienes. No. Es eso y mucho más. Es un régimen afectivo que no reprime los instintos vitales o los afectos, sino que los moviliza, los modula, actúa sobre ellos, los direcciona, los aprovecha para su lógica productivista, lógica del crecimiento y aumento de la tasa de ganancia. Esta lectura novedosa del capitalismo ya había sido realizada desde el siglo pasado por autores como Jean Baudrillard cuando hablaba de economía libidinal, por la dupla Félix Guatarí y Gilles Deleuze, y en el presente por pensadoras como Sara Ahmed, Laura Quintana y el ya citado Mark Fischer.
Que el capitalismo sea un régimen afectivo, que moviliza y modula el deseo o los afectos en general, tiene una gran importancia. Pues implica la instalación de una determinada “disposición afectiva”- para usar la expresión de Heidegger en Ser y tiempo- que gobierna la subjetividad. Por lo demás, esa subjetividad es un campo de batalla en el actual neoliberalismo, es algo que se disputa, un campo que se conquista en la competencia mercantil, y en los intentos mismos de reproducir y perpetuar el orden social vigente. Esa conquista de la subjetividad, ese régimen afectivo del capitalismo y su arquitectura, normaliza el neoliberalismo. Lo instala como una forma de vida, un modo de ser que determina lo que es, lo que hay, se convierte en un a priori para actuar y estar en el mundo, es decir, se convierte en un mundo, en una totalidad de sentido dentro de la cual se da la vida humana, la existencia, condicionándolas, determinándolas. El historiador Enzo Traverso lo ha dicho claramente: “el capitalismo ha ganado porque logró modelar nuestra vida y nuestro habitus mental y consiguió imponerse como un modo de vida”.
El filósofo colombiano Christian Fajardo ha expresado bien esta idea, al mostrar, de la mano de Marx, cómo el capitalismo al ser un modo histórico, no necesario, y por lo tanto contingente, ha logrado mostrarse y presentarse como un mundo necesario, inevitable, absoluto; un mundo del cual no es posible escapar. Así lo expresa: “quiero decir que el capitalismo es una forma de producir mundo, cuya violencia primordial consiste en hacerlo aparecer – ante nuestra percepción y vida afectiva- como definitivo, ineludible y envolvente […] como si no fuese posible encontrar una alternativa distinta a él”. En mis palabras, el capitalismo como un fetiche, un nuevo dios, el dios de los dioses, la nueva teología de la sociedad, el absoluto incondicionado, no relativo, absoluto gobierno del mundo y de las formas de existir, el régimen afectivo que ha subsumido, incorporado, la vida misma, la corporalidad viviente, la subjetividad, el trabajo y la naturaleza. El no-afuera que todo lo engulle y devora. Lo que algún día construyó el ser humano en la experiencia histórica en los albores mismos de la modernidad, convertido en un super-amo. Así llegamos a ser, como decía Marx, esclavos de los productos de “nuestro propio cerebro”.
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Este estatus que adquiere el capitalismo es lo que Mark Fisher llama “realismo capitalista”. El concepto alude paródicamente a la expresión “socialismo realmente existente”, tal como se conocía a la experiencia soviética y a la de todos los países detrás de la cortina de hierro. Era el socialismo que existía verdaderamente más allá del socialismo utópico del siglo XIX o de la utopía misma de Marx, donde el socialismo era una etapa transitoria hacia una comunidad organizada racionalmente, que producía socialmente y autogestionada (común- ismo). Fisher posicionó así una expresión efectista que le permitía dar cuenta de ese mundo sin escape aparente en el cual habíamos arribado. Ese capitalismo era un mundo posfordista donde, en principio, parece no haber alternativa. Margaret Tatcher lo dijo: “No hay alternativa” mostrando así que no era posible salir del neoliberalismo que ella, Ronald Reagan y Pinochet inauguraban, con la legitimación teórica de los Von Hayek o Milton Friedman. Dice Fisher: “recordamos la frase atribuida a Fredric Jameson como a Slavoj Žižek: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. El latiguillo recoge con exactitud lo que entiendo por realismo capitalista: la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible, incluso, imaginarle una alternativa”. En este modelo económico parece no haber esperanza, pues opciones, futuros alternativos posibles, todo ha sido absorbido, desde los objetos culturales, el mismo Capital de Marx, la filantropía, la rebeldía de Nirvana, la solidaridad, hasta la crítica misma al sistema: “nada le va mejor a Mtv que una protesta contra Mtv”. El capitalismo real le da vuelta a todo y lo inocula, lo fagocita; reconvierte la negatividad en positividad, absorbe la oposición política, el papel crítico del arte, el carácter trascendente de la cultura, tal como ya lo anunciaba Herbert Marcuse en El hombre unidimensional. Se produce así una precorporación, algo donde la oposición ya está corporada y aniquilada en sus fines. Como otro mundo NO es posible, llegamos a la conclusión de que “no hay alternativa”, y nos sumimos en el conformismo, la resignación y la parálisis del pensamiento y de la acción. Se llega a la “impotencia reflexiva” que avala la dadidad del mundo. Así, el capitalismo nos desposee hasta de la esperanza.
Esta es la manera como el capitalismo construye su “régimen consentimental”, expresión feliz que pone de presente el consentimiento, el consenso afectivo, que los sujetos otorgan al capitalismo, es decir, el sentimiento consensual que lo legitima. De nuevo, la legitimación del orden del mundo, del orden económico, se facilita por esa preformación afectiva de la subjetividad. Es así como ese mundo se naturaliza, normaliza: aceptamos la destrucción de lo público, las privatizaciones, la reducción del gasto social, de las políticas públicas, la precariedad ontológica que se nos impone en el mercado laboral, la especulación con nuestras cesantías, el riesgo a que son sometidos los fondos de pensiones. Es decir, aceptamos los paradogmas neoliberales. Al respecto, hay que decir que Fisher no cree que en el neoliberalismo posfordista desaparezca el Estado y disminuya la burocracia. Todo lo contrario, el Estado ha favorecido y ha regulado, ha creado el ambiente, las condiciones favorables en las que actúa el mercado. El Estado se ha sometido al mercado, pero no ha jugado un papel irrelevante: se ha convertido en su policía, en la guardia del mercado y sus corporaciones. El securitismo (Baudrillard) va de la mano de la seguridad jurídica a inversores, a la movilidad de bienes y capitales…no así de las personas. La globalización es de los mercados, de la economía, no de la gente, tal como vemos con los millones de migrantes del mundo y la precariedad ontológica que padecen al ser excluidos de la fiesta del capital, al convertirse en seres víctimas de la historia sacrificial, migrantes como productos tardíos también de las viejas relaciones coloniales e imperialistas.
Por su parte, la burocracia no se ha reducido, ni ha desaparecido, como se suele pensar habitualmente en los análisis del neoliberalismo. Aquí, de nuevo Fischer usa de manera paradójica una categoría que remite a la lógica de operatividad y funcionamiento del socialismo realmente existente: “stalinismo burocrático”. La burocracia ya no opera de manera vertical, de arriba-abajo, sino que se ha diseminado, es una multiplicación de la vigilancia y el control. En lugar de desaparecer, “la burocracia ha cambiado de forma. Y esta nueva forma descentralizada le ha permitido proliferar”. Es más, lo que se da es una especie de apoteosis kafkiana de la burocracia horizontalizada, más allá y más fuerte que la sociedad disciplinaria reguladora de los espacios cerrado como la fábrica que teorizó Michel Foucault. La proliferación de la burocracia se manifiesta en la continua vigilancia con dispositivos, la planeación, los seguimientos, los planes de mejoramiento, los indicadores, la supervisión, la encuesta de servicios, las supervisiones, las auditorias. Queda incluida también la formatitis perenne necesaria para el manejo de la información. Esto ha permeado el trabajo y la vida educativa. En el caso de la segunda proliferan los procesos de acreditación, reacreditaciones, registros calificados, visitas de los ministerios de educación, etc. En la vida laboral la burocracia digital eliminó la distinción entre el tiempo del trabajo y el de ocio, tal como podemos hoy ver en una serie de HBO como Successions: ejecutivos apegados a los dispositivos móviles porque ahora la empresa está en el bolsillo y el mundo esta actualizado [en sentido aristotélico] en el móvil, celular que es ya una prótesis. Pero no sólo es el mundo del ejecutivo, sino también del trabajador promedio, la clase trabajadora, los freelancers, acosados por cadenas de WhatsApp, reuniones virtuales y correos electrónicos. Dice Fisher: “La vida y el trabajo, entonces, se vuelven inseparables. El capital persigue al sujeto hasta cuando está durmiendo”.
Pero, ¿cuáles son las consecuencias que como régimen afectivo trae consigo el capitalismo?, ¿cómo afecta al individuo [socializado] esta vampirización de los afectos? Para dar respuesta a estas preguntas es clave superar la concepción clásica de individuo y concebir bien el concepto mismo de afecto. En primer lugar, debe superarse el fetichismo del individualismo tal como aparece en la filosofía del siglo XVII (Hobbes, Locke) y en la economía (Smith). El individuo es ya un producto social, es hijo de esa fábrica de hombres llamada sociedad. No hay un individuo aislado por fuera de la sociedad. La comunidad precede al individuo, la intersubjetividad precede a la subjetividad, y no hay ningún individuo, ser humano pre-institucional, pre-comunitario. Todos nacemos ya en un orden social, al nacer caemos en una gramática del mundo que nos condiciona, nos subjetiva. Todos nacemos con cordón umbilical, atados a otros, a un mundo relacional. El individuo es social y está socializado y subjetivado hasta cuando está defecando solo en el baño. El individuo es, pues, relacional, porque el mundo está habitado, contiene diversidad y pluralidad, es heterogéneo, tensional, contradictorio. Por eso, el solo hecho de existir nos expone a otros, a situaciones, a cosas, a peligros. Por eso el individuo es vulnerable, frágil. De ahí que solo una ontología relacional atenta nos permite comprender bien al ser humano y así superar esas visiones, esas ficciones, contractualistas de individuos aislados en “estado de naturaleza” que fundan un “estado civil”, lo mismo que la visión economicista de individuos abstractos que tienen tendencia natural a producir, intercambiar y vender como pensaba Smith. No. Todo individuo productivo ya es social y es producto de un orden, no su presupuesto fundante. Es imposible negar, pues, la “relacionalidad de los cuerpos y su fragilidad”, como muestra bien la pensadora colombiana Laura Quintana, y las formas de poder que habitan y atraviesan el espacio social y que también se corporizan.
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En cuanto a los afectos, hay que decir que en la literatura actual esta expresión ( “afectos”) es preferible a otras como emociones o sentimientos. No se trata de negar instintos o emociones básicas que porta el humano en cuanto biológico, pero también es necesario aludir a su maleabilidad, flexibilidad, condicionamientos históricos, a esa plasticidad de la que hablaba Nietzsche. Por eso mismo, es mejor superar visiones meramente subjetivistas. En términos teóricos, es más útil acudir a la noción de afecto. Al respecto dice Laura Quintana: “cuando hablo de afectos, en este libro, me refiero a fuerzas efectuadas en el mundo social, que atraviesan a los sujetos, los preceden y conforman; fuerzas que se producen en las interacciones conflictivas entre seres vivos, cosas, lugares, temporalidades; entre registros sensoriales, atmósferas, materialidades. Hablar de afectos es insistir en un enfoque relacional”. De tal manera que el humano por el hecho de venir al mundo (a la interacción y al lenguaje) es ya un ser afectado y afectable. Y el mundo social que habitamos corporalmente está atravesado afectivamente. Aquí hay redes afectivas, ensamblajes, mallas enrevesadas, heteróclitas; compuestos abigarrados afectivos, arquitecturas libidinales, multiplicidad de singularidades afectivas.
Pues bien, entendidos así el ser humano y los afectos, permite esclarecer la idea de Mark Fisher según la cual hay que politizar la salud mental y los variados problemas afectivos que se derivan del “realismo capitalista”. Al respecto dice Fisher: “en un grado nunca visto en ningún otro sistema social, el capitalismo se alimenta del estado de ánimo de los individuos, al mismo tiempo que los reproduce. Sin dosis iguales de delirio y confianza ciega, el capitalismo no podría funcionar”. Esto quiere decir que el capitalismo como relación social genera depresión, estrés, ansiedad, miedos, desasosiego, crisis existenciales, desordenes afectivos y psiquiátricos, patologías mentales. Citando a Oliver James anota Fisher: “la tasa de desórdenes aumentó casi un 100% entre aquellos nacidos en 1946 (y que cumplieron 36 años en 1982) y los nacidos en 1970 (que cumplieron 30 años en 2000)”. Sin embargo, no se reconoce y no se cuestiona por qué un sistema económico y modo de vida enferma a tanta gente, especialmente, a “tanta gente joven”. Y no se reconoce porque se “privatiza la enfermedad”, el estrés, se culpa al individuo, se internaliza la culpa, y se exculpan los efectos sociales del sistema y sus estructuras. Fisher lo dice claramente: “la ontología dominante en la actualidad niega la misma posibilidad de una enfermedad mental cuyas causas sean sociales. La reducción del trastorno mental a nivel químico y biológico, por supuesto, va de la mano de su despolitización. La noción de la enfermedad mental como un problema químico o biológico individual posee ventajas enormes para el capitalismo”. Así se fortalece la idea de “sujeto asilado”, se enriquecen las farmacéuticas, y- agregamos- se santifica y fetichiza el orden vigente de la sociedad velocífera.
Cuando Margaret Tatcher sostuvo que “No existe como tal la sociedad. Hay hombres y mujeres individuales”, sentaba las bases afectivas del nuevo régimen intelectual del neoliberalismo. Desde entonces, se exculparon las estructuras sociales, los efectos sociales de la sociedad y sus estructuras, y se redirigió toda la responsabilidad hacia el individuo (mal concebido). El individuo se convirtió como dijo Foucault en un “empresario de sí mismo”, que debe invertir en sí mismo, en un proceso de mejora y optimización constantes, que nunca acaba. El sujeto era ahora sujeto de rendimiento que debía proveerse todo. Con esta jugada, el capitalismo (y sus think tanks) hizo una jugada maestra: lo que antes de los setentas proporcionaba el Estado de bienestar y la socialdemocracia europeas, ahora era desmantelado y suplido por el propio sujeto. Es decir, el neoliberalismo aprovechó el flujo libidinal y el bienestar anterior, y codificó los flujos de deseo despertados en la revolución cultural de los años sesenta, y le pasó la posta al indefenso individuo. Promovió la conversión del individuo en un ser omnipotente, el cual, con su especie de voluntarismo mágico debía crear su propio paraíso de bienestar y consumo en este mundo. Así se promovió el individualismo hedonista y consumista, seres engranajes esclavos de los abalorios y los productos del mercado, seres en busca de una felicidad que cada vez se aleja 10 pasos más. Por eso, en el capitalismo la felicidad y el bienestar viven de moratoria en moratoria, es siempre una felicidad postergada, tal como lo mostró Sara Ahmed. La “ontología de los negocios” se apoderó del mundo y de la psique. La autoayuda, la gestión emocional, el coaching ontológico, la capitalización del ser, se convirtieron en las herramientas de refuerzo para lograr el éxito y triunfar en la vida. Y de nuevo: si no lo logras…es culpa tuya y nada más que tuya pues no te esforzaste lo suficiente.
Esta lógica genera humanos ansiosos, con miedo al fracaso, depresivos (la presión social y el estrés les disminuye la serotonina), obsesivos, frustrados, enfermos. El ansia de “competencia perfecta” deviene en infelicidad, muchos más para aquellos al margen del futuro y de las posibilidades y que no pueden hacer de su vida “una obra de arte”. Por eso, la falsedad de frases tan ancladas en el imaginario colectivo como “El que es pobre es porque quiere”, “Si lo deseas lo puedes conseguir”. Esos son “optimismos crueles” (Laurent Berlant), recetas baratas para la vida, que, de paso, no entienden nada de ontología relacional, y que desechan los aspectos positivos de una vida que debe acoger lo bueno y lo malo, los triunfos y los fracasos, los logros y las frustraciones. La autoayuda simplifica la existencia y promete una felicidad ingenua, bajo pedido. Es el opio del neoliberalismo. De ahí que es necesario repolitizar el tema de la salud mental, tratarlo integralmente, y no asumirlo meramente como un problema que se puede medicalizar, privatizar en la psique individual. Es uno de los pasos necesarios si queremos salir del atolladero en que nos metió el capital actual; es, también, recuperar la capacidad crítica de los contextos.
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Por lo demás, como lo han señalado varios autores, entre ellos Laura Quintana, no puede leerse el capitalismo de manera monolítica, tal como parecen hacerlo Fisher o Žižek, como si las posibilidades de liberación o emancipación estuvieran totalmente obturadas. Tampoco el sujeto está totalmente cerrado, copado, subjetivado. No. Hay siempre fracturas, rendijas, fisuras, tensiones, desde las cuales puede aparecer lo nuevo, el acontecimiento. Pensar lo contrario, sería naturalizar absolutamente la realidad y negar de antemano cualquier libertad humana.