“Moby Dick”
Un homenaje a “Moby Dick”, 170 años después de que se publicara por primera vez, sin mayor trascendencia. La obra de Herman Melville terminó convirtiéndose en un clásico de la literatura años después de su muerte, en 1919.
Fernando Araújo Vélez
“Dime Ismael. Hace algunos años, sin importar cuánto tiempo exactamente, teniendo poco o nada de dinero en mi bolsa, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que podría navegar un poco y ver la parte acuática del mundo. Es una forma que tengo de ahuyentar la melancolía y regular la circulación. Cada vez que siento un mal sabor en la boca, cada vez que un noviembre húmedo y lluvioso arrecia en mi alma, cada vez que me encuentro haciendo una pausa involuntaria ante los depósitos de ataúdes e interrumpo cada funeral con el que tropiezo, y especialmente cada vez que mis hipocondrías me dominan tanto que es necesario un fuerte principio moral para impedir que salga deliberadamente a la calle y les tumbe los sombreros a la gente de manera metódica, entonces considero que es hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sucedáneo de la pistola y la bala”.
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“Dime Ismael. Hace algunos años, sin importar cuánto tiempo exactamente, teniendo poco o nada de dinero en mi bolsa, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que podría navegar un poco y ver la parte acuática del mundo. Es una forma que tengo de ahuyentar la melancolía y regular la circulación. Cada vez que siento un mal sabor en la boca, cada vez que un noviembre húmedo y lluvioso arrecia en mi alma, cada vez que me encuentro haciendo una pausa involuntaria ante los depósitos de ataúdes e interrumpo cada funeral con el que tropiezo, y especialmente cada vez que mis hipocondrías me dominan tanto que es necesario un fuerte principio moral para impedir que salga deliberadamente a la calle y les tumbe los sombreros a la gente de manera metódica, entonces considero que es hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sucedáneo de la pistola y la bala”.
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La vida de Moby Dick continuó muchos años después de que Herman Melville terminara de escribirla, en 1850, y de que se imprimiera por vez primera en Inglaterra con el título de La ballena. Por aquellos tiempos, Melville era un soñador literario y un marino de poca monta que se ilusionaba con ser arponero y héroe de leyenda en un inmenso ballenero que recorriera el mundo una y otra y otra vez durante tres o cuatro años. Había escrito algunos cuentos, “Chaqueta blanca” y “Redburn”, y su nombre había sido mencionado en una que otra página de periódico. Decían que era huraño por momentos, extrañamente locuaz en otros, que escribía vertiginosamente y se mostraba melancólico la mayor parte de los días, y que solía llenar de apuntes y rayas los libros de John Milton, Goethe, Voltaire y Shakespeare que leía. No había imposibles para él, esencialmente, porque estaba convencido de que la literatura era el reino de lo imposible y de que él producía esos imposibles cada vez que escribía.
Luego de que Moby Dick quedara medio enterrada en cientos de sótanos de librerías, y de que los libreros y los críticos comentaran que era una novela “imposible”, los herederos de unos y otros, y algunos escritores, comenzaron a alabarla hacia 1930, 39 años después de la muerte de Melville. Aquella historia de un ballenero llamado Pequod, y sobre todo, de un sombrío capitán de apellido Ahab, y del mismo Melville con nombre de Samuel, empezó a contarse y a volverse a contar, y los estudiosos del mundo marino y de las letras descubrieron que en 1820, un imponente barco, el Essex, había sido atacado por una ballena en los mares del Pacífico cercanos a Chile, y que Melville había tomado nota de aquel suceso, con solo ocho sobrevivientes entre 21 que habían iniciado un viaje, para jurarse que algún día, más tarde o más temprano, escribiría una novela con una historia similar.
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Con los años, la novela fue texto obligado en algunos colegios de Estado Unidos e Inglaterra, y sobre todo, en los pocos salones de la escuela de la isla de Nantucket, al oeste de Nueva York, el lugar del que partió el Pequod en busca de Moby Dick, y del que zarparían decenas de decenas de balleneros a lo largo del tiempo en busca de cachalotes y orcas y sus ricos aceites. Con los años, también, Moby Dick pasó al cine. Primero, en 1930, en una película protagonizada por John Barrymore, y unos meses más tarde en otra titulada Dämon des Meeres. En los años 50, una tercera versión de la historia de Melville fue escrita por Ray Bradbury y hecha cine bajo la dirección de John Huston, y la actuación estelar de Gregory Peck. Al final del filme, luego de las batallas entre el Pequod, Samuel, el aborigen Queequeg, el capitán Ahab, tantos y tantos otros y Moby Dick, aparecían los créditos con Bradbury y Huston como coautores del guión.
Bradbury se ofendió. Demandó. A fin de cuentas, en su novela Fahrenheit 451 había hecho una defensa radical de los libros, de los autores, de la creatividad, la responsabilidad y la importancia de la credibilidad, casi que por encima de todos los sistemas, negocios, justificaciones y poderes. Su poder era, precisamente, ser creíble, y para seguir siéndolo no podía aceptar que la responsabilidad que iba implícita en la firma de una obra recayera en otra personas, por más brillantes que fueran. Su nombre, el nombre de cada quien, era mucho más que un asunto de vanidades. Era hacerse cargo de la responsabilidad de una obra y de cada una de las palabras que esa obra tuviera. El caso se extendió por semanas y meses, y pasó de los tribunales y los legajos de las oficinas de abogados y jueces a los periódicos, la radio, la recién creada televisión y la opinión de la gente, hasta que un jurado le dio la razón.
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Moby Dick comenzó a llamarse así en la segunda edición de la novela, publicada en los Estados Unidos. Su nombre surgió de Mocha Dick, una ballena blanca que había sido vista y seguida por muchos años en los mares del Pacífico y había matado a más de treinta marineros. Melville la hizo inmortal en sus letras, a sabiendas de que sería inmortal, como lo dejó en claro con algunos párrafos de su libro en los que decía: “A menudo se oye hablar a los escritores que se elevan e inflaman con su tema, aunque este parezca común. ¿Qué me sucederá entonces al escribir sobre este Leviatán? Mi caligrafía se expande inconscientemente en mayúsculas de carteles. ¡Dame una pluma de cóndor! ¡Dame el cráter del Vesubio a modo de tintero! ¡Amigos, sostengan mis brazos! Porque en el simple hecho de escribir mis pensamientos sobre este Leviatán, me agobian y hacen desmayar con la enorme amplitud de su alcance, como si incluyeran todas las ciencias, y todas las generaciones de ballenas, hombres y mastodontes, pasados, presentes y por venir, con todos los panoramas giratorios del imperio en la tierra, y a través de todo el universo, sin excluir sus suburbios”.
Para Melville, Moby Dick era mucho más que todo. Era su razón de ser, su motivación para levantarse todas las mañanas, y su fin. Con ella, por ella, le dio vida al Pequod y a sus tres decenas de marineros. Retrató al capitán Ahab, “un hombre raro, raro, raro”, como lo definía uno de sus principales asistentes, Stuub, y al primer oficial, Starbucks, quien parecía saberlo todo pero no lograba ser consciente de ello. Delineó a Queequeg, un caníbal, príncipe de una isla perdida del Pacífico, creyente de un dios al que llamaba Yojo, heredero de los rituales fantásticos de su tribu, el principal arponero del barco y quien decidía por sí mismo si moría o vivía, en sus propias palabras, y cinceló al carpintero del Pequod, que además era pintor, dentista, escultor, médico y hacedor de piernas, como la que tuvo que fabricarle a Ahab varias veces, y de manos y brazos, y el creador de lo que se ofreciera, una especie de todero absolutamente indispensable en el barco.
Y por aquella ballena blanca a la que bautizó Moby Dick, que llevaba en su cabeza, en sus vísceras y entre sus largos dedos, creó y recreó a otra Moby Dick, que por momentos parecía en realidad un humano, o un suprahumano, capaz de descifrar los trucos y estrategias de sus enemigos, hacerlos añicos y llevar hasta algún final feliz su larga sed de venganzas. Moby Dick era un pez y era un demonio, y a la vez un dios y un misterio, y el enemigo que le daba razón de ser a la vida de sus cazadores, y era, en sí mismo, un cazador de los mares y de los puertos, porque más allá del capitán Ahab y su delirio por poseerla, cientos de marinos de los balleneros de Nantucket, Japón y Groenlandia, Noruega y Dinamarca e Inglaterra y Escocia e Irlanda, soñaban con ser ellos los que algún día pudieran decir “Fui yo quien cazó a Moby Dick”, “Fui yo quien vengó a tantos y tantos compañeros muertos en combate”.
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Por eso siguieron con Ahab durante meses y años, aunque supieran que estaba loco de sed de venganza porque Moby Dick le había arrancado una pierna años atrás. Lo siguieron, lo admiraron por momentos, cuando todo estaba perdido y sabían que iban a morir con él, y posiblemente por él, y mientras lo veían y percibían en su habitación, mirando a la nada que era Moby Dick, y a la muerte, que también era Moby Dick. Lo aguantaron y le obedecieron, enceguecidos por sus delirios, sus razones y su sabiduría de viejo lobo de mar. Ahab era su capitán, y no hay nada más sagrado para un marino que el capitán de un barco, pero Ahab también era ellos mismos, que se veían ante el espejo de las aguas en las noches y se descubrían tan parecidos, tan llenos de las mismas ilusiones, tan repletos de las mismas soledades y el mismo sin sentido de la vida, tan inundados y poseídos por las mismas palabras de su capitán, “Ahab ya está dispuesto a morir”.
Y así fueron retratados, narrados para lo posteridad y transformados en el papel en eternos héroes, sin tremendismos, sin mayúsculas, casi desapercibidos, leales, dignos, como Melville describió el final de Ahab y el Pequod: “Se disparó el arpón: la ballena herida se lanzó hacia adelante; con velocidad inusitada, la línea avanzó por el surco y se enredó, Ahab se agachó para desenredarla y lo logró, pero la vuelta de la cuerda lo agarró por el cuello, y tan silenciosamente como los turcos mudos estrangulaban a sus víctimas, salió disparado de la lancha antes de que los tripulantes supieran que había desaparecido. Un momento después, la pesada costura en el extremo final de la línea salió del balde vacío, derribó a un remero y, golpeando el mar, desapareció en sus profundidades. Por un instante, los pasmados tripulantes de la lancha permanecieron inmóviles, y luego se dieron vuelta: ‘¿Y el barco? ¡Dios todopoderoso!, ¿dónde está el barco?’”.
El barco. Aquel barco era otro de los protagonistas de la historia, uno de los cientos de balleneros que se habían construido en los astilleros de Nantucket, una isla perdida en el mar Atlántico, “un simple montículo y un recodo de arena, todo playa”, como la describió Melville. Lo habían llamado Pequod, en honor a una remota tribu indígena de Massachusetts, y era “un barco de la vieja escuela”, como decía Melville, con todos los años de sus viajes, sus aventuras y sus remiendos encima. Navegaba cargado con sus fantasmas, sus victorias e infinidad de derrotas, atravesado por los nombres de sus muertos y las infinitas leyendas de sus propietarios, y por huesos, trofeos, cadenas, cuerdas, cuadros, cofres, cuchillos, lanzas, arpones, cuernos y diversos objetos que les recordaban una y otra vez a sus tripulantes sus viajes y su grandeza. Era un barco, pero era a la vez mucho más que un barco.
“Luego, a través de una niebla confusa y espeluznante, vieron su fantasma escorado que se desvanecía, como si se tratara de los espejismos de la Fata Morgana, solo con los extremos de los mástiles fuera del agua, mientras, clavados por pretensión, fidelidad o fatalidad a sus perchas antes elevadas, los arponeros paganos seguían manteniendo su guardia mientras se hundían en el mar”. Y se hundieron con toda su grandeza, sus dioses y su fe, con sus lealtades, conscientes mientras se hundían de que cada uno había vivido y muerto para ser un héroe. Lo fueron, y su historia fue relatada una y otra vez por el único sobreviviente del naufragio, que sobrevivió para dar la noticia, como Job en la Biblia, como tantos otros. Lo fueron, y sus nombres, Queequeg, Tashtego, Dagoo, quedaron impresos por los años de los años.
“Entonces pequeñas aves volaron chillando sobre el abismo aún entreabierto; una rompiente blanca y súbita chocó contra sus bordes abruptos, luego todo se desplomó, y la gran mortaja del mar siguió extendiéndose como lo hacía cinco mil años atrás”.