La intensidad del vacío
La obra “Ruido blanco” aún está en construcción. Su autor, Carlos Valencia, actor del Teatro Petra, le abrió la puerta a este diario para darle una mirada a las dinámicas de los ensayos de una pieza de teatro.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Carlos Valencia, el autor de la obra, estaba picando papaya cuando llegué. Había tres o cuatro personas dispersas en el primer piso del Teatro Petra, así que supuse que aún faltaba algo de tiempo para comenzar y descansé: me citaron a las 10 y llegué a las 10:10 de la mañana. Yo sería la espectadora del ensayo de una obra, no sabía nada más: ni de qué se trataba ni quiénes serían los actores, quién dirigiría ni cuándo se estrenaría, nada. “Hola, Carlitos”, dije cuando lo reconocí, porque además era la primera vez que lo veía y esto de conocerse con tapabocas y mucha distancia era de lo más incómodo y patético (pero necesario) de estos tiempos. “Laurita, bienvenida”, me dijo él, y achinamos los ojos, como sonriéndonos (de nuevo, patéticos). Salió apurado, puso la papaya en una mesa y me presentó a Samantha Agudelo, quien actuaría junto a él en la obra. Después llegó Bernardo García, el director, que también es actor, y el encargado de que yo durara más de treinta minutos incómoda, extraviada, apenada…
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Carlos Valencia, el autor de la obra, estaba picando papaya cuando llegué. Había tres o cuatro personas dispersas en el primer piso del Teatro Petra, así que supuse que aún faltaba algo de tiempo para comenzar y descansé: me citaron a las 10 y llegué a las 10:10 de la mañana. Yo sería la espectadora del ensayo de una obra, no sabía nada más: ni de qué se trataba ni quiénes serían los actores, quién dirigiría ni cuándo se estrenaría, nada. “Hola, Carlitos”, dije cuando lo reconocí, porque además era la primera vez que lo veía y esto de conocerse con tapabocas y mucha distancia era de lo más incómodo y patético (pero necesario) de estos tiempos. “Laurita, bienvenida”, me dijo él, y achinamos los ojos, como sonriéndonos (de nuevo, patéticos). Salió apurado, puso la papaya en una mesa y me presentó a Samantha Agudelo, quien actuaría junto a él en la obra. Después llegó Bernardo García, el director, que también es actor, y el encargado de que yo durara más de treinta minutos incómoda, extraviada, apenada…
Le sugerimos: El teatro colombiano se une al Paro nacional y rechaza la violencia
—Tome su carpeta.
—¿Mi carpeta? Ja, ja, ja, ¿cómo así?
—No se ría, que es en serio.
—Pero carpeta de qué…
—Pues de la obra…
Y cuando abrí la carpeta, no había nada. Seguíamos en la cafetería del teatro, así que yo permanecía en mi estado de relajación, de espera, de que me dijeran que ya podía subir a la sala para que el ensayo comenzara, pero García me señaló una silla para que me sentara y yo obedecí. Supuse que debía esperar ahí, puse mi bolso en el piso y me fijé en que los actores pusieron la fruta picada, unas tazas de té y una torta en la mesa que yo tenía al frente. Comenzaron a hablar y, en medio de la charla, Agudelo me pidió perdón por mover mi bolso y sacar algo de un cajón que lo estaba bloqueando. Yo, en voz muy alta y sin ninguna prevención, le dije “tranquila”, y seguí esperando. Ellos siguieron hablando y después comenzaron a comer. “¡Volumen!”, gritó García, y le pegó a una mesa. Los actores repitieron lo que habían acabado de decir y yo por fin entendí que llevaban más de veinte minutos ensayando y yo hacía parte de la escenografía.
Fui consciente de mi incomodidad en esa espera que me demoré tanto en entender y me pregunté si era lo que querían o si tal vez había llegado a un grado de despiste que debía preocuparme. No me respondí y me concentré en el diálogo de una pareja que desayunaba porque eso hacía la gente en las mañanas, y que se sentaba en la misma mesa porque eso hacía la gente casada, pero que bien podían estar más extraviados que yo en aquel ensayo. La obra, por ahora, se llama “Ruido blanco”, pero podría cambiar, porque eso pasa en los ensayos, o eso fue lo que pude notar al ver que García, en cada cambio de escena o en cada movimiento nuevo, les decía o, mejor dicho, les rogaba: “Maaaaarqueeeeeeen estoooooo”, para que recordaran y no perdieran los avances.
Como de la obra no puedo decir nada porque aún quedan varios días para su estreno, seguiré enfocada en el ensayo, que fue un premio, un pedacito de intimidad para una espectadora acostumbrada a que se inicie y se acabe la función cuando se supone que se inicia y se acaba la función. Unas horas para sentirme un poquito más especial que el resto de mortales que no vieron a García corriendo detrás de los actores para recordarles que ojo, que más duro, que más lento, que esa línea no era de regaño, sino de pura ternura o que así, que así estaba precioso (se emocionaba y gritaba y yo me emocionaba con él).
Primero me confundieron y luego me conmovieron. Lo que pasaba en ese diálogo era tan cercano que me enterneció, pero también me indignó, y entonces creí entender por dónde se enrutarían las cosas (o por dónde se debían enrutar), si no fuera porque uno de los dos personajes no entendió lo evidente (o lo evidente para mí). Y esos ojos desorbitados fueron los que, después de la claridad que creí tener en las manos, me trajeron una sensación de impotencia en la que me estanqué en ese círculo vicioso al que entran las relaciones de amores intensos y comunicaciones rotas. La intensidad del vacío, pensé.
Agudelo dijo una línea y García la interrumpió:
—Ojo con el tono de esa frase. Ojo, que eso es más despacio y usted estaba más derecha. A ver, más derecha. Exacto, los ojos van a esa altura. Ahora intente decir la misma frase, pero separe las sílabas, des pa ci to. Así, perfecto. Marquemos eso.
Después de que terminó de darle la instrucción, le preguntó si estaba de acuerdo, si le gustaba más, y ella le dijo que sí. Carlos aprovechó para sugerir un cambio en la línea siguiente con la que debía responder y entonces García le dijo que bueno, que la sacara para mirar cómo cambiaban las cosas, y después de que lo hizo dio ruidoso un golpe de palmas. “¡Me encantó!”, le gritó, y le pidió que confiara y se soltara y que marcara, que por favor ¡mar ca rá!
A mí también me preguntó varias veces cómo me parecía cada escena, pero cada vez que lo hacía me agarraba más desprevenida: mi cabeza estaba ocupada en resolver la crisis de esos dos que no veían lo que yo ya había visto hacía rato. Y como estaba emocionada, solo pude ser sincera. Lo que dije les gustó y los tranquilizó: se convencieron de que lo estaban logrando y la intención de esas líneas me estaban llevando a la meta prevista, así como quisieron confundirme desde que llegué a esperar que comenzara un ensayo que se inició desde que entré a ser parte de la escenografía, pero también de la obra y del maldito problema de esa pareja de extraviados.