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Su impermeable también es amarillo, pero no son así las botas de lluvia que luce, estas de color rojo. Cualquiera diría que espera que un barquito de papel baje por el arroyuelo más cercano para correr tras él y hacerse tragar por un malévolo payaso. Mira el reloj. Gordas gotas de agua se precipitan sobre su amarillenta estampa.
La veo respirar y una nube de aliento escapa de sus labios delgados y como delineados a pincel. Es tan blanca y luce tan frágil que pareciera hecha toda ella de niebla y gotas de rocío. Da un paso y otro más y desde el borde del andén mira hacia el fondo de la avenida a las tripas del tráfico. Probablemente es un taxi o a su enamorado a quien espera. Imagino que es un Maserati rojo el que la rescata del chubasco, conducido además por un joven y promisorio ejecutivo.
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He decido caminar hasta ella y saber su nombre, de dónde viene, para dónde va, por qué ese empecinamiento en agarrar una pulmonía exponiéndose al temporal. Total, ya es hora de cerrar mi puesto de revistas. En zigzag, evadiendo charcos y autos y tapándome la cabeza con el último número de Variety, atravieso la avenida, pero, cuando estoy a punto de subirme a su andén, una motocicleta me embiste.
Mientras vuelo por los aires solo atino a torcer la cabeza para ubicar a la jovencita del paraguas amarillo, pero ya no está. La fuerza de la gravedad me ha hecho suyo y caigo, cuan largo y pesado soy, en una mezcolanza de miembros enredados y, probablemente quebrados, como el torpe insecto que acaba de masticar el depredador de turno.
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¿Podría uno ahogarse en un charco de la avenida? Cuando estoy a punto de comprobarlo una mano caritativa me agarra por los cabellos, me levanta la cara y me voltea por completo. Es el motociclista que, sin quitarse siquiera el casco, vocifera preguntando por mi estado. “Señor, ¿está usted bien?”, me pregunta, y desde la maraña de dolor que se me ha instalado en el sistema nervioso le pregunto por el paradero de la niña del paraguas amarillo. “¿Cuál niña? ¿Está loco? ¿Cómo se le ocurre cruzar así la avenida?”, pero dentro del grupo de pies y piernas que se ha congregado a mi alrededor para socorrer y contemplar mi desgracia, distingo unas botas coloradas y el borde de un impermeable amarillo. No hay duda, es ella, trato de levantar la mirada y la intuyo a través de la cortina de agua que nos descarga el cielo sin compasión. Ahora me siento satisfecho y fracturado, le grito al aguacero de curiosos.
No, no estoy loco. La locura es el papel colorido en el cual envolvemos todas las barbaridades que nunca nos hemos atrevido a hacer o decir. Luego todos estamos locos. Todo es cuestión de óptica.