La libertad para la escritora Ursula K. Le Guin fue el acceso a una biblioteca
En el aniversario de la muerte de la gran autora estadounidense, rescatamos las palabras que leyó en 1997 en la librería Multnomah County, de Portland, EE. UU.
Ursula K. Le Guin * / Especial para El Espectador
Mis bibliotecas
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Mis bibliotecas
Una biblioteca es un foco de atención, un lugar sagrado para una comunidad; y su carácter sagrado consiste en el hecho de ser accesible, pública. Es un sitio para todos. Recuerdo algunas bibliotecas, vivida y alegremente, como si fueran mis bibliotecas: partes de lo mejor de mi vida. (Recomedamos: El Ministerio de Cultura declaró 2024 como el año de Arnoldo Palacios, en memoria del escritor chocoano).
La primera que conocí cabalmente quedaba en Saint Helena, California, por entonces un pueblo pequeño y tranquilo, en su mayoría de italianos. Era una pequeña biblioteca de las subvencionadas por Carnegie; sus muros eran de estuco blanco y permanecía fresca y tranquila en las tardes ardientes de agosto, cuando mi madre nos dejaba allí a mi hermano y a mí mientras hacía la compra en las tiendas de Giugni y Tosetti. Karl y yo nos dirigíamos a la sala infantil como misiles sensibles a las palabras.
Una vez que hubimos leído todo lo que había en ella, incluidos los trece volúmenes de las aventuras de un niño detective gordo, tuvieron que dejarnos entrar en la sección para adultos. Fue una dura prueba para las bibliotecarias. Les parecía que estaban soltando a unos niñitos como nosotros en una sala llena de sexo, muerte y adultos raros como Heathcliff y la familia Joad; y, en efecto, así era. Quedamos profundamente agradecidos.
El único problema de la biblioteca de Saint Helena era que solo se podían sacar cinco libros por vez, y nosotros solo íbamos al pueblo un día por semana. De modo que sacábamos libros realmente contundentes, es decir, quinientas páginas con letra pequeña a dos columnas, como El conde de Montecristo. Los libros cortos no servían. Eran dos días de orgía y a pasar hambre durante el resto de la semana, sin nada salvo la biblioteca de la granja, que recitábamos de memoria antes de los diez años.
Imagino que éramos los únicos niños del condado de Napa que nos pegábamos en la cabeza con bastones al grito de: «¡Varlet! ¡Toma esto!», «¿Y qué hay, gordo granuja? ¿Acaso planeas cruzar el puente?». Por lo general Karl hacía de Robin Hood porque era el mayor, pero al menos nunca tuve que hacer de Lady Marian.
Después vino la sucursal de la biblioteca de Berkeley que estaba cerca de la escuela secundaria Garfield, donde mi recuerdo más querido es el de mi amiga Shirley mientras me lleva al estante de la letra N y me dice: «Aquí está una escritora llamada E. Nesbit, y tienes que leer 5 chicos & esto». Y vaya si tenía razón. Al llegar al octavo curso me desplacé como un líquido a la sala de adultos. Las bibliotecarias hicieron como que no se daban cuenta.
Pero recuerdo muy bien la expresión de una de ellas cuando llevé al mostrador una biografía gruesa y oscura de Lord Dunsany, como si de una reliquia sagrada se tratara. Fue una expresión muy parecida a la que años más tarde puso un inspector de aduanas de Seattle cuando abrió mi maleta y halló en su interior un queso Stilton: no una pieza entera y decente, sino una ruina, una cáscara enmohecida, un resto oloroso que nuestra amiga Barbara de Berkshire le había enviado afectuosa pero imprudentemente a mi marido. El hombre de la aduana dijo: «¿Y esto qué es?». «Bueno, es un queso inglés», contesté. Era un hombre alto y negro de voz grave. Cerró la maleta y dijo: «Señora, si lo quiere, puede llevárselo».
Y la bibliotecaria también me dejó llevarme a Lord Dunsany. Después vino la biblioteca pública de Berkeley, que felizmente se encuentra a solo una calle o dos de la escuela secundaria pública de Berkeley. Amaba a la una con la misma fuerza con que odiaba a la otra. En la segunda era una exiliada en la Siberia de las costumbres sociales adolescentes. En la primera estaba en casa y era libre. Sin la biblioteca no habría sobrevivido a la escuela, no con cordura en todo caso. Aunque, en fin, todos los adolescentes están locos.
Descubrí que los libros en otros idiomas estaban en la tercera planta, donde nunca iba nadie, así que me trasladé allí. En esa sección me acurruqué contra una ventana llena de telarañas con Cyrano de Bergerac en francés. Aún no sabía suficiente francés para leer Cyrano, pero eso no me detuvo. Fue entonces cuando descubrí que se puede leer en un idioma que no se conoce sí se lo ama lo suficiente.
Se puede hacer cualquier cosa que se ame lo suficiente. Lloré mucho en la tercera planta, por Cyrano y por otra gente. Di con la novela Jean Christophe y lloré por su personaje; y con Baudelaire, y lloré por él. Creo que solo a los quince años se puede apreciar realmente Las flores del mal. A veces tomaba por asalto las regiones de habla inglesa de la planta baja y me llevaba a casa a escritores como Ernest Dowson —«¡Te he sido fiel, Cynara! A mi manera»— y lloraba un poco más. Ah, eran buenos años para el llanto, y una biblioteca es un buen sitio para llorar. Bajito.
Luego siguió en mi vida la pequeña y adorable biblioteca universitaria de Radcliffe, y después —cuando decidieron que me podían permitir la entrada aun siendo una alumna de primer año y, lo que era mucho peor, siendo mujer— la biblioteca Widener de Harvard.
Les hablaré de mi definición personal de la libertad. La libertad es el acceso a los estantes de la biblioteca Widener. Recuerdo que la primera vez que salí de aquellos estantes interminables e increíbles apenas podía caminar bajo el peso de unos veinticinco libros. Pero iba volando. Volví la vista y miré las anchas escaleras del edificio y pensé: Es el cielo.
Eso es el cielo para mí. Todas las palabras del mundo, y todas esperando a que las lea. ¡Libre al fin, señor, libre al fin! No crean que cito esas nobles palabras a la ligera. No es mi intención. El saber nos hace libres, el arte nos hace libres. Una gran biblioteca es la libertad.
Y así, después de un alocado pero breve romance parisino con la Bibliothéque Nationale, llegué a Portland. Los primeros años que vivimos aquí tuvimos dos niños, y los pasé en casa con ellos. El gran gusto, el gran día libre, el suceso que esperaba durante toda la semana o el mes era conseguir una canguro e ir con Charles al centro, a la biblioteca. De noche, por supuesto; imposible hacerlo de día. Durante un par de horas, hasta el cierre, a las nueve. Zambullirme en el océano de palabras, vagar por los anchos campos de la mente, escalar las montañas de la imaginación. Eso era la libertad, la felicidad, como para la chiquilla de la biblioteca Carnegie o la alumna en la Widener. Y sigue siéndolo.
Esa felicidad no debe venderse. No debe «privatizarse», convertirse en un privilegio más de los privilegiados. Una biblioteca pública es un fondo público. Y con esa libertad no debe transigirse. Debe estar disponible para todos los que la necesiten, es decir todos, cuando la necesiten, es decir siempre.