La librería Morisaki, una pausa inolvidable
En 2008, el escritor Satoshi Yagisawa publicó su primera novela “Mis días en la librería Morisaki”, que ya está disponible en español gracias al sello editorial Letras de Plata. En sus páginas, el lector se encontrará con un ritmo lento y sereno que describe el sufrimiento, la tristeza y el sinsabor que provocan ciertas ausencias.
Elena Chafyrtth
En ocasiones, nos resulta difícil reconocer que la vida también se trata de hacer pausas. A veces necesitamos frenar por un momento, renunciar a las prisas y detenernos simplemente a contemplar, a mirar atentamente el paisaje. Sin embargo, estamos tan acostumbrados al frenesí con el que vivimos día tras día que entendemos que “parar”, así sea por unos cuantos minutos, es sinónimo de cobardía, frustración o debilidad. Esto se debe, quizás, a que alguna vez le hemos oído decir a alguien que las personas “exitosas” son las que nunca se detienen por nada ni por nadie, pero el hastío, la angustia y la incertidumbre terminan conduciéndonos por un laberinto infinito en el que nos enfrentamos a miles de encrucijadas y obstáculos, y es al detenernos, cuando recobramos el aliento y nos permitimos observar a nuestro alrededor, que encontramos la salida. Es ahí cuando comprendemos que la única manera de hacernos más fuertes es arriesgándonos a atravesar esos caminos, no una, sino cientos de veces, así parezcan tenebrosos, largos e infinitos. Una vez los cruzamos, desafiamos nuestros miedos y temores más profundos.
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Es precisamente el miedo lo que invade los huesos, las células y cada extremidad del cuerpo de Takako, la protagonista de la novela Mis días en la librería Morisaki, una mujer de veinticinco años que se describió a sí misma como torpe e insignificante, incapaz de expresar sus más hondos sentimientos. Fue un viernes del mes de junio cuando Hideaki, el hombre que hasta ese momento ella creía su “novio”, le confesó que se casaría con otra mujer con la que llevaba más de dos años. Ante esta revelación, ella se hundió en una profunda tristeza que la llevó a renunciar a su trabajo para no tener que verlo nunca más. Dejó de comer y se dedicó a dormir más de quince horas diarias durante un mes, pues esa fue la única estrategia que encontró para apaciguar el ruido de sus pensamientos, que la golpeaban, sin piedad, una y otra vez. Su madre, preocupada por su estado de salud, le dio un ultimátum: “Decídete, o vuelves a Kyushu o te vas con Satoru”. Ella luchó por cumplir su sueño de vivir en Tokio, por lo que volver al lado de su madre sería asumir su más grande derrota y despedirse para siempre de esta ciudad, que tanto adoraba. Así que, sin ninguna excusa, empacó sus cosas y se mudó al lado de su tío Satoru.
Era la primera vez que Takako viajaba a Jinbocho, el barrio más grande del mundo dedicado a los libros. Nunca se había acercado a ese lugar, por lo que quedó desconcertada al observar librerías por todas partes. Caminó varias cuadras cuando, en la calle más pequeña, Sakura Dori, finalmente se encontró con un letrero que decía: “Librería especializada en literatura moderna - Morisaki”, el negocio de su tío. Un edificio de madera, de dos pisos, en el que había montañas y montañas de libros. Fue tanta su impresión que no supo cómo acomodar sus cosas. Esa misma noche, cansada y sin fuerzas, decidió trasladar las torres gigantescas de libros hacia el otro cuarto, limpió las paredes y recuperó una mesita de noche que encontró, para darle algo de vida al que sería su nuevo cuarto.
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A partir de ese momento empezó su rutina: se levantaba a las ocho sin falta, se arreglaba a toda prisa y a las diez de la mañana en punto abría la librería. Los clientes iban y venían, y aunque Takako trataba de ser cordial, la literatura no era algo que le apasionara, a pesar de que en el instituto había leído a autores como Akutaga Ryūnosuke, Natsume Soseki y Mori Ōgai. No le importaban los libros y mucho menos el rumbo de la librería. Solo esperaba a que llegase su tío para irse a dormir, y en días de cierre podía dormir más de veinte horas. El barrio era tan tranquilo y silencioso que podía escucharse perfectamente el ruido producido por las hojas una vez se desprenden de los árboles.
Una noche, Satoru, preocupado al ver que Takako no hacía más que dormir en su tiempo libre, la invitó a un café que quedaba a tan solo unas cuadras de la librería, Subouru, en el que conoció a Tomo y a Takano, quienes lo atendían y se convertirían en sus nuevos amigos. Al salir del café, Takako y Satoru decidieron caminar por el barrio y fue en ese momento que su tío le contó que estaba muy orgulloso de haber heredado la librería de su padre, aunque no siempre fue así, ya que muchas veces dudó, peleó y se lamentó por su destino. Por su parte, ella le confesó que sentía que atravesaba un camino eterno que no la conduciría a ningún lugar, y pensaba con frecuencia que desperdiciaba cada segundo de su vida. Él, con un tono tranquilo y sereno, le contestó: “No, no creo. A veces, es necesario parar. Es como una parada en un largo viaje. Imagina que has soltado el ancla en una pequeña bahía. Descansarás un poco y tu barco zarpará de nuevo”. Takako llegó de nuevo a la librería y, aunque se sintió agotada, no pudo conciliar el sueño: se levantó de la cama y, decidida, posó su mirada en las enormes filas de libros que yacían en su cuarto. Entonces, cerró los ojos, estiró su mano y escogió un libro al azar: Hasta la muerte de una joven, del escritor Murō Saisei. Pensó en que leer algunas páginas del libro bastarían para que se quedara dormida, pero sucedió todo lo contrario.
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Una vez empezó a leer no pudo parar de hacerlo. Para su sorpresa, leyó durante toda la madrugada. La historia la había atrapado completamente: su protagonista, al igual que ella, pasaba por un duelo amoroso. A partir de ese día se refugió en las palabras de viejos autores, que describían sus más profundas sensaciones. Atrás habían quedado los días grises y las largas siestas. Aquella librería le había heredado el amor por los libros y por las historias que estos contaban. Desde ese momento, esperaba que su tío llegara a reemplazarla para ponerse a leer en Subouru. Se permitía leer despacio, con detenimiento, al ritmo de los autores que le habían devuelto la vida. Una tarde, mientras leía “Paisaje del alma”, del escritor Kajii Motojirō, se encontró con la frase: “¿Qué significa mirar? Significa transferir a un objeto parte de nuestra alma, si no su totalidad”, la subrayó con un lapicero y sonrió: sentía afinidad con ese autor, con el que podía conversar a través de sus palabras. En repetidas ocasiones, al abrir un libro para comenzar su lectura se encontraba con hojas secas que reposaban entre las páginas, estas habían sido usadas como separadores por otros lectores. Entonces, las tomaba entre sus manos, las olía y se imaginaba a la persona que las habría puesto allí.
Antes de pisar la librería, recordaba a su tío Satoru como un hombre extraño y sin carácter, pero fue al acercarse a los libros que recordó aquellos instantes de su infancia en los que le gustaba ir a visitarlo. En aquel tiempo, durante horas, se dedicaban a tararear las canciones de los Beatles o a leer los mangas de Tezuka Osamu e Ishinomori Shōtarō. “Yo misma había malentendido muchas partes de la personalidad del tío Satoru. Es posible ser parientes, compañeros de escuela o colegas de trabajo durante años, pero si no se hace un esfuerzo para conectar realmente con los demás, es como si no nos conociésemos de nada”. Leer cientos de libros durante su estadía en aquel viejo edificio de madera le había devuelto las ganas de vivir y seguir, en busca de su propio camino, pero también le había permitido encontrarse y perdonarse a sí misma y comprender que no existen buenas o malas personas, sino simplemente seres humanos, que actúan movidos por las profundas cicatrices que llevan incrustadas en el alma.
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“La mañana de mi partida me puse a mirar la librería Morisaki… Puse buena cara e hice una reverencia hacia la librería. Nunca olvidaré todo lo que me has dado, pensé… Las personas que me vieran llorando de esa manera pensarían que era algo rara, pero no me importaba. Lloraba porque tenía ganas de llorar y nunca en mi vida había llorado unas lágrimas tan felices”.
A través de una prosa cálida, lenta y diáfana, el escritor Satoshi Yagisawa nos conduce por enormes oleadas llenas de emociones, que provocarán una infinidad de ruidos en la mente del lector, llevándonos a comprender que una pausa durante el viaje, puede significar el momento más revelador de nuestra vida.
En ocasiones, nos resulta difícil reconocer que la vida también se trata de hacer pausas. A veces necesitamos frenar por un momento, renunciar a las prisas y detenernos simplemente a contemplar, a mirar atentamente el paisaje. Sin embargo, estamos tan acostumbrados al frenesí con el que vivimos día tras día que entendemos que “parar”, así sea por unos cuantos minutos, es sinónimo de cobardía, frustración o debilidad. Esto se debe, quizás, a que alguna vez le hemos oído decir a alguien que las personas “exitosas” son las que nunca se detienen por nada ni por nadie, pero el hastío, la angustia y la incertidumbre terminan conduciéndonos por un laberinto infinito en el que nos enfrentamos a miles de encrucijadas y obstáculos, y es al detenernos, cuando recobramos el aliento y nos permitimos observar a nuestro alrededor, que encontramos la salida. Es ahí cuando comprendemos que la única manera de hacernos más fuertes es arriesgándonos a atravesar esos caminos, no una, sino cientos de veces, así parezcan tenebrosos, largos e infinitos. Una vez los cruzamos, desafiamos nuestros miedos y temores más profundos.
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Es precisamente el miedo lo que invade los huesos, las células y cada extremidad del cuerpo de Takako, la protagonista de la novela Mis días en la librería Morisaki, una mujer de veinticinco años que se describió a sí misma como torpe e insignificante, incapaz de expresar sus más hondos sentimientos. Fue un viernes del mes de junio cuando Hideaki, el hombre que hasta ese momento ella creía su “novio”, le confesó que se casaría con otra mujer con la que llevaba más de dos años. Ante esta revelación, ella se hundió en una profunda tristeza que la llevó a renunciar a su trabajo para no tener que verlo nunca más. Dejó de comer y se dedicó a dormir más de quince horas diarias durante un mes, pues esa fue la única estrategia que encontró para apaciguar el ruido de sus pensamientos, que la golpeaban, sin piedad, una y otra vez. Su madre, preocupada por su estado de salud, le dio un ultimátum: “Decídete, o vuelves a Kyushu o te vas con Satoru”. Ella luchó por cumplir su sueño de vivir en Tokio, por lo que volver al lado de su madre sería asumir su más grande derrota y despedirse para siempre de esta ciudad, que tanto adoraba. Así que, sin ninguna excusa, empacó sus cosas y se mudó al lado de su tío Satoru.
Era la primera vez que Takako viajaba a Jinbocho, el barrio más grande del mundo dedicado a los libros. Nunca se había acercado a ese lugar, por lo que quedó desconcertada al observar librerías por todas partes. Caminó varias cuadras cuando, en la calle más pequeña, Sakura Dori, finalmente se encontró con un letrero que decía: “Librería especializada en literatura moderna - Morisaki”, el negocio de su tío. Un edificio de madera, de dos pisos, en el que había montañas y montañas de libros. Fue tanta su impresión que no supo cómo acomodar sus cosas. Esa misma noche, cansada y sin fuerzas, decidió trasladar las torres gigantescas de libros hacia el otro cuarto, limpió las paredes y recuperó una mesita de noche que encontró, para darle algo de vida al que sería su nuevo cuarto.
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A partir de ese momento empezó su rutina: se levantaba a las ocho sin falta, se arreglaba a toda prisa y a las diez de la mañana en punto abría la librería. Los clientes iban y venían, y aunque Takako trataba de ser cordial, la literatura no era algo que le apasionara, a pesar de que en el instituto había leído a autores como Akutaga Ryūnosuke, Natsume Soseki y Mori Ōgai. No le importaban los libros y mucho menos el rumbo de la librería. Solo esperaba a que llegase su tío para irse a dormir, y en días de cierre podía dormir más de veinte horas. El barrio era tan tranquilo y silencioso que podía escucharse perfectamente el ruido producido por las hojas una vez se desprenden de los árboles.
Una noche, Satoru, preocupado al ver que Takako no hacía más que dormir en su tiempo libre, la invitó a un café que quedaba a tan solo unas cuadras de la librería, Subouru, en el que conoció a Tomo y a Takano, quienes lo atendían y se convertirían en sus nuevos amigos. Al salir del café, Takako y Satoru decidieron caminar por el barrio y fue en ese momento que su tío le contó que estaba muy orgulloso de haber heredado la librería de su padre, aunque no siempre fue así, ya que muchas veces dudó, peleó y se lamentó por su destino. Por su parte, ella le confesó que sentía que atravesaba un camino eterno que no la conduciría a ningún lugar, y pensaba con frecuencia que desperdiciaba cada segundo de su vida. Él, con un tono tranquilo y sereno, le contestó: “No, no creo. A veces, es necesario parar. Es como una parada en un largo viaje. Imagina que has soltado el ancla en una pequeña bahía. Descansarás un poco y tu barco zarpará de nuevo”. Takako llegó de nuevo a la librería y, aunque se sintió agotada, no pudo conciliar el sueño: se levantó de la cama y, decidida, posó su mirada en las enormes filas de libros que yacían en su cuarto. Entonces, cerró los ojos, estiró su mano y escogió un libro al azar: Hasta la muerte de una joven, del escritor Murō Saisei. Pensó en que leer algunas páginas del libro bastarían para que se quedara dormida, pero sucedió todo lo contrario.
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Una vez empezó a leer no pudo parar de hacerlo. Para su sorpresa, leyó durante toda la madrugada. La historia la había atrapado completamente: su protagonista, al igual que ella, pasaba por un duelo amoroso. A partir de ese día se refugió en las palabras de viejos autores, que describían sus más profundas sensaciones. Atrás habían quedado los días grises y las largas siestas. Aquella librería le había heredado el amor por los libros y por las historias que estos contaban. Desde ese momento, esperaba que su tío llegara a reemplazarla para ponerse a leer en Subouru. Se permitía leer despacio, con detenimiento, al ritmo de los autores que le habían devuelto la vida. Una tarde, mientras leía “Paisaje del alma”, del escritor Kajii Motojirō, se encontró con la frase: “¿Qué significa mirar? Significa transferir a un objeto parte de nuestra alma, si no su totalidad”, la subrayó con un lapicero y sonrió: sentía afinidad con ese autor, con el que podía conversar a través de sus palabras. En repetidas ocasiones, al abrir un libro para comenzar su lectura se encontraba con hojas secas que reposaban entre las páginas, estas habían sido usadas como separadores por otros lectores. Entonces, las tomaba entre sus manos, las olía y se imaginaba a la persona que las habría puesto allí.
Antes de pisar la librería, recordaba a su tío Satoru como un hombre extraño y sin carácter, pero fue al acercarse a los libros que recordó aquellos instantes de su infancia en los que le gustaba ir a visitarlo. En aquel tiempo, durante horas, se dedicaban a tararear las canciones de los Beatles o a leer los mangas de Tezuka Osamu e Ishinomori Shōtarō. “Yo misma había malentendido muchas partes de la personalidad del tío Satoru. Es posible ser parientes, compañeros de escuela o colegas de trabajo durante años, pero si no se hace un esfuerzo para conectar realmente con los demás, es como si no nos conociésemos de nada”. Leer cientos de libros durante su estadía en aquel viejo edificio de madera le había devuelto las ganas de vivir y seguir, en busca de su propio camino, pero también le había permitido encontrarse y perdonarse a sí misma y comprender que no existen buenas o malas personas, sino simplemente seres humanos, que actúan movidos por las profundas cicatrices que llevan incrustadas en el alma.
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“La mañana de mi partida me puse a mirar la librería Morisaki… Puse buena cara e hice una reverencia hacia la librería. Nunca olvidaré todo lo que me has dado, pensé… Las personas que me vieran llorando de esa manera pensarían que era algo rara, pero no me importaba. Lloraba porque tenía ganas de llorar y nunca en mi vida había llorado unas lágrimas tan felices”.
A través de una prosa cálida, lenta y diáfana, el escritor Satoshi Yagisawa nos conduce por enormes oleadas llenas de emociones, que provocarán una infinidad de ruidos en la mente del lector, llevándonos a comprender que una pausa durante el viaje, puede significar el momento más revelador de nuestra vida.