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Ahora mismo estoy leyendo La montaña mágica de Thomas Mann. Una obra de aproximadas mil páginas en la que fluye el pensamiento como si el tiempo no existiera. Hay quienes la señalan como una obra tediosa, aburrida y sin emoción alguna. La paciencia se les colma y mueren ante la inercia de un protagonista que se detiene en detalles que parecen, ante los ojos de un lector desprevenido, algo irrelevante. Y es que no es difícil de entender: una sociedad acostumbrada al entretenimiento y al alto impacto se le hace imposible asimilar que un libro de tal grosor no narre más que las reflexiones de un hombre extraño sobre el tiempo, la muerte y la enfermedad.
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Es cierto que al abrir un libro deseamos que nos cuenten una gran historia (por lo menos cuando de novelas se trata), pero es también un insulto a la inteligencia (aunque esto suene prepotente) el aspirar más al contenido que a la forma. Las grandes obras de literatura han marcado un hito no por lo que se dijo en su momento, sino por la forma en que se dio la construcción literaria. Casos puntuales como los de Marcel Proust, Robert Musil y Hermann Broch. Sin embargo, los best seller que vemos a diario hacen más parte de una literatura hollywoodense que se enmarca en la distracción, pero que en el fondo son textos vacíos.
No obstante, (reitero) las mejores reflexiones se dan en los lapsos contemplativos en que nos detenemos ante el mundo y no transcurre más que el pensamiento. No hubiese sido posible una obra como En busca del tiempo perdido si su autor no se hubiese centrado en contemplar el paisaje cada vez que disfrutaba de sus paseos matinales. Tómese también si se quiere La tejedora de coronas, de Germán Espinosa, una de las grandes obras de literatura colombiana donde la forma de narrar rompe con todo paradigma estilístico y se escribe como se piensa: sin puntos seguidos. Cada párrafo es un exquisito transcurrir que no tiene frenos. Lo mismo pasa también en el cine. Lo interesante no es lo que sucede, sino el desarrollo psicológico de los protagonistas, su edificación y la calidad técnica.
Podrán objetarme: ¡Pero es que uno no siempre quiere leer para pensar! Muchas veces solo se busca entretenerse, pasar una tarde con un libro en la playa y divertirse un domingo por la tarde. Eso es claro, y estoy de acuerdo. Pero lo que me llama la atención es que sean precisamente estos libros los que más vendan y no los que generan asombro e inquietud por lo que nos rodea. Porque no es válida esa terrible publicidad que hicieron en el 2017 la Biblioteca Nacional de Colombia y el Ministerio de Cultura diciendo que “Lee lo que quieras, pero lee”. Bastante productivo debe ser un libro de Germán Garmendia, ¡Ja!
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Y es que la literatura también se instrumentaliza. O por lo menos hacia allá tienden algunas editoriales (que funcionan más como multinacionales) haciendo del libro un objeto comercial, como cualquier otro, e ignorando su valor sagrado. Por ejemplo, ¿qué es lo que se busca cuando se le pide a un youtuber o a los llamados influenciadores digitales que escriban un libro? No se espera una gran obra literaria, por supuesto, sino un fin lucrativo. ¡Cómo me hacen reír quienes alardean por leer tres libros a la semana! Como si el fin de la lectura fuera acumular libros leídos y no el placer contemplativo que esta otorga. Hasta las características que utilizan es ridícula. ¿Qué es eso de devorar libros? Como si la literatura no fuese para disfrutar y sentir, sino para pasar por encima de ella.
En fin, ojalá fuésemos capaces de detenernos más, no solo a reflexionar sobre páginas que nos sumergen en lo más recóndito de nuestro espíritu, sino también a filosofar más sobre la vida misma, pues como dijo en algún momento Pascal: “Toda la infelicidad de los hombres proviene de una cosa: no saber estar inactivos dentro de una habitación”.