La literatura moderna y las figuras hispánicas, por Carlos Fuentes

En memoria del escritor mexicano, de quien hoy se cumplen diez años de su muerte, publicamos fragmento de su libro de ensayos “A viva voz”, editado por el sello Alfaguara.

Carlos Fuentes * / Especial para El Espectador
15 de mayo de 2022 - 04:08 a. m.
Carlos Fuentes (izq.) y Gabriel García Márquez fueron grandes amigos y protagonistas del llamado “boom” latinoamericano que transformó la literatura en lengua española.
Carlos Fuentes (izq.) y Gabriel García Márquez fueron grandes amigos y protagonistas del llamado “boom” latinoamericano que transformó la literatura en lengua española.
Foto: Getty Images
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Gabriel García Márquez comentaba hace poco que, después de Dostoyevski, le resulta muy difícil, si no imposible, intentar el análisis sicológico en la novela. Esta convicción llevó al gran novelista colombiano a buscar una novela potencial mediante el arte de la pura estructura narrativa en tensión con el encanto de la narración.

Yo estoy de acuerdo con García Márquez, pero pienso más a menudo en Flaubert que en Dostoyevski. El novelista ruso posee un borde deshebrado, una orilla desmañada. Pero la perfección del novelista francés me llena de admiración y de rabia. Lo adoro. Lo detesto. Nadie puede escribir inocentemente después de Flaubert. La palabra perfecta —le mot juste— no puede ser ya la palabra espontánea, desgarbada y carenante de Dickens o de Balzac. Claro que tanto las palabras de Flaubert como las de Dickens anhelan la encarnación: las palabras son voces, las voces son personajes y Flaubert conjuga palabra, voz y personaje en su famosa frase: Madame Bovary soy yo. (Recomendamos: La historia de la novela de Carlos Fuentes sobre el líder del M-19 Carlos Pizarro, crónica de Nelson Fredy Padilla).

Podemos envidiar, sin malicia alguna, la frescura de la caracterización en Balzac o en Dickens. Hay una alegría y un vigor persistentes en la plenitud de las apariciones y las maneras individuales que encontramos en La Comedia humana. Podemos admirar infinitamente la vertiginosa diferenciación externa —ropa, habla, manías, estatus social— que distinguen infinitamente a los personajes de David Copperfield o Bleak House. (Relato de un náufrago, de García Márquez, se oye ahora en pódcast).

Pero Flaubert —nuestro salvador, nuestro verdugo— no devora a toda una sociedad como lo hizo Balzac: Flaubert la vomita. Flaubert no se reposa en un parador del camino con Mr. Pickwick mientras ambos beben un jarro de cerveza tibia. Flaubert bebe arsénico, lo impotable, lo indigerible. Y no se detiene en las diferencias externas: penetra la cabeza, el corazón, las entrañas de su personaje mientras esta mujer terrible, frágil, inolvidable, este carácter pleno que es Emma Bovary relee la carta de despedida de su amante, se recarga contra el marco de la ventana, resopla de rabia, se siente confusa, oye el latir acelerado de su corazón, espera que el mundo se derrumbe, se pregunta por qué no pone fin a su vida, es libre de hacerlo, se inclina hacia afuera, mira la banqueta y dice “Ahora, ahora”.

El piso se mecía como un barco en una tormenta. Emma estaba en el filo del abismo, casi colgada, rodeada de un enorme vacío. El azul del cielo la ahogó; el aire corrió a través de su cerebro vacío. Todo lo que tenía que hacer era dejarse ir… Entonces la interrumpe su sirvienta, Félicité, quien le dice:

—El Señor la está esperando, señora. La sopa está servida.

Nosotros sabemos que no es la sopa, sino el veneno, lo que está servido. Pero no podemos culpar a la sirvienta, Félicité, por ofrecerle a Emma Bovary el alimento de la vida. En su maravilloso contrapunto a Madame Bovary, el cuento titulado “Un corazón sencillo”, otra sirvienta, también llamada Félicité, vive su vida simple pero completamente, digiriendo cada

momento del presente, saboreando cada memoria del pasado y esperando su reunión con un loro disecado que se parece al Espíritu Santo como dos gotas de la misma pila bautismal.

Me parece muy difícil conocer a un personaje mejor o penetrar en su sicología más de lo que Flaubert logra. Su arte nos llena de alegría: aquí está la culminación de ese proceso de diferenciación personal iniciado por la novela moderna, novela por la novedad de sus personajes, liberados de destinos predeterminados y de conclusiones mitológicas. Aquí está la prueba de que la novela se propone como un instrumento de duda y de cuestionamiento constantes, de ironía y de intención democrática, contraria a las jerarquizaciones dogmáticas de la vida.

Admitimos esto: permanecemos en la playa desierta de la modernidad con nuestra alegría; la marea se retira; empezamos a diseñar figuras en la arena con un dedo, una astilla, un caracol: lo que esté a la mano. Yo digo Flaubert; García Márquez dice Dostoyevski; ustedes podrían decir Proust.

El más refinado de los escritores españoles modernos, José Bergamín, lo dice de esta manera peculiarmente suya: una mañana Balzac abre enérgicamente las ventanas de la casa de la ficción europea. Proust es el mayordomo que las cierra lentamente, al atardecer, una tras otra, y luego se retira, dándonos la espalda, por un largo y sombrío corredor. Proust se guarda la llave de la casa en la bolsa trasera del pantalón. Pero esa llave es de oro.

¿Quién vive hoy en esa casa abandonada? Un hombre que se despierta una mañana y descubre que se ha convertido en insecto. Un hombre que se ve en el espejo y descubre que ha perdido su cara. Un hombre que no es recordado por nadie. Pero un hombre que puede ser ejecutado porque es desconocido: porque es otro. Es el hombre de Kafka: la víctima de la dialéctica de la felicidad que fue la razón de ser de la modernidad.

La novela moderna nunca fue escrita por Pollyanna la niña feliz. Pero la sociedad moderna, en gran medida, sí lo fue: la secularización de la promesa cristiana por las sociedades industriales ofreció a todos, en vez de la redención y el paraíso, un progreso ineludible, tan seguro como la infinita perfectibilidad del ser humano.

Pero la modernidad es moderna, sus verdades no pueden convertirse en dogmas, ni sus relativos en absolutos. La dicción moderna debe ser seguida por su contradicción. Por ello, si la felicidad —su identificación, su búsqueda, su posesión— fue el sentido de las libertades revolucionarias ganadas en el siglo XVIII, era inevitable que una libertad contradictoria —la libertad para la desgracia— reclamara una presencia en el seno de la cultura crítica de la modernidad.

Condorcet afirma que la historia es un progreso constante hacia la perfección final. Blake le recuerda que la crueldad posee un corazón humano. Adam Smith asegura que el hombre, dejado a sí mismo, buscará su propio bien y en consecuencia el bien de todos. Dostoyevski, desde el subterráneo, dice que el hombre puede buscar, ferozmente, su propio mal y el mal de todos.

Hay una gran presencia en el universo moderno: la del espíritu crítico. También hay una gran ausencia: la del sentimiento trágico. Mediante la aptitud crítica, la modernidad legitima sus propios orígenes rebeldes y abre lo que Whitman llamaría las “vistas democráticas”. Pero por causa de la ausencia trágica, olvida que parte de la verdadera gloria y del verdadero progreso humanos es conocer los límites del hombre, de su historia, de sus instituciones políticas, de sus teorías económicas y de sus almacenes bélicos. No somos más fuertes que la naturaleza, pero sí somos capaces de luchar contra una libertad tan valiosa como la nuestra. Somos capaces de derrota, pero podemos convertir la derrota en libertad y en condición para la continuidad de la vida: para que la ciudad sobreviva.

Algunos poetas —Blake, Baudelaire, Rimbaud—, algunos narradores novelistas —Kleist, Dostoyevski—, algunos dramaturgos —Büchner—, un filósofo —Nietzsche— comprendieron que la promesa religioso-política de la felicidad requería no sólo la crítica democrática, sino la conciencia trágica, para limitarse a sus justas proporciones.

A medida que el progreso progresó sin asegurar felicidad sino abundancia o servidumbre, la exigencia de la felicidad como razón de ser de la sociedad se impuso, por medios comerciales o totalitarios, con intolerancia creciente. ¿Quién se atreve a ser infeliz si goza de una televisión a colores y posee una tarjeta de crédito en los Estados Unidos — si comparte un apartamento con seis desconocidos y puede pasar una semana de vacaciones anuales en el mar Negro— si es respaldado por una reserva petrolera de 250 mil millones de barriles? ¿Quién?

Los sueños de riqueza y ascenso de Kastigmac y Rubempré, de Becky Sharp y de Emma Bovary, se han cumplido. No sólo son sueños infelices o vulgares, son sueños enfermos. Su plenitud como personajes ya no es tal: carecen de la “conciencia desgraciada”, no conocen su yo enemigo. El sueño está enfermo, nos dicen las novelas de Mann. El enfermo ya no puede soñar, dice Kafka. Kafka concluye brutalmente las ilusiones del siglo XVIII: tenemos que ser felices porque la ley lo ordena, y si somos infelices entonces deberemos ser culpables.

¿Por qué somos felices? Porque hemos olvidado y hemos sido olvidados. Porque ya no tenemos pasado. En la obra maestra de la comedia decimonónica, El inspector general de Gogol, Jlestajov, que es Nadie, es aceptado por Todos como Alguien: el inspector ansiosamente aguardado. En El castillo de Kafka, k, que se supone es Alguien —el esperado agrimensor— resulta ser Nadie.

Todos recuerdan al inspector general. Nadie recuerda al agrimensor. Jlestajov tenía un rostro —demasiados rostros, quizás, puesto que todos en la capital provinciana ven en él al hombre que él no es. Donald Fanger, en su admirable libro sobre Gogol, ha señalado que el genio del autor ruso consiste en no presentar a su protagonista como un pícaro sino como un ingenuo que se convierte en el socio perfecto del alcalde y de sus asociados: la felicidad es una folie à deux: una locura compartida.

El agrimensor k no tiene esta suerte: no encontrará socios para su identificación: para su ser. Sin embargo, debe considerarse afortunado en no ser. k no tiene rostro: no puede ser visto. Ha sido olvidado. ¿Qué vamos a hacer con este doloroso hermano nuestro, el hombre de Kafka, el héroe final de la novela, que un día pudo imaginarse a sí mismo como un paladín de la caballería andante y ahora ni siquiera puede concebirse como un insecto?

¿Qué vamos a hacer con él? ¿Cortarle la cabeza porque ha perdido su cara? ¿Ejecutarlo porque, nacido en Praga, carece de pasaporte, de figura, de mito? ¿Defenestrarlo? El primitivo mundo moderno siente la tentación de exterminar lo extraño. Kafka nos pide algo más difícil. No nos invita a una ejecución. Nos invita a una escritura.

Pero, ¡qué escritura! Va a tener lugar en una colonia penitenciaria. Va a ocurrir en la espalda desnuda de un prisionero. No tenemos rostro, no tenemos memoria, pero al fin somos dueños del escenario de la historia, y bajo sus luces descoloridas hemos de repetir las palabras de los ideólogos y escuchar el ruido de los magnavoces que nos aseguran: Todos somos felices. Kafka contesta: Sólo significaremos algo si logramos escribir algo en la carne de las víctimas de la historia de la felicidad.

Yo quiero contestar al dilema del personaje sin rostro en el escenario vacío desde la tradición hispánica que es la nuestra. No tengo otra manera cierta de responder a este desafío que exige todo menos resignación —¿cómo, si no desde el lugar donde nuestra tradición encuentra nuestras posibilidades de creación y éstas, acaso, afectan la tradición que las nutre?

Escucho unos nudillos que tocan a las puertas de mi tradición. Miro a través de las ventanas abiertas por nuestros tres grandes arquetipos —Don Quijote, Don Juan y la Celestina— y sólo miro la oscuridad. No reconozco a las figuras que tocan, pidiendo ser admitidas. Me parecen oscuras e informes. No son yo; no son Madame Bovary que es Flaubert.

¿No hay un elemento de consolación en esta frase, Madame Bovary soy yo? Si el autor es el personaje y el personaje soy yo, el lector está siendo invitado a reconocerse en el personaje y en el autor. Una familia feliz se reúne: la literatura posee un gran poder de identificación y nadie ama una novela o una pieza de teatro más que cuando, lector o espectador se reconocen en ellas. Las palabras radicales son del mismo siglo que el de Flaubert, son de Rimbaud: Yo es Otro Estas palabras no ofrecen consuelo, sino exigencia.

Somos otro. Y el Otro puede ser extraño. El Otro puede alarmarnos, repugnarnos. Rehusaremos reconocernos en el Otro porque él o ella no son como tú y yo —quizás él o ella son negro, o rojo, o están sepultados hasta el pescuezo en basura, o se han convertido en cucarachas, o creen que son caballeros andantes que deben desfacer tuertos y proteger a las viudas y a los huérfanos, o creen que el amor debe gozarse esta noche porque la muerte está a gran jornada, o son una vieja alcahueta que sabe algo que nosotros desconocemos.

Yo es Otro: las etapas de la identificación se vuelven más difíciles que en Madame Bovary o Northanger Abbey, donde la simpatía hacia el personaje se convierte fácilmente en simpatía hacia nosotros mismos. Sin embargo, ¿no son los personajes de estas novelas de Flaubert y Austen el desarrollo de otra cosa, no son otro que es un yo? ¿No son Emma Bovary y Catherine Morland las nietas distraídas de Don Quijote de la Mancha, dos muchachas del siglo XIX que también creen en lo que leen? ¿No son retoños de un arquetipo?

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara.

Por Carlos Fuentes * / Especial para El Espectador

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