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La luna de Galileo y el fin de la cosmología geocéntrica

Un texto sobre cómo las observaciones telescópicas de Galileo Galilei fueron definitivas en el ocaso de la cosmología clásica y marcaron el inicio de una nueva era en la que la Tierra y los seres humanos dejaron de ser el centro del universo.

Mauricio Nieto Olarte
09 de febrero de 2024 - 11:35 p. m.
Dibujo de la Luna de Galileo Galilei. “Mensajero sideral” (1610).
Dibujo de la Luna de Galileo Galilei. “Mensajero sideral” (1610).
Foto: Biblioteca Houghton
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Cualquiera de nosotros, con o sin la ayuda de telescopios o binoculares, podemos observar irregulares manchas en la Luna. Yo desde niño siempre he visto lo que mi padre me enseñó a ver: un gran conejo en la superficie lunar. Tal vez a algunos les cuesta reconocerlo, pero ahí está. Otros, como Galileo Galilei, vieron muchas más cosas y su lectura de esas manchas puso en aprietos la autoridad de la cosmología de Aristóteles y quienes lo siguieron por siglos.

Pocas figuras han atraído tanta atención a los historiadores de la ciencia como Galileo Galilei, para muchos, el padre de la ciencia moderna y una figura histórica que se parece a la de Sócrates, un mártir defensor de la razón y perseguido por una Iglesia dogmática e ignorante. Poco se recuerda lo obvio: este astrónomo fue un hombre de fe, parte de los círculos más poderosos de la Italia católica del Renacimiento, cercano al papa y destacado cortesano, tutor y protegido del gran duque de Toscana. Como buen humanista de la Italia del Renacimiento, Galileo, hijo de un maestro de música, interpretaba el laúd y se interesaba por las artes. Sin duda un pensador revolucionario y un virtuoso escritor cuya obra ha mantenido ocupadas a varias generaciones de historiadores de la ciencia. Me limito acá a comentar uno de sus grabados, un dibujo, en apariencia simple, que puede ayudarnos a explicar una de las más radicales ideas de la historia de las ciencias: que la Tierra es un planeta más y que no somos el centro del universo.

En 1609, un nuevo artefacto que permitía ver más cerca los objetos lejanos se robó la atención del inquieto matemático de la corte de los Médici. Consciente del potencial de este artilugio óptico, se puso en la tarea de ensamblar sus propias combinaciones de lentes con mejoras considerables. El aparato podría ofrecer obvios usos prácticos y militares como la observación de barcos en el horizonte antes de que fueran visibles a simple vista. No obstante, Galileo encontraría usos aún más interesantes apuntando su anteojo a objetos más lejanos y fuera de la tierra como la Luna, el Sol, los planetas y las estrellas. La potencia de su telescopio podría hoy parecer rudimentaria (20 veces la del ojo humano), pero, sumada al ingenio del pensador italiano, fue suficiente para ofrecer una nueva imagen de los astros que cambiaría la historia de nuestra concepción del cosmos.

En La Física y Sobre el cielo, Aristóteles y quienes lo siguieron por siglos asumieron que el mundo celeste estaba compuesto de un quinto elemento: éter, de naturaleza superior a los elementos terrenales. A diferencia de la tierra, el agua, el aire y el fuego, que por naturaleza se mueven en línea recta, el éter tiene por naturaleza un movimiento circular alrededor de una Tierra inmóvil en el centro del universo.

En oposición a la presunta perfección esférica de los cuerpos celestes compuestos de éter, tal como deberían ser según las enseñanzas de la filosofía natural de Aristóteles, Galileo vio, y tal vez exageró, una superficie lunar irregular con valles y montañas no muy distintos a los terrestres. Sus dibujos y grabados publicados en 1610 evidencian una cuidadosa manufactura que nos da la confianza de realismo y precisión, pero más que simples copias de la realidad, se trata de argumentos que tuvieron un propósito muy claro: cuestionar las ideas de la cosmología tradicional. Si la Luna es como la Tierra, toda la física de la cosmología geocéntrica se tendría que revaluar.

Con el telescopio de Galileo el universo se expandió con una Vía Láctea mucho más rica, compuesta por millares de estrellas y fenómenos como nebulosas imperceptibles al ojo humano. En cuanto a los planetas, detectó cambios en la forma de Venus: fases similares a las de la Luna que solo se podrían explicar como consecuencia de la posición relativa de la Tierra y Venus girando alrededor del Sol.

Aún más contundente fue su fantástico descubrimiento al detener su atención sobre Júpiter: cerca del planeta pudo apreciar pequeños cuerpos luminosos, que para muchos habían pasado desapercibidos como pequeñas estrellas lejanas e independientes del planeta. Como resultado de una observación obstinada, notó algo diferente: estos objetos cambiaban de posición sin alejarse del planeta y, por lo tanto, no eran estrellas, sino satélites de Júpiter, lunas como la de la Tierra. ¿Qué explicación posible ofrecería un aristotélico a cuerpos celestes que giran alrededor de otros cuerpos celestes que no son el centro del universo? La explicación física del cosmos que heredamos de la filosofía griega se fue quedando sin respuestas.

Hoy tales observaciones y argumentos nos parecen obvios e irrefutables; sin embargo, en su tiempo este tipo de conclusiones fueron debatidas con vehemencia. Donde Galileo veía manchas solares, montañas lunares y satélites, muchos solo veían imperfecciones del aparato y sus lentes. En su momento, la necesidad de apreciar la obra de Dios con artefactos creados por el hombre implicaba interrogantes, y la mayoría consideraba que la forma correcta de ver el mundo seguía siendo el maravilloso y perfecto ojo humano. ¿Cómo era posible que un artefacto hecho por el hombre pudiera mostrarnos un mundo más real del que vemos con nuestros ojos?, ¿por qué Dios nos habría dado una visión imperfecta de manera que tuviéramos que usar la ayuda de un instrumento para ver el mundo correctamente?

Su aparato y sus hallazgos fueron, sin duda, espectaculares e hicieron de Galileo una celebridad. La publicación de estas novedades en su Sidereus Nuncius (Mensajero sideral), de 1610, fue un episodio definitivo para su carrera y para la historia de la ciencia. Con este trabajo sus mecenas pudieron celebrar su poder de manera similar a lo que hicieron con las grandes obras de arte o arquitectura de sus protegidos. Los satélites de Júpiter fueron presentados al mundo como las “estrellas de los Médici”, desde luego, una manera de honrar y enaltecer a sus mecenas florentinos. Sidereus Nuncius, sus grabados, bosquejos y explicaciones no pretendieron ser la más ostentosa obra de arte, tampoco un gran tratado filosófico, pero, como su título lo señaló, fue un anuncio de gigantes proporciones: llegó el fin de las autoridades clásicas y el comienzo de una nueva era. Si la idea fue llamar la atención, no hay duda de que lo logró.

Sus observaciones astronómicas fueron potentes aliadas de la revolución copernicana en la Europa del Renacimiento e hicieron famoso y notable a su promotor, pero dicha fama fue de doble filo: pronto atrajo la atención de muchos, entre ellos, poderosos enemigos que lo hicieron ver como un pensador peligroso y en conflicto con la autoridad de la Iglesia, que se vio obligada a tomar partido prohibiendo la circulación de su obra y obligando a su autor a reconocer la autoridad única de la teología sobre la filosofía natural.

Lecturas recomendadas sobre Galileo Galilei

Entre la abrumadora literatura sobre Galileo Galilei, mi recomendación sería el libro de Mario Biagioli, “Galileo Courtier”, publicado en 1993. Sobre Galileo y las artes sugiero el libro “Galileo as a Critic of the Arts”, escrito por Erwin Panofsky en 1954.

*Profesor titular del Departamento de Historia y Geografía de la Universidad de los Andes.

Mauricio Nieto Olarte

Por Mauricio Nieto Olarte

Mauricio Nieto Olarte es filósofo de la Universidad de los Andes y doctor en Historia de las Ciencias de la Universidad de Londres.

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