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Los niños que jugaban al trompo en la calle gritaban las palabras mágicas “¡Mencha, Mencha, Mencha!”. Entonces, en ese momento motivada por los gritos, deleitaba a la gente del terruño con su caminar cargado de movimientos rimbombantes y sonoros.
Era una mujer de mediana estatura, de labios finos y agrietados, tenía una hija, y su hija tuvo un hijo. El pelo lo llevaba ajustado en la nuca en dos moños. Nunca se le vio con vestidos o faldas, siempre usaba pantaloncitos cortos de overol, bien ajustados, blusa de tirantes, sin brasier, y calzaba sandalias de cuero adornadas con perlas compradas en las mejores joyerías del mercado de Bazurto.
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Ella respondía a los gritos ladeando los hombros, levantando las nalgas y se golpeaba las caderas. Caminaba y se golpeaba la cadera derecha con el puño, luego, la otra. A más gritos de: “¡Mencha, Mencha, Mencha!” con más brío se daba golpes con el puño bien apretado.
Idalia aprovechaba ese movimiento de caderas para acompañarla con el meneo del balancín. La seguía con la mirada, desde la ventana hasta que la perdía de vista al finalizar la plaza del pueblo.
Cuando “La Mencha” desaparecía por el barranco, todo volvía a su estado inicial: calor, sofocación, los perros haciendo la siesta en los corredores o bajo la sombra de algún palo, los niños retomaban su juego del trompo o la pelota, Idalia se incorporaba y cerraba la cortina de flores. La gente encendía nuevamente la radio o el televisor, también, los fogones para que el almuerzo continuara su cocción.
Cuando caía la tarde, Idalia iba a la cocina y levantaba del mesón su plato de comida, que servía a partes iguales su hermana Noris, ni un gramo más ni uno menos. Atravesaba el patio con su plato verde en una mano y un jugo en la otra, que podía ser de guayaba, maracuyá o agua de panela. Y se sentaba a comer, entre bocado y bocado se dejaba llevar por el movimiento casi ceremonial de su vieja mecedora. Cuando terminaba, se limpiaba la boca en un hombro, lanzaba si le había quedado un trozo de hielo al suelo del patio y metía los platos en la ponchera de peltre con agua y jabón. Les pasaba el estropajo, sin prisa, los aclaraba en otro barreño y por último ponía a escurrir los platos encima de la alberca o cualquier mesón que estuviera desocupado en ese momento.
Al regresar a la sala se sentaba a acabar de reposar la comida, intentaba controlar el meneo para no vomitar. Después de más de media hora de reposo, se levantaba y se iba al cuarto a ponerse la bata rosada para dormir.
Alguna vez soñó que era “La Mencha” recorriendo todo el pueblo con andar saltarín y desangrándose los puños de tantos golpes en las caderas que parecían hechas de hierro.
En una ocasión le hizo seña para que se acercara a la casa. La mujer fue con una sonrisa amplía en la boca creyendo que recibiría una propina o algún regalo.
─¿No te duelen las caderas? ─preguntó Idalia, sin vacilar.
─A mí, doña, no me duele na, debe de ser que como ya estoy acostumbrada, no siento dolor. Usted me ha visto que desde pequeña no lo puedo evitar, el doctor Morales le dijo a mi mamá que yo tenía una enfermedad que no se podía curar, y que era normal que me estuviera moviendo a cada momento, y cuando los pelaos gritan mi nombre siento que todo el mundo está pendiente de mí y me miran, entonces, muevo con más alegría estas caderas que mi Diosito me dio. Es que claro, yo nací para ser reina de belleza.
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Idalia agachó la cabeza como si fuera a rezar los misterios del rosario.
─Te entiendo perfectamente, a mí me ocurría lo mismo con la cuerda, no paraba de saltar, hasta me sangraban los pies y quería brincar más. Hasta que un vendedor le regaló a mi mamá una mecedora. Ahora ya no salto, pero me balanceo todo el día.
La Mencha la miró con los ojos bien abiertos, se dio un puñetazo en las caderas y gritó: ¡A mí que no me aquieten, que me gusta caminar por todas las calles de este pueblo y que me digan piropos… y sentir que soy la reina!