La metamorfosis pictórica de Georgia O’Keeffe
Entre colores vívidos y figuras que se abstraen de la realidad se encuentra la obra de la artista estadounidense Georgia O’Keeffe, quien ha sido llamada la “madre del modernismo americano”.
Andrea Jaramillo Caro
La observación de pequeños detalles de su entorno, los paisajes de su país natal y la soledad componen la obra de la estadounidense Georgia O’Keeffe. A la que hoy llaman “madre del modernismo americano” se reveló contra la forma en que enseñaban arte en los Estados Unidos y en el proceso de encontrar su propio estilo, se inclinó hacia el movimiento modernista que dio pie para que otros artistas buscaran expresar la psique americana.
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La observación de pequeños detalles de su entorno, los paisajes de su país natal y la soledad componen la obra de la estadounidense Georgia O’Keeffe. A la que hoy llaman “madre del modernismo americano” se reveló contra la forma en que enseñaban arte en los Estados Unidos y en el proceso de encontrar su propio estilo, se inclinó hacia el movimiento modernista que dio pie para que otros artistas buscaran expresar la psique americana.
A través de experimentos con la forma y los ritmos de la naturaleza, la artista canalizaba sus sentimientos y esto terminó caracterizando su obra en la que se reconocen paisajes desérticos de los Estados Unidos o cañones, pero aquellas obras por las que más se le conoce son sus representaciones de flores. Entre colores vivos y figuras geométricas ella logra que una imagen parezca otra. La vida de esta artista, como su obra, se vio marcada por las experiencias en diferentes lugares y la formación que tuvo cuando comenzó a dedicarse a su oficio.
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Fue la segunda de siete hijos y nació a finales del siglo XIX en 1887 en Sun Prairie, Wisconsin. Provenía de una familia de granjeros que tenía ascendencia húngara por el lado materno, su abuelo George Victor Totto fue un conde en este país y además su apellido se convirtió en el segundo nombre de O’Keeffe. Desde muy joven supo que un trabajo en el campo no era lo suyo y a los 10 años se decidió por el arte. Con ella se llevó a dos de sus hermanas por este camino y juntas aprendieron de la artista de acuarela Sara Mann. A la edad de 17 años, luego de terminar la escuela, la joven artista escogió Chicago como su siguiente parada donde estudió en la Escuela del Instituto de Arte de Chicago y, posteriormente, asistió a la Liga de Estudiantes de Arte en Nueva York.
En ambas instituciones aprendió las técnicas europeas que llevaban al realismo, sin embargo, estas no le daban la conexión que ella buscaba. Durante su estancia en Nueva York, que se extendió hasta 1908 gracias a que ganó el premio William Merritt Chase de naturaleza muerta. Sin embargo, su formación artística se vio interrumpida por un tiempo debido a dificultades económicas por las cuales decidió tomar un trabajo como artista comercial en Chicago y luego como profesora de arte en Virginia. Este periodo también estuvo marcado por el sarampión que la afectó y junto con el aguarrás que ella afirmaba que la enfermaba, O’Keffe dejó de pintar durante cuatro años.
Cuando volvió a estudiar en 1912, bajo la tutoría del artista Alon Bement con quien conoció al que se convertiría en su mayor influencia, Arthur Wesley Dow. Las ideas de Dow tenían una fuerte relación con el arte japonés, del cual O’Keeffe también tomó inspiración. Con estos referentes, la artista de 27 años comenzó a experimentar con la forma y las composiciones abstractas mientras enseñaba arte en diferentes escuelas en Texas y Carolina del Sur.
Pero no fue sino hasta 1916 que llegaría a exhibir sus obras gracias al galerista que se convertiría en su esposo, Alfred Steiglitz. La amiga de ambos, Anita Pollitzer, llevó los primeros dibujos abstractos en carboncillo de O’Keeffe al galerista y este afirmó que eran “las cosas más puras, finas y sinceras que habían entrado en 291 (su galería) en mucho tiempo”. Ese mismo año se convirtió en presidenta del departamento de arte del West Texas State Normal College en Canyon, Texas y allí realizó una serie de acuarelas tomando inspiración de las vistas que le ofrecía la ciudad.
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Luego de periodo en el estado sureño, la artista pasó a Carolina del Sur donde continuó su práctica y creando su estilo. De acuerdo con los autores del libro “An American Collection: Works from the Amon Carter Museum”, O’Keeffe pintaba para expresar sus sentimientos más profundos y esto no lo hacía con un boceto como base, ella solo comenzaba a pintar. Los autores afirman que “durante las caminatas que realizaba desarrollo un cariño por los colores intensos y profundos de la noche, en especial los momentos transicionales del amanecer y el atardecer”. Su medio favorito se convirtió en la acuarela por un tiempo, pues “le permitía tener espontaneidad e inmediatez”, como se vio en su obra “Light coming on the palins No. I” de 1917. Pero con el desarrollo de su relación con Steiglitz la acuarela dejó de ser su predilecta, pues según en galerista este medio era relacionado con artistas principiantes.
Mientras él promovía su trabajo en Nueva York, también le proporcionó estabilidad financiera y una residencia para pintar en 1918. Gracias al galerista se relacionó con otros modernistas y así continuó produciendo su obra. Luego de recuperarse de la pandemia de la gripe española ella comenzó a pintar versiones simplificadas de objetos de la naturaleza como hojas y rocas, influenciada por el percepcionismo. “Es sólo por selección, por eliminación y por énfasis que llegamos al verdadero significado de las cosas”, dijo O’Keeffe en 1922 y su visión se ve reflejada en su obra del año anterior “Blue and green music”.
Durante 1920 su atención se volcó a la representación de flores y, mientras unos atribuyeron interpretaciones adicionales a sus obras, O’Keeffe las justificó como solo flores. La autora Iseult Gillespie cuenta que tanto Steiglitz como otros hombres interpretaron sus flores como representaciones de los genitales femeninos, que la artista rechazó totalmente cuando dijo: “Cuando la gente lee símbolos eróticos en mis pinturas, en realidad están hablando de sus propios asuntos”. De estas plantas la artista hizo alrededor de 200 pinturas que marcaron su legado, en 2014 su obra “Jimson Weed/White flower No. I” de 1932 se vendió por $44 millones de dólares, que superó el récord de venta de cualquier mujer artista.
Pero como le dijo Carolyn Kastner, curadora del Museo Georgia O’Keeffe, a C-SPAN en 2013 su obra va más allá de las flores y muestra una preocupación por el color y la composición como lo hizo con sus paisajes urbanos de Nueva York. Entre sus flores y representaciones de la ciudad que nunca duerme, la artista comenzó a ganar reconocimiento y su obra comenzó a valorizarse.
Sin embargo, y aunque ya estaba casada con Steiglitz, ella no renunció a su soledad creativa y emprendía viajes a diferentes partes del país, con especial énfasis en Nuevo México, para crear sus pinturas en un proceso ritualístico de observación, en el que ponía atención a los pequeños detalles que la rodeaban, de acuerdo con Gillespie.
Según Kastner, luego de que O’Keeffe aprendió a manejar en 1929 y con su pasión por las tierras de Nuevo México, la artista convirtió la parte trasera de su Ford Modelo A en un caballete para pintar, al que se refería como su estudio favorito”, y así produjo varias de las obras que actualmente se exhiben en el museo en Santa Fe, Nuevo México. Geogria O’Keeffe hizo de este estado su hogar en el Ghost Ranch al que se refirió en 1943 como un “lugar de sentimiento solitario tan hermoso e intacto, una parte tan fina de lo que yo llamo ‘Faraway’. Es un lugar que he pintado antes... incluso ahora debo volver a hacerlo”.
A mediados de la década de 1930 tuvo otra pausa en su carrera. Esta vez se debió a episodios depresivos y crisis nerviosas ocasionadas por la relación extramarital de su esposo y la pérdida de una oportunidad para crear un mural en el Radio City Hall, estuvo hospitalizada en 1933 y no volvería a pintar hasta 1935. En 1934 regresó a Nuevo México y allí se quedó durante un tiempo hasta que en 1945 compró una hacienda en Abiquiqú. Su vida durante los primeros años de la década de los 40 la pasó entre sus hogares en Nuevo México y viajes a Nueva York. En 1949, tres años después de la muerte de su esposo en 1946, se mudó definitivamente al estado que capturó su corazón y que le permitía la soledad e inspiración que necesitaba que se materializó en sus paisajes favoritos y los huesos de animales. Uno de estos hace parte de una de sus obras más reconocidas, “Ram’s Head White Hollyhock and Little Hills” (1935), en la que el cráneo de un carnero flota sobre las colinas mientras una flor blanca se posa a su lado.
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“He querido pintar el desierto y no he sabido cómo. Siempre pienso que no puedo quedarme con eso el tiempo suficiente. Así que traje a casa los huesos blanqueados como mis símbolos del desierto. Para mí son tan hermosos como todo lo que conozco. Para mí, son extrañamente más vivos que los animales que caminan: cabello, ojos y todo con la cola moviéndose. Los huesos parecen cortar bruscamente en el centro de algo que está muy vivo en el desierto a pesar de que es vasto, vacío e intocable, y no conoce la bondad con toda su belleza”, dijo la artista en 1943.
Georgia O’Keeffe pasó el resto de su vida en su rancho con algunos viajes a Europa, cuando llegó a la edad de 70 años su vista comenzó a fallar pero eso no la detuvo y hasta el día de su muerte continuó produciendo obras. Con la pérdida gradual de la vista ella comenzó a interesarse en la escultura y en 1973 contrató a John Bruce Hamilton, un alfarero, como asistente y cuidador. Con él aprendió el arte de la alfarería mientras que su nuevo asistente la animaba a seguir pintando a pesar de su condición visual, incluso fue quien la ayudó a escribir su autobiografía. Pero los años no llegaron solo y la fragilidad de su cuerpo aumentó cuando llegó a la edad de 90, por lo que tuvo que mudarse a Santa Fe en 1984 y falleció el 6 de marzo de 1986 con su nombre escrito en tinta indeleble en la historia del arte.