Cien años de formación en “La montaña mágica” de Thomas Mann
Presentamos un texto a propósito de “La montaña mágica”, la novela de Thomas Mann que fue publicada hace cien años.
David Iregui
Una de las preguntas más manidas, repetida una y otra vez durante los años, es: ¿si estuviese en una isla desierta, qué libro desearía tener como compañía? La respuesta varía de boca en boca, de época en época; la mía —aunque nadie me ha preguntado— es unánime: La montaña mágica, publicada hace cien años, hacia noviembre de 1924.
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Una de las preguntas más manidas, repetida una y otra vez durante los años, es: ¿si estuviese en una isla desierta, qué libro desearía tener como compañía? La respuesta varía de boca en boca, de época en época; la mía —aunque nadie me ha preguntado— es unánime: La montaña mágica, publicada hace cien años, hacia noviembre de 1924.
La he leído una y otra vez. La primera ocasión lo hice sin pretensiones, más bien alentado por el insulso “deber” (con el perdón de Borges) de leer un clásico. Al terminarla, una suerte de sin sabor que se mantiene a flor de piel me asedió. Decidí reiniciarla casi hasta volverla una obsesión. Esas siguientes relecturas sucedieron con mayor cautela y sosiego, anhelando la iluminación en algunos pasajes desentrañables, una epifanía, como si pretenciosamente quisiera encarnar en August Dupin para poder encontrar las claves del texto y descifrar lo que pasa allá arriba, en ese lugar de ensueño, en esa montaña mágica –valga la redundancia–, como nombraría Nietzsche al Monte Olimpo, el lugar de los dioses. Aunque debo admitir mi fracaso, algunas pistas genéricas se han revelado en el camino.
Y es que la trama es en apariencia sencilla y deriva de una experiencia del autor. Thomas Mann viajó en 1912 a visitar a su mujer, Katia, al sanatorio de Davos, Suiza, donde permanecía internada debido a una persistente afección pulmonar. La interacción con el lugar y su ambiente sembró en el alemán el germen que doce años después germinaría íntegramente en la trama de su libro. Hans Castorp, un modesto adolescente viajero a quien hostigamos a lo largo de casi mil páginas, se dirige desde Hamburgo hacia el sanatorio Berghof, ubicado en lo alto de Davos, a visitar a su primo tuberculoso Joachim durante tres semanas. Sin embargo, como el viaje de Ulises, el periplo vacacional del burgués se vuelve una odisea. Siete años transcurren para que Castorp retorne a su Ítaca, al mundo de abajo, real, desligándose de los encantos oníricos de una Calipso cimera en donde la música, la enfermedad y la muerte estaban a la orden del día. Durante este lapso se concibe su formación, su aprendizaje, su Bildung.
Hay situaciones paradójicas a lo largo de la obra, incluso desde su sola consecución: “lo que comenzó como un cuento corto”, escribió el alemán, “terminó siendo una épica de más de 900 páginas”; una exquisitez para algunos, un ladrillo insufrible para otros. Mann, más inclinado hacia la escritura de nouvelles, solo había publicado un “gran” libro, Los Buddenbrook (1901), que en 1929 lo haría acreedor del premio Nobel de literatura, y algunos otros textos cortos, entre ellos, Tonio Kröger (1903) y Muerte en Venecia (1912). La belleza y la enfermedad como tópicos de esta última obra, así como su experiencia en Davos, catapultarían al alemán a la escritura de un nuevo relato corto que se llamaría El aprendiz de brujo –en homenaje a un poema de su maestro, Goethe–, pero que con el paso del tiempo terminó siendo una obra monumental. Una primera consideración ha de tenerse en cuenta: aunque al inicio de La montaña mágica se presenta el contexto generalizado del libro –el ascenso de Castorp al sanatorio en donde permanecerá por algunos años–, los capítulos que lo conforman podrían leerse disgregadamente, pues la obra se gesta como la acumulación de lo disperso, de diversas narraciones.
Ahora, si el deseo del lector se alinea con las intenciones del autor, a saber, seguir con minucia el proceso de maduración del personaje, es menester (y sumamente enriquecedor) leer casi todo el relato –sí, casi todo, pues se puede prescindir de algunos apartados, no muchos–, desde el primer día, que ocupa más de cien páginas, las tres semanas iniciales vertidas durante trescientas páginas, los primeros dos años que se agotan en setecientas páginas, hasta los cinco años restantes que, paradójicamente, van a ocupar tan solo los últimos doscientos cincuenta folios. En efecto, la narración del tiempo, otra de las paradojas recurrentes, hace de aquel el leitmotiv del libro. Algunos de los capítulos –el I y desde el IV en adelante– inician con disertaciones sobre los diversos misterios y enigmas que invoca el tiempo: su percepción, su omnipotencia e irrealidad, sus transformaciones exteriores y las interiores que permite, su vínculo con el espacio, su carácter disímil, la posibilidad de narrarlo, entre otros. La naturaleza de tales exordios es de gran calibre y valor, razón por la cual Heidegger, como confesó en una epístola a Hannah Arendt, admitió su sorpresa por el magistral tratamiento del tiempo en la obra.
Alienados por el pensar calculador regido por las lógicas de producción y aceleración desmesurada, en la actualidad La montaña mágica podría no ser una novela del todo entretenida para el lector. Su narración moderna e irónica no es afín a la insensibilidad contemporánea, y su ritmo lento, minucioso, detallado, laberíntico –para algunos cansino— no es el mejor aliado de la premura y de la ansiedad presentes que sobrecogen y confinan al ser humano. Sin embargo, la propuesta de Mann es notable: reparar en el texto es hacer una pausa para darle la cara al pensar meditativo y dialéctico, es ser conscientes de realidades como la enfermedad, el amor y la muerte, es dejarse llevar por el ambiente reposado y pletórico de lo alto en donde todo pasa, aunque parezca que no pasa nada, es darle la oportunidad de sugestionarnos hasta el éxtasis a la irónica narración que fluctúa entre días níveos de verano y jornadas cálidas de invierno, paseos, festines y banquetes, y personajes singulares que escoltarán la travesía del protagonista. No es de extrañar la sorpresa y gratitud profunda del alemán al ver la recepción inimaginable que tuvo la obra, teniendo en cuenta la costosa inversión demandada a su público: dinero y tiempo.
Si el transcurso del tiempo es la condición para el cambio, lo maravilloso y extravagante de Kafka es que en los pocos cientos de páginas de La transformación (obra que podría ser considerada un anti-bildungroman), Gregorio Samsa solo hubiese necesitado pocas horas para, sin quererlo, convertirse en insecto; asimismo, lo asombroso en Mann salta a la vista: guiado por el Wilhem Meister de Goethe y Enrique el verde de Keller, le hace frente a la adolescencia de su protagonista –una época de crisis para todo ser humano– durante siete años en lo alto para evidenciar meticulosamente su metamorfosis paulatina. Así las cosas, el tiempo de lectura de La montaña mágica, como diría Proust, no es tiempo perdido; por el contrario, es un tiempo invertido en el aprendizaje, pues si Castorp se forma personalmente durante tantos años, podemos conjeturar que Mann hizo lo propio durante los doce años que demoró la escritura del texto (metamorfosis evidente incluso en la posición política versátil sutilmente reflejada en la obra), y también lo hará el lector durante el tiempo en que permanezca apostado sobre una tumbona (no imagino otra forma de leer aquella efeméride) imaginando y cavilando sobre las peripecias interiores o exteriores acaecidas en el Berghof, esa émula de las contradicciones del mundo espiritual anterior a la Gran Guerra, su aturdimiento y decadencia. El nobel alemán de cierta forma se vuelve un maestro, como para él lo fueron Goethe y Schiller.
Una idea del género fantástico alemán patente en narraciones como El Rubio Eckbert de Tieck o El hechizo en otoño de Eichendorff es la de la sociedad corrupta de la cual el hombre intenta escabullirse. Bajo el concepto de educación estética, Schiller insinúa que la perfectibilidad del hombre –concepto con genealogía roussoniana– fuera de la sociedad hiperespecializada (tan actual hoy en día) es posible abriendo sus horizontes a las diversas disciplinas y ciencias con la intención de hacerlo íntegro. Tal premisa no pasará desapercibida, pues Castorp, futuro ingeniero naval, en el aislado sanatorio, se vuelve un diletante que indaga en diversas áreas de conocimiento, como también lo hizo su creador. Ciertamente, el escritorio de Mann en Múnich permanecía atestado de libros de diversas áreas mientras escribía La montaña mágica, textos cuya información e ideas va a propalar a lo largo de las páginas. Disciplinas como medicina, biología, botánica, música, astrología, literatura, filosofía, política, entre otras, despertarán la incansable curiosidad de Castorp quien, como un autodidacta, fisgará en diversos libros por los saberes que durante los siete años irán apasionándolo. Claro, no solo aprenderá de forma autónoma; Mann, consciente de la importancia de la enseñanza, rodeará a Castorp de personajes que saciarán su sed de conocimiento: los galenos Behrens y Krokosvi, la eslava Clavdia Chauchat que despierta su pasión enardecida, su primo y amigo Joachim Ziemssenn, entre otros, aparecerán a lo largo del texto; sin embargo, dos de estos merecen especial atención, los caricaturescos y eruditos, Ludovico Settembrini y Leo Naptha, diáfanos representantes de posturas ideológicas antagónicas previas a la guerra.
Y es que el significado histórico dado a la obra como el reflejo de una época difiere del pretendido inicialmente por el autor. Se habla de la existencia de dos versiones de La montaña mágica: una parcial y previa a la Gran Guerra, y la versión final conocida actualmente. Si bien se desconoce con certeza qué apartados de la primera perduran en la segunda versión, la Gran Guerra y sus consecuencias gestaron un cambio en Mann y una vuelta de tuerca en el libro. Durante gran parte de la obra, escrita antes de la Primera Guerra Mundial, la visión política de Thomas Mann –planteada en su apasionante, pero torpe (mezcla de manera poco hábil estética y política) Consideraciones de un apolítico– se inclinaba hacia un conservadurismo granburgués y ultranacionalista alemán representado en la obra por uno de los mentores de Hans Castorp, el jesuita y decadente Leo Naptha. Sin embargo, con el fin del conflicto y sus consecuencias, la redefinición de la posición política del autor hacia la defensa de la democracia y la república de Weimar, plasmada en su discurso La república alemana, se pone de relieve en los capítulos finales, donde el narrador insinúa delicadamente cierta proximidad de Castorp –que en últimas es la inclinación de Mann– hacia el iluminado Ludovico Settembrini –la contracara de Naptha– representante de la democracia universal, el liberalismo y la resistencia.
De hecho, la vacilación transversal en la obra es también la de Mann: es la revisión de su concepción del mundo, de su propia formación paradojal. Su clamor político inicial le hizo perder la simpatía de letrados como Walter Benjamin y Bertolt Brecht –quien escuchó la lectura pública del tercer capítulo de La montaña mágica de la cual renegó– e incluso de su hermano y rival, Heinrich Mann, un partidario acérrimo de la democracia y de la República de Weimar, quien arremetería contra Thomas en su texto Zola. No obstante, la apertura hacia el iluminismo en La montaña mágica y en su vida le haría padecer, posteriormente, la embestida totalitaria nazi: algunas de sus obras serían censuradas y en 1933 viajaría a Suiza y luego a Estados Unidos en calidad de exiliado, lo que haría de él un hombre en movimiento.
Justamente, siempre que leo a Thomas Mann evoco a Aristóteles y los peripatéticos, quienes intercambiaban ideas y debatían mientras caminaban. Moverse, deambular, parece requisito sine que non para la reflexión. Kant paseaba por los valles de Königsberg y las montañas escarpadas aledañas para pensar; Thomas de Quincey hizo lo propio por Gran Bretaña tras escaparse del internado; las reflexiones de Henry David Thoreau sobre la desobediencia civil, la libertad, el ocio y el ajetreo resultan inconcebibles en la inmovilidad; ¿cómo podrían germinar las agudas conjeturas (y aventuras) del maestro Fernando González sin sus viajes a pie? Un poco de ello también parece colmar las páginas de La montaña mágica. Peregrinando por Davos, dando un paseo por la montaña o errando por el sanatorio, se gestan gran parte de las conversaciones y pedantes discusiones. Tal vez el camino es el lugar propicio para el intercambio de ideas, dudas, certezas e incertidumbres; es en el viaje y la peregrinación donde el hombre se edifica, madura, se transforma. Hoy, aunque caminamos, lo hacemos más al estilo de Montag, ese entrañable hombrecillo de Farenheit 451: mirando al suelo, impasibles ante las ocurrencias del entorno, oteando sin observar, sin reparar en nada, dada nuestra incapacidad de mirar atentamente. Se trata entonces de observar detenidamente, como Mann, como Castorp, como el lector, capaz de tomar una pausa en el frenético mundo que lo bambolea para embriagarse con el vaho ligero e hipnótico que impregna el aire del Berghof.
Y en últimas, qué son cien años de la publicación de La montaña mágica. Pueden ser tres semanas, o seis meses o siete años. Como ocurre en lo alto, lo mejor es no contarlos; a la larga, cien años son lo que son, el tiempo que merece el libro: la eternidad.