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El 11 de junio de 2021 murió en Cartagena el poeta José Ramón Mercado. Dolorosa sorpresa para sus amigos y lectores. Jairo, su hermano, catedrático universitario y narrador excelso, había muerto en Bogotá 18 años atrás. Y los menciono a los dos porque no se pueden nombrar separados, ni en la literatura ni en la vida. Ni en la muerte.
Recuerdo a José Ramón, consagrado autor de más de 20 poemarios, obras de teatro y de dos libros de cuentos, declamando con dolor, pero sin estridencias, el poema al padre: la voz entrecortada, los ojos húmedos y un mechón de pelo sobre la frente como cualquier personaje angustiado que cargara con el nombre de Dmitri Karamázov. Ese era y es él, no hay que llamarse a engaños. No solo escribía y decía los poemas. También los sufría. “Era un hombre de palabra dura/ Y probada ternura hasta la lágrima/… Mi padre perdió las batallas de su vida/ Al pie de los ciruelos/ Fue extraño, no se quejó de nada/ Lo confieso, solo le ganó a los sueños…”. (Recomendamos: Evocación del sombrero vueltiao sinú).
Jairo y José Ramón Mercado fueron escritores extraídos de la tradición oral y del lenguaje conversacional, y luego culturizados en la academia, y son suficientemente conocidos en el panorama literario colombiano. Procedían de un ámbito rural. José Ramón, por ejemplo, en su niñez fue arreador de agua, recogedor de leña, afilador de cuchillos, sembrador de yuca, amigo de los campesinos de la comarca y tenía por capital 13 perros con los que andaba por los cerros y los andurriales de los pueblos y caseríos cercanos a sus querencias. En Agua del tiempo muerto, por ejemplo, José Ramón escribe que ese poemario es un “testimonio de afecto sobre algunos personajes de mi pueblo”. Y tiene razón para esta dedicatoria.
Los hermanos Mercado tuvieron el privilegio de nacer en Naranjal, hacienda y región que, con don Chu Mercado a la cabeza, los marcó en la piel, en el alma, en la historia personal de ambos. Ese fue su universo hasta los siete años. Allí anclan sus recuerdos fundamentales. Pero a ellos todo el mundo los conocía y los conoce como los escritores de Ovejas, y le dieron publicidad y lustre a este municipio tabacalero y gaitero.
Se levantaron los Mercado en una geografía definida, y esto los signó para siempre. Al igual que la figura del padre, montado en su último caballo blanco, imponente, llevando su furia y sus canciones. A diferencia de otros escritores, que a veces tienen que fundar sus pueblos de ficción, Jairo y José Ramón respiraron desde el principio la atmósfera de sus cuentos y poemas, vieron el rostro de sus personajes, escucharon o presenciaron sus historias. Desde los primeros años se encontraron de verdad, de frente, con su materia prima. El resto fue lectura, educación y disciplina.
Si es cierto, como lo han dicho muchos escritores, que el mundo de la infancia marca con hierro indeleble, la huella de Naranjal señaló el camino fundamental de sus literaturas. Luego Ovejas y los personajes de sus alrededores terminarían de entregar el material literaturizable. No se veían obligados, los Mercado, a imaginar; sus personajes y sus anécdotas andaban por las calles. Sus temas, que entroncaban con la historia familiar, estaban a nariz con boca: ahí se hallaban el primo que se graduó de aviador por correspondencia; El Chepo, alocutado cargando cartelones de cine o vendiéndole las cocadas de ajonjolí a María Jiménez; El Cororo, el narrador oral, el filósofo que decía que no hay muerto pobre y que nosotros nos vamos labrando nuestra tumba antes de morir, y que si usted es bonita con grajo, déjese el grajo, y que no se debe tener la cara más tiesa que una tabla de cemento.
De esa manera, la realidad inmediata que se les ofrecía a los hermanos Mercado constituía un destino. Y los destinos son irrevocables. Esa antropología, con sus magias de esquina, sus personajes insólitos, su ámbito rural lleno de gente de pueblo y de hombres que tenían un poder sobrenatural sobre la vida, definió la suerte estética de Jairo y José Ramón. Estaban intrínsecamente condenados a narrar o a poetizar ese entorno que no los había parido en balde.
La gente que iba al pozo a buscar el agua de cada día, gente que no levitaba, pero que se paseaba por el patio e iba a ver la misma película durante un mes consecutivo, o a la plaza para ver tocar el tambor al magistral Pacho Llirene o que miraba con respeto la espada de hierro colgada de la pared, con la que se combatió en la Guerra de los Mil Días. Tenían más apodos que nombres: Ñojoño, Chilina, Cachete Gato, Tío Tigre, Montonito, Machín, Cachopelao, La Iguana, La Yegua, El Morrocoy, Hoylometo, Pecho Pelú, Garrafón y mil más.
Este universo, que mana su propia cultura, reclamaba su manifestación literaria y Jairo y José Ramón asumieron a plenitud esa tarea. De Jairo, el narrador, verbigracia, son recordados sus libros Cuentos de vida o muerte y la primera Antología del cuento Caribe colombiano. Ahora, así como Héctor Rojas Herazo continúa en sus libros, con su prosa misteriosa y espléndida, narrando la historia de Celia y de sus seres cercanos, de su casa y de su patio del pueblo de Cedrón (Tolú), o García Márquez prosigue ganando adeptos con la fábula de Macondo, en donde el coronel Aureliano Buendía perdió 32 guerras civiles; así, Jairo y José Ramón, persistieron, entre otras, con las figuras del padre, de la madre con sus ojos de soledad profunda y de la niña Pacha, esa maestra que sacó a José Ramón del analfabetismo y que cada año se iba con su escuela y sus alumnos a otro sitio, donde no le negaran el alquiler de un local. Ellos, entonces, poetizaron y narraron una porción importante de la historia de las sabanas y de los pueblos ubicados en las entrañas de los Montes de María.
Estos escritores del Caribe colombiano, que trabajaron con los elementos fundamentales que extraen de la memoria, demostraron que los recuerdos no son tiempo muerto. Por el contrario, lejanos pero calientes, son tiempo vivo, material disponible. Tiempo que retorna. Para ellos, pues, la tradición oral era una posibilidad única: sus literaturas están afincadas en las anécdotas que se transmitieron oralmente y luego volvieron a ocurrir y a actualizarse. Historias repatriadas, podría decirse. Y lo de ellos fue una combinación del topos y del paisaje humano. José Ramón, hombre de palabra lenta, despegó con la poesía y cuando empezaba la década de los sesenta del siglo XX editó, en Bogotá, No solo poemas, luego entró al cuento con Perros de presa, mención Casa de las Américas. Su último libro fue una antología poética de medio siglo titulada Anatomía del regreso, compuesta por 13 poemarios y salió al público en noviembre de 2020. José Ramón y Jairo Mercado, con sus obras, cancelaron todas sus deudas y entraron definitivamente a la historia de la literatura colombiana.
* Escritor, conferenciante y catedrático universitario. Director del periódico cultural “El Túnel”, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al alemán, eslovaco, francés e inglés. Su libro más reciente es “Analectas sociológicas y literarias”. jlgarces2@yahoo.es.