“La muerte me vino a buscar y yo le dije, carajo, respeta”
Este fragmento lo cantó Soraya Bayuelo, directora del Museo Itinerante de la Memoria y la Identidad de los Montes de María, que aterrizó en Bogotá con la exposición itinerante El vuelo del Mochuelo. Una muestra que recoge todo lo que compone a los Montes de María: cultura, comunidad y sobrevientes.
Laura Camila Arévalo Domínguez
“Sergio medía 1.69 de estatura. Tenía los ojos cafés, el pelo chino y cortico, la nariz afilada y larga, las cejas gruesas, y no se puede decir si era flaco o gordo porque se adelgazaba y engordaba muy fácil. Siempre llevaba bigote, aunque más que bigote era una sombra; y usaba las patillas largas. Siempre estaba muy limpiecito, arregladito. Y era muy enamoradizo”, contó Jennifer Herrera sobre su padre, Sergio Luis Herrera Barrios, asesinado en los Guáimaros, el 30 de agosto de 2002.
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“Sergio medía 1.69 de estatura. Tenía los ojos cafés, el pelo chino y cortico, la nariz afilada y larga, las cejas gruesas, y no se puede decir si era flaco o gordo porque se adelgazaba y engordaba muy fácil. Siempre llevaba bigote, aunque más que bigote era una sombra; y usaba las patillas largas. Siempre estaba muy limpiecito, arregladito. Y era muy enamoradizo”, contó Jennifer Herrera sobre su padre, Sergio Luis Herrera Barrios, asesinado en los Guáimaros, el 30 de agosto de 2002.
Este testimonio acompaña una foto de ella junto a él. Ella se ve sosteniendo un marco. A él lo mataron. Fue una de las víctimas de la Masacre de los Guáimaros y El Tapón. Ellos la nombraron “La masacre invisible”: después de la de El Salado y Macayepo, esta fue la tercera con mayor número de víctimas en la zona de los Montes de María. Fue el 30 de agosto de 2002. Entraron quince hombres armados y mataron a ocho personas en la zona rural del municipio de San Juan Nepomuceno. Un día después, siete de las personas que salieron a buscar a sus familiares, también fueron asesinadas. Quince hombres armados entraron y a quince personas mataron. Ese número aún los atormenta. Pero no tanto como para, solamente, hablar del número. Por el Museo Itinerante de la Memoria y la Identidad de los Montes de María, vino a Bogotá. Por eso, la exposición “El vuelo del Mochuelo”, ya ha hecho ocho itinerancias y ahora aterriza en la capital con tres propósitos: sumarse a la celebración de los 200 años del Museo Nacional, narrarse como una cultura sobreviviente y llamar la atención del país.
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Un día antes de la inauguración, las palabras de Soraya Bayuelo, la directora del museo, salieron como cascadas crecidas. Cuando se le preguntó por algún suceso, respondió con fecha, hora y hasta temperatura. Habló de sus amigos fallecidos con nombre y apellido. Recordó que fue periodista, que siempre ha sido periodista, pero que en un momento se desilusionó de la profesión porque recogía más dinero vendiendo queso que reportando noticias. Después, volvió. Recordó, también, que el 1 de septiembre de 1994, a las 3 de la tarde, se fundó la Corporación Colectiva de Comunicaciones Montes de María, organización que comenzó el trabajo que hoy resultó en un museo que hoy en día gira por todo el país. Recordó, además, que ella fue víctima de la violencia de forma directa o más cercana, el 5 de julio a las 4 de la tarde, día en el que mataron a Milton Rafael Bayuelo, su hermano de 37 años.
Bayuelo habló y habló, pero además cantó. Cada dato, cada hecho, cada canción, cada queja, cada reclamo, cada esperanza, le ayudaron a armar unos hilos largos de hechos que se conectaron con su objetivo más grande: mostrar que en los Montes de María no solamente ocurrieron masacres. Que, por ejemplo, allí nació Adolfo Pachecho. Que se come mote de queso. Que antes, las matanzas solían ocurrir los fines de semana, así que las semanas de sus familiares, amigos y vecinos, comenzaban mal, con un peso casi que imposible de llevar. Que para sobrellevar esa carga, se inventaron algo llamado "El lunes pinta bien", e invitaron a las personas para que, en silencio (no podían hablar, "los guerreros" los obligaban a callar), pintaran en alguna plaza. Ella, junto con su equipo y las cámaras que consiguieron, registraron esas pinturas. Así como los pregones de los juglares, los decimeros y los cantores, que en algún festival, o en algún patio de alguna casa, cantaron: "Traigo en el alma que necesita mi pueblo. Vengo armado de folclor y mi fusil es un canto".
“Los guerreros nos mandaron a guardar silencio, pero no contaron con esos pregones o las pinturas. Somos más que horror”, contó Bayuelo, quien durante la Masacre del Salado (en febrero del 2000, 450 paramilitares asesinaron a 60 personas), permaneció cuatro horas esperando que la dejaran entrar al pueblo. Cuando lo logró y se encontró con lo que había pasado, se sentó a llorar durante cuatro horas y “no pudo ser periodista”.
Abajo del Canal del Dique, se encuentran los Montes de María. Por el lado derecho queda el río Magdalena y por el lado izquierdo, la costa Caribe y el Golfo de Morrosquillo. Al sur queda el río Sinú.
El mochuelo, un pájaro que los representa, fue tenido en cuenta por Adolfo Pachecho para componer la canción que lleva el mismo nombre del ave. "Esclavo negro, cantá, /Entoná tu melodía, /Canta con seguridad /Como anteriormente hacías/ Cuando tenías libertad, /En los Montes de María", dice la última estrofa de esta canción, que se reconocía como obra de Otto Serge y Rafael Ricardo. De allí, de la soltura con la que vivían, de la tranquilidad por la ausencia de muerte y la abundancia de vitalidad, salió la idea de llamar a esta exposición como el pájaro, como la canción.
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La muestra, que desde su estructura comunica (si se viera desde el techo, sobresaldría la forma de un ave), resalta lo que, para ellos, para los nacidos en los Montes de María, podría hacer popular a su territorio. Al comienzo del recorrido, lo primero que aclaran es cuáles y dónde quedan los municipios de su zona, de su región, que incluye a los departamentos de Bolívar y Sucre. Muestran un mapa. Separan los municipios con colores: El Guamo, San Juan Nepomuceno, María la baja, San Jacinto, El Carmen de Bolívar, Zambrano, Córdoba, San Onofre, Toluviejo, Colosó, Chalán, Ovejas, Los palmitos, Morroa, Sincelejo, Palmito. Exponen fotografías de sus tonalidades de verde, que provienen de montes, sabanas, lagunas, ciénagas. También hablan del ñame, el plátano, el maíz, el aguacate, la agricultura, la palma de cera y la teca.
En la exposición también hay una línea de tiempo. Allí destacan nacimientos como el de Adolfo Pacheco, recuerdan la fecha en la que se creó el primer sindicato agrario de Colombia y anotan las masacres, los momentos más violentos. Reconocen que todo los compone, los narra, los describe.
Además de saber que su región es un corredor estratégico para el mercado legal e ilegal. Que llevan más de 100 años de violencia porque su zona se la han disputado campesinos, insurgentes, contrainsurgentes, terratenientes, la industria ganadera, los monocultivos de palma, de teca y de algodón; también se reconocen como habitantes, defensores e hijos de las montañas que quedan en medio de esos dos corredores de agua.
Memoria del conflicto
Este es uno de los temas de la exposición (son seis en total). En esta sala se recuerdan los hechos violentos ocurridos en el territorio de los Montes de María y su diálogo con las memorias del territorio anhelado.
El juglar Rafael Posso Parra fue uno de los sobrevivientes a la masacre de Las brisas, ocurrida el 11 de marzo del 2000, día en el que 150 hombres entraron a esta zona y, con lista en mano, asesinaron a doce personas acusadas de pertenecer a la guerrilla.
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El artista, que después de la matanza comenzó a obsesionarse con conseguir 500 mil pesos para vengarse y matar a los que mataron a los suyos, escuchó, cualquier día durante la transmisión de un noticiero que reportaba otro hecho violento, a su nieto decir: "Yo estoy esperando crecer para poder asesinarlos con mis propias manos". Desde ese día, cambió de obsesión: transformar su mentalidad y darle un ejemplo distinto a su nieto y los demás niños que crecerían con la idea de que la violencia era la realidad, era lo que había.
Lo que se muestra de este artista en esta exposición son una serie de dibujos en carboncillo que rememoran los momentos más crudos de la masacre. Obras que se hacen preguntas como: ¿cómo es que el burro, un animal emblemático para el campesinado, fue utilizado para sacar a los muertos? ¿Cómo es que una hamaca de colores, hecha para el descanso, queda completamente roja por la sangre de una persona que murió en total indefensión? En la sala también hay dos objetos que se salvaron de la quemazón (porque también quemaron todo): una biblia y lo que quedó de una silla mecedora, la misma que sostuvo a alguno de los abuelos que murió ese día.
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“A la muerte siempre le hemos hecho el quite. Por eso yo siempre canto: ‘La muerte me vio a buscar y yo le dije, carajo, respeta. Yo tengo 100 años no más, por ahí por donde viniste, regresa. Ay conmigo, que nadie se meta. Conmigo, que nadie se meta. La muerte se puso a escuchar, ay ‘hombe’, me dijo eso sé es fortaleza, no más te vine a saludar, todavía puedes seguí aquí en la tierra’”, cantó y concluyó Bayuelo.