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1.
Auster murió y se hace necesario escribir sobre él. Cuando empecé a leerlo por allá por 2008, devoré su Trilogía de Nueva York, esas novelas policiacas postmodernas llenas de ideas y apuestas metaficcionales. Luego entré al mundo de El Palacio de la luna (de la que bebe Mario Mendoza con sed impune), Leviatán (donde se menciona la conexión con Sophie Calle) y El país de las últimas cosas, novela que recomendé a varios parroquianos asegurando que describía un mundo muy similar al destrozado Haití y que, además, contenía un guiño a Ciudad de Cristal y a El cuaderno rojo. Y no era solo un guiño, era un truco astuto, una mención estratégica en una única oración que posibilitó conectar varios libros del autor y hacer que los lectores hablaran por décadas de “el universo Auster” como si del MCU se tratara. La música del azar, aunque sonaba al título ideal para resumir el espíritu de su obra, no me gustó tanto, cosa que enojó a mi amigo Jorge Laguna: “Usted no sabe nada. Esa novela es buenísima. Es puro Beckett”. A él le fascinó, pero para mí fue el inicio de un desencuentro que se ratificó con Diario de invierno y con Viajes por el Scriptorium. Después de graduarme y ya habiendo empezado a escribir más o menos en serio, tuvo lugar un reencuentro como esos que se viven con las exnovias tóxicas. El cangrejeo se dio con Sunset Park gracias a ese soberbio arranque que explora la poética de los objetos. También disfruté El libro de las ilusiones, novela que alimentó mi pasión por la literatura sobre cine y Brooklyn Foolies, muy recomendada por el guionista Efraín Bahamón al brindar una mirada inteligente sobre las estafas en el mundo del arte. El reencuentro definitivo vino durante la pandemia, cuando finalmente le di la oportunidad a un rincón de su obra que antes desprecié por esnobismo: sus libros de no-ficción. La invención de la soledad, ese lúcido y conmovedor relato sobre la muerte del padre, así como A salto de mata, la narración de sus aventuras traduciendo poesía en Francia y las inspiradas reflexiones sobre la relación de la humanidad con el dinero. En la no ficción, Auster brilla como nunca porque su prosa cristalina se libera de los artificios tremendistas que muchas veces contaminan sus historias. Su prosa cristalina al servicio de hechos reales deja ver con mayor claridad la lucidez a sus reflexiones y nos libra de esos diálogos planos con los que es inevitable tropezar en sus ficciones. Hoy murió Auster y más allá de la urgencia de escribir sobre él para capitalizar la coyuntura, se hace urgente leer aquello que tengo pendiente de su obra; leer 4321, leer Invisible y sobretodo leer La llama inmortal de Stephen Crane, ese libro que compré en 2022 impulsado por la urgencia de la novedad.
2.
Me aterra la urgencia que las librerías imprimen a las novedades: “Cómprame ya o nunca podrás leerme”, “Cómprame ya, no importa cuánto cueste o nunca podrás acceder a mi contenido”. Esa urgencia fue la que causó que comprara esa biografía sobre Stephen Crane que escribió Paul Auster y que costó como 150 lukas. Después de hojearla a medias, la archivé y todavía está ahí, mirándome con rabia por no haberla vuelto a tocar. No la he leído a pesar de ser de Auster, a pesar de la buena crítica, a pesar de las hipérboles que usó el vendedor de la librería Tornamesa para convencerme de llevarla. “Lo mejor que ha escrito Auster en años”. “A Auster se le da mejor la no ficción que la ficción y en este libro lo demuestra”. “Auster, a pesar de su edad, sigue en perfecta forma y esta biografía lo demuestra”. Asentí porque todos esos argumentos servían para ahogar mi voz interior anticonsumista, una voz que me persigue a todas partes y que no me deja dormir. Tomé el libro y pagué fingiendo que no me dolía el desembolso. Pagué en efectivo, pero no fui efectivo con la lectura. Es una biografía voluminosa (más de 900 páginas), ocupa mucho espacio, espacio que podrían ocupar tres libros realmente buenos que probablemente tampoco leeré, pero de los que me sentiría más orgullosamente culpable por no haber leído, al punto de alardear de eso como hacen muchos literatos de carrera: “Tengo tal libro en mi casa, en una edición preciosa que me costó un ojo de la cara. No lo he leído, pero ahí lo tengo en la lista”. Hacen eso para antojarlo a uno, para provocar que uno lo pida prestado y luego saborear la negativa.
El día de la compra, mientras iba de regreso a casa, me visualicé leyendo con entusiasmo y voracidad: tomando apuntes, haciendo notas de voz y hasta programando la grabación de un podcast literario exclusivamente dedicado a ese libro, solo para hablar de lo bueno que es Auster escribiendo no ficción. ¿Qué me lo impidió? No leí porque al llegar a casa y conectarme a internet, vi que el título ya estaba disponible en la página Lectulandia: esa web desde donde descargo epubs y pdfs gratuitos para chismosear las primeras páginas de un texto antes de decidirme a comprarlo o rentarlo. El mismo día que compré el libro, Lectulandia sacó una edición gratuita y digital del título en cuestión, ese libro de Paul Auster que había comprado por 150k. Estaba buscando un texto para una asignación laboral cuando la portada del libro de Auster irrumpió para recriminarme: “Te gastaste 150k en mi versión física y mírame aquí, gratis y a un clic de distancia”. (Recomendamos: Otra columna de Deivis Cortes en homenaje al actor Ryan O’Neal).
El ejemplar pesado y gordo de mi biblioteca personal perdió de inmediato su valor. Ya no costaba los 150k que había invertido y estoy seguro de que, de haberlo pasado por una gramera, no habría registrado peso alguno. Se anuló cualquier posibilidad de leer ese libro que había prometido devorar “en cuanto tenga un tiempito”. Lo tenía planillado, lo puse en la lista para abordarlo después de un par de títulos que había sacado de la biblioteca y que se vencían ese mismo fin de semana. Verlo disponible de manera gratuita, digital y pirata devaluó la copia física significativamente. Y no me sentí mejor por haberlo comprado como le pasa a muchos consumidores que alardean de su ética de adquisición legal: “Yo solo leo libros originales porque leer libros en PDF es como no haber leído nada”. No me sentí mejor por haber pagado un valor que luego quedó consignado en una factura y que aportaría a la economía de Auster después de todos los descuentos, sablazos y porcentajes que se quedaría la industria. No me sentí más ético ni mejor lector. Me sentí estúpido. Me sentí como el típico consumista idiota que cae en la urgencia artificial de compra creado por las librerías, el sector que, by the way, más ganancias obtiene por cada ejemplar vendido.
“Cómprame ya o nunca podrás leerme”. Es una urgencia artificial, caduca y mentirosa. No es una urgencia del lector, es más una urgencia de las editoriales y las librerías que tienen que pagar costosos arriendos y sostener una nómina de empleados. Es la urgencia de la industria editorial que tiene que desocupar el anaquel de novedades para dar paso al producto de pasado mañana. Es una urgencia industrial de los distribuidores y vendedores, pero no es una urgencia de lectores, no es una necesidad natural del consumidor literario. El lector que consume más textos que libros, más historias, discursos, ideas y prosa que objetos acumulables, sabe que ese libro va a llegar a bibliotecas por aquello del depósito legal, sabe que ese libro va a estar disponible para descarga en muy poco tiempo y sabe que si espera lo suficiente (y a veces “lo suficiente” son apenas dos o tres días) podrá gozar de esa lectura.
Me gustaría haber sido lo suficientemente paciente para no haber comprado ese libro por 150k. Me gustaría haber tenido esa capacidad de espera que ostenta Daniel Quinn al final de Ciudad de cristal. Me gustaría haber esperado a que saliera la edición digital para leerla y ya con el cerebro lleno, volver a visitar esa librería y ver cómo alguien más compra y cae en la trampa consumista, un alguien que claramente no seré yo sino otro pobre diablo, alguien buscando un obsequio idóneo para levantarse a esa pelirroja que publicó en redes sociales “si me quieres tener en el bolsillo, regálame un libro”. Y mientras ese alguien manosea ejemplares en la mesa de novedades, podré mirarlo con desdén disimulado: “me compadezco de ti por caer en el consumismo del que yo escapé por ser más paciente y menos escrupuloso con la legalidad”.
3.
Murió Auster y se hace urgente leer su obra. Y ya que está muerto, lo que paguemos por sus libros no le llegará directamente a él. Le llegará a los editores y después de los descuentos de rigor, ese 10% limosnero terminará en los bolsillos de Siri Hustvedt que no lo necesita porque para eso es feminista y para eso escribe sus propios libros. Poco antes de escribir esto, revisé el catálogo austeriano de Lectulandia y vi varias joyas que me interesa revisar: los ensayos completos, 4321, Mr. Vértigo y Una vida en palabras, ese juicioso libro de conversaciones. Este último lo tengo en físico y lo he leído un par de veces, probablemente porque soy adicto a los libros de entrevistas, probablemente para compensar la culpa de no haber tocado la biografía sobre Crane. Mientras reviso el catálogo de epubs arriesgo otra hipótesis: probablemente no he leído al último Auster porque no superé el cambio de editorial que sufrió el autor para su consumo en español. Auster fue durante mucho tiempo sinónimo de Anagrama, especialmente porque muchos de sus libros (Leviatán, El país de las últimas cosas, El palacio de la luna) eran de portada roja y uno podía imaginar que aludían al emblemático cuaderno de su mitología. Ahora los derechos son de Planeta y no se siente igual leer a Auster con una tipografía distinta, con un papel diferente y con esas portadas blancas de Seix Barral. Auster editado por Planeta ya no parece Auster, parece cualquier autor amigo de los editores de turno. Prefiero leer lo que me falta de su obra en formato epub. Las editoriales seguro no apoyarán la decisión. Tampoco lo harán esos cursis que compran libros nuevos solo para olerlos ruidosamente y alardear de eso en redes sociales. Pero Auster seguro no tendrá problema, seguro el Auster que escribió A salto de mata será capaz de empatizar con mi conflicto anticonsumista.
* Deivis Cortés Pulido es realizador y analista audiovisual, magíster en Escrituras Creativas, extra con parlamento en Con Ánimo de Ofender (serie web) y ha sido crítico de cine en El Espectador.