La noche de los forasteros (por capítulos)
Capítulo de la obra ‘La noche de los forasteros’ de Jerónimo García Riaño, cuyo lanzamiento tendrá lugar el próximo miércoles 27 de abril a 5:30 p.m en la Librería La Valija de Fuego, en el marco de la Feria del Libro de Bogotá.
Jerónimo García Riaño
Lorenzo Duarte. Ese nombre se asoma entre tantas flores frescas puestas sobre la lápida. También recibiste una visita hace poco. ¡Ah, Lorenzo! Solo duraste veinticinco años por estas calles. El día de tu entierro, como ocurre casi siempre con los entierros, llovió a cántaros, y el sacerdote no llegaba para dar la misa y vos te mojabas afuera de la iglesia porque estaba cerrada, y nosotros protegiéndonos como podíamos debajo de unas carpas verdes con olor a incienso. Cuando al fin la abrieron, tomamos tu ataúd y te metimos a la fuerza para evitar tanta agua encima. No entramos a acompañarte sino a escamparnos. ¡Ja!, y vos que tanto querías a las iglesias terminaste dentro de una. Esa es una burla de la vida que llega con la muerte. El sacerdote salió seco y bien peinado de no sé dónde, miró tu ataúd sudado por la lluvia y empezó a rezar, y nos paramos, y nos sentamos, y nos volvimos a parar, y levantamos el corazón, y respondimos Sí, lo tenemos levantado, y pusimos las manos como si cayera comida del cielo, y así fue toda la misa. Rafael estaba cerca de ti, abrió la tapa para ver tu cara y empezó a llorar, pegó la cabeza al vidrio que te separaba de nosotros los vivos, y te veía una y otra vez, y tu hermana y tu abuela y tu sobrino también llegaron y se unieron al llanto. Rafael tomó a Ángel y lo levantó y el niño te vio ahí, con tus ojos cerrados: lloraba y gritaba Tío, tío bonito. Doña Matilde era consolada por los brazos de Gina. Se asustó mucho cuando vio a Rafael abrir por completo el ataúd (ahí estaban tus pies guardados en tus zapatos blancos de bailarín) y poner dentro un disco con carátula y todo. Ese fue tu compañero de viaje. Nunca supe qué disco era. ¿Qué disco fue el que también murió contigo, Lorenzo? Aún debe seguir ahí, enredado entre tus huesos. Y muchos se acercaron a vos en estampida. Tu cajón tambaleó por culpa de todas esas manos que llegaron para tocarte. El sacerdote te echó agua bendita como pudo, por encima del tumulto. Yo solo miraba a Gina sentada al otro lado, abrazaba a tu abuela, lloraba y miraba cómo se despedían de vos. Una pequeña luz, un rayo diminuto, cayó sobre tu ataúd: fue el flash de una cámara que quiso tenerte en esta eternidad, porque vos ya andabas por la otra. Poco a poco la gente volvió a su puesto, y Rafael se quedó ahí viéndote, tal vez asegurándose de que el disco siguiera contigo y no se lo hubieran robado.
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El sacerdote echó la última bendición y encabezó el camino hacia tu sepultura rociándonos agua y más agua, como si nosotros también estuviésemos muertos. Luego saliste tú, acostado y empujado en una especie de camilla, con las ruedas chillando cada vez que avanzabas, como si lloraran tu partida. Te tomé por una de las agarraderas del cajón y salí contigo, así como lo hacíamos cuando nos íbamos de rumba. Te recordé en esas noches de farra, como decía Héctor Lavoe, vos con la salsa y yo viéndote bailar. ¿Te acordás esa vez en Guararé, cuando sacaste a bailar aquella rubia de gafas y vos en toda la mitad de la pista, moviendo tus piernas tan rápido como podías, dándole vueltas a tu compañera de baile, y ella giraba y vos la sostenías, y los que bailábamos a tu alrededor nos corríamos porque te apoderabas de todo el espacio, y en una de esas se te salió el baile de control? La mujer se soltó de tus manos, fue expulsada de su órbita y aterrizó en el piso, con las gafas lejos de sus ojos y el pelo cubriéndole la cara. Te vimos correr hacia ella, la recogiste, le entregaste las gafas, ella se incorporó y como si nada volvió a bailar contigo; esa fue su forma de perdonarte, o de tal vez de no dejarse apabullar por la vergüenza. O aquella vez en Areíto, cuando te peleaste con un tipo que tenía a tu hermana cansada de tanto insistirle para que bailara con él, y trató de sacarla a la fuerza y vos te paraste de la mesa y le clavaste un puño en un ojo y él te respondió con otro puño en tu boca y te mando al piso. Y vos por respeto a Manrique, el dueño del bar, lo retaste a salir del lugar. Él salió sin problema y vos lo pensaste, me miraste y miraste a tu hermana asustada, pero al final también saliste; y él, más alto y gordo que vos, ya estaba esperándote con los puños cerrados. Los dos se miraron y ninguno se atrevía a dar el primer golpe, él se movía como si fuera un boxeador profesional, y vos quieto, como un provocador profesional; lo mirabas a los ojos. Él se cansó de esperar y te lanzó otro puño sin destino, y vos, seguro de no tener una opción diferente más que perder, tomaste del suelo la primera piedra que viste y se la lanzaste y le reventaste la cabeza. Cogiste a tu hermana Amanda de la mano y te la llevaste rápido de ahí. El tipo acostado en el piso se sobaba la cabeza pintada con hilos de sangre en la frente. Yo me fui detrás de vos, pero no pude alcanzarte porque te perdiste en la noche. Esa vez, al igual que ahora, te hiciste invisible… Te sacamos entonces de la iglesia, iba quedando poco a poco abandonada y silenciosa. La lluvia se había ido. Y llegamos acá, a este hueco sellado contigo y con un disco adentro; vinimos a ver cómo nos abandonabas para siempre. El sacerdote se paró al frente del hueco recién cavado, con la tierra fresca y lista para recibirte, y comenzó de nuevo a rezar, y de nuevo las manos mirando hacia el cielo, y algunos cerraban los ojos y yo deje mis manos abajo, guardadas en mi pantalón, así como lo hiciste vos muchas veces cuando algo no te gustaba. Gina estaba lejos consolando a Rafael. ¡¿Por qué te mataron estos hijueputas?!, comenzó a gritar tu hermana. ¿La escuchaste? Todos la escuchamos, hasta el cura se calló para oír mejor ese madrazo transformado en eco. Estabas puesto sobre unas cintas encima del agujero. Flotabas. El cura rezaba y rociaba agua bendita a todo momento, mandándote bañado y limpio al encuentro con tu dios.
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Luego terminó la ceremonia, se despidió y se fue. Entonces Rafael dio unas palabras. No recuerdo lo que dijo con exactitud, pero en vez de poner puntos y comas en su discurso, lloraba. Y puso punto final con un llanto ahogado en el pecho de Gina. Ella también lloraba, no sé si por vos, Lorenzo, o por ver tan triste a Rafael (o de alegría porque el secreto seguía guardado). El sepulturero, seguro de que nadie más iba a hablar, activó algún extraño mecanismo y las cintas comenzaron a deslizarse y te bajaron poco a poco con una calma dolorosa, una agonía intensa. Estas cosas están hechas para eso, para aumentar la pena. En vez de dejar caer al muerto en caída libre, lo ponen en un descenso lento y lastimero. Y vuelven los llantos y tal vez los desmayados, o aquellos que quieren tirarse sobre el muerto y ayudarlo a caer más rápido para no sufrir más. Tu hermana fue la primera en tomar una porción de tierra y tirarla sobre tu ataúd, ya en el fondo del hueco; luego lo hizo tu abuela y después Ángel. Rafael lo siguió y yo también tomé un puñado y lo tiré encima de ti. No sé dónde cayó, si en tus pies o en tus piernas. Entonces el sepulturero empezó a ponerte más y más tierra, y el hueco se fue tapando contigo y con el disco adentro. Decidimos irnos y dejar al sepulturero, parecido a vos, bigote espeso, narizón, flaco y alto, terminar su trabajo. Y aquí estás, lleno de flores embelleciendo tu nombre. Aquí descansas de todas tus fiestas y de las otras perdidas; las mismas que también me perdí por irme de aquí. Los dos morimos para las rumbas y a los dos nos quedan los mismos recuerdos, porque a los meses de tu muerte, de que te llevaras un secreto contigo, loco querido, también me fui para no volver. Hasta hoy lunes que regreso a despedirme de Rafael y a dejarlo bajo la misma tierra fría y negra que te cobija. Ojalá las cintas bajen más rápido.
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Lorenzo Duarte. Ese nombre se asoma entre tantas flores frescas puestas sobre la lápida. También recibiste una visita hace poco. ¡Ah, Lorenzo! Solo duraste veinticinco años por estas calles. El día de tu entierro, como ocurre casi siempre con los entierros, llovió a cántaros, y el sacerdote no llegaba para dar la misa y vos te mojabas afuera de la iglesia porque estaba cerrada, y nosotros protegiéndonos como podíamos debajo de unas carpas verdes con olor a incienso. Cuando al fin la abrieron, tomamos tu ataúd y te metimos a la fuerza para evitar tanta agua encima. No entramos a acompañarte sino a escamparnos. ¡Ja!, y vos que tanto querías a las iglesias terminaste dentro de una. Esa es una burla de la vida que llega con la muerte. El sacerdote salió seco y bien peinado de no sé dónde, miró tu ataúd sudado por la lluvia y empezó a rezar, y nos paramos, y nos sentamos, y nos volvimos a parar, y levantamos el corazón, y respondimos Sí, lo tenemos levantado, y pusimos las manos como si cayera comida del cielo, y así fue toda la misa. Rafael estaba cerca de ti, abrió la tapa para ver tu cara y empezó a llorar, pegó la cabeza al vidrio que te separaba de nosotros los vivos, y te veía una y otra vez, y tu hermana y tu abuela y tu sobrino también llegaron y se unieron al llanto. Rafael tomó a Ángel y lo levantó y el niño te vio ahí, con tus ojos cerrados: lloraba y gritaba Tío, tío bonito. Doña Matilde era consolada por los brazos de Gina. Se asustó mucho cuando vio a Rafael abrir por completo el ataúd (ahí estaban tus pies guardados en tus zapatos blancos de bailarín) y poner dentro un disco con carátula y todo. Ese fue tu compañero de viaje. Nunca supe qué disco era. ¿Qué disco fue el que también murió contigo, Lorenzo? Aún debe seguir ahí, enredado entre tus huesos. Y muchos se acercaron a vos en estampida. Tu cajón tambaleó por culpa de todas esas manos que llegaron para tocarte. El sacerdote te echó agua bendita como pudo, por encima del tumulto. Yo solo miraba a Gina sentada al otro lado, abrazaba a tu abuela, lloraba y miraba cómo se despedían de vos. Una pequeña luz, un rayo diminuto, cayó sobre tu ataúd: fue el flash de una cámara que quiso tenerte en esta eternidad, porque vos ya andabas por la otra. Poco a poco la gente volvió a su puesto, y Rafael se quedó ahí viéndote, tal vez asegurándose de que el disco siguiera contigo y no se lo hubieran robado.
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