La novela como un antídoto de la soledad
Siguiendo la idea de política, arte y literatura que plantea el filósofo Jacques Rancière en “El desacuerdo” y en “El lector emancipado”, proponemos una lectura de “Cien años de soledad”, de García Márquez, quien alguna vez mencionó que su obra en conjunto es el “libro de la soledad”.
María Paula Lizarazo
En El desacuerdo, Jacques Rancière plantea lo político como un espacio de litigio: como el encuentro en el que dos o más partes pueden expresar sus diferencias y les ejercen frente. Entendiendo lo político como algo que excede el ejercicio del poder, es que podría revelarse a qué se refiere García Márquez con la soledad, al decir que su obra es el libro de la soledad, y por qué esta no sólo se relaciona con lo que atañe a lo estatal. Si se parte de que lo político es el lugar en el que se entabla el desacuerdo, esto supone la coexistencia, el previo reconocimiento recíproco entre una y otra parte para que, mediante la palabra, se dé el litigio. Cuando no se reconoce al otro por cuanto sí, es que tiene la lugar la soledad: como el centro gubernamental que no había determinado a Macondo o como José Arcadio Buendía fue apartado del resto de la casa cuando se le consideró loco.
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En El desacuerdo, Jacques Rancière plantea lo político como un espacio de litigio: como el encuentro en el que dos o más partes pueden expresar sus diferencias y les ejercen frente. Entendiendo lo político como algo que excede el ejercicio del poder, es que podría revelarse a qué se refiere García Márquez con la soledad, al decir que su obra es el libro de la soledad, y por qué esta no sólo se relaciona con lo que atañe a lo estatal. Si se parte de que lo político es el lugar en el que se entabla el desacuerdo, esto supone la coexistencia, el previo reconocimiento recíproco entre una y otra parte para que, mediante la palabra, se dé el litigio. Cuando no se reconoce al otro por cuanto sí, es que tiene la lugar la soledad: como el centro gubernamental que no había determinado a Macondo o como José Arcadio Buendía fue apartado del resto de la casa cuando se le consideró loco.
Por poner otro ejemplo, la peste del insomnio comenzó con Rebeca, aquella niña que llegó a Macondo sin un origen claro, sin una memoria que Úrsula o José Arcadio Buendía -las autoridades- reconocieran. Fue Visitación quien notó la peste: “reconoció en esos ojos los síntomas de la enfermedad cuya amenaza los había obligado, a ella y a su hermano a desterrarse para siempre de un reino milenario en el cual eran príncipes. La peste del insomnio” (García Márquez). El insomnio había llevado a Visitación al desarraigo, el desarraigo de su tierra y un desarraigo psíquico también: “«Si no volvemos a dormir, mejor», decía José Arcadio Buendía, de buen humor. «Así nos rendirá más la vida». Pero la india les explicó que lo más temible de la enfermedad del insomnio no ea la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido”. Tal y como lo anunció Visitación, en Macondo se fueron olvidando los nombres de las cosas al punto que hubo que marcarlas anotando también su utilidad. Sin embargo, esta nueva realidad se disolvió cuando “olvidaron los valores de la letra escrita” (García 60), con lo que se evidencia una relación entre escritura, olvido, muerte y soledad.
En aquellos días de la peste, llegó a la casa de los Buendía un anciano que nadie reconoció salvo José Arcadio Buendía tras beber una sustancia que el viejo le dio y que le hizo recobrar la memoria. Vio en frente suyo a Melquíades, a quien juraban muerto; de hecho, “había estado en la muerte [...] pero había regresado porque no pudo soportar la soledad”. Algo común entre la muerte y la soledad es el silencio y su resultado es el olvido, es decir, el silencio del recuerdo. Cuando Macondo se cura de la peste llega al pueblo Francisco el Hombre, un viejo que iba cantando y relatando las noticias de los pueblos que había dejado en su itinerario: regresan la palabra y, con esta, la memoria.
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Recordando que fue con alguien de pasado confuso e innombrado, que apareció la peste en Macondo, la enfermedad se presenta aquí como una oposición de la palabra. “Úrsula, que había aprendido de su madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero no consiguieron dormir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estado de alucinada lucidez no solo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas por los otros. [...] Rebeca soñó que un hombre muy parecido a ella, vestido de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón de oro le llevaba un ramo de rosas. Lo acompañaba una mujer de manos delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña en el pelo. Úrsula comprendió que [...] eran los padres de Rebeca, pero aunque hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su certidumbre de que nunca los había visto”.
En medio de la enfermedad, Úrsula reconoce, con la certeza de su memoria, no haber visto nunca a los padres de Rebeca, es decir, no puede probar a ciencia cierta que ellos sean los padres, pero su interpretación de la realidad a la que están asistiendo (el sueño), le concede saber que ellos podrían serlo. Es dentro de una posibilidad discursiva -borrosa y alucinada- de la peste y un hecho cuya sustancia es distinta a la realidad (como lo es el sueño), que el pasado de Rebeca deviene cognoscible en lo que envuelve la palabra podrían sin que esto le reste veracidad a la revelación; y si la literatura permite, como se ha visto, contar y reconocer el pasado mediante la poiesis y su tejido de lo que podría ser o podría haber sido, vale recordar la frase de Borges que sentencia que “la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido”.
Ahora, en El espectador emancipado, Rancière establece que un espacio de lo político -en el que puede darse el desacuerdo- es el arte. El disenso o desacuerdo “no es el conflicto de las ideas o de los sentimientos. Es el conflicto de diversos regímenes de sensorialidad. Es en ello que el arte, en el régimen de la separación estética, se encuentra tocando a la política. Pues el disenso está en el corazón de la política” (61). Retomando que lo político se da en el litigio, Cien años de Soledad es símbolo de la soledad -política- tanto por el relato como por el diálogo con el lector que esta obliga explícitamente, siendo primero lectores los personajes mismos y, luego, lectores de estos -o espectadores- nosotros. Esto, teniendo en cuenta que la lectura implica la sensorialidad y la política, por tanto, el reconocimiento de esta.
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Carlos Fuentes, en La nueva novela hispanoamericana, escribe que Cien años de Soledad es “una novela vivida como la larga crónica de un siglo de soledad en Colombia, pero leída como la fábula consignada, precariamente, en los papeles peripatéticos de Melquíades. El documento secular de Macondo son las cuartillas instantáneas de un brujo mitómano que mezcla indisolublemente las relaciones del orden vivido con las relaciones del orden escrito. [...] Los hombres y mujeres de Macondo sólo pueden acudir a una novela -esta novela- para comprobar que existen”. ( 65)
Las cuartillas de Macondo no difieren -no podrían- vida de escritura. La escritura es la sentencia de vitalidad que tienen los personajes y es la vida de estos. En el relato se saben vivos y se saben vividos conforme el punto enunciativo de Aureliano Babilonia lo revela. Al leer y en la lectura revivir el pasado, se toma consciencia de la vida que hubo, consciencia que se da no en la primera experiencia sino en la segunda, que es la lectura: cuando “Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. [...] Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre”.
En el presente, ahora pasado, Aureliano Babilonia se profetiza en un futuro que se le escapa como arena de las manos, del mismo modo en que Aureliano Buendía, muchos años después -ahora pasados-, había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Tanto el principio como el final de la novela son signos premonitorios: primero, un pelotón de fusilamiento en el que se había de recordar muchos años después del momento de la enunciación; por último, la sucesión instantánea de la destrucción profetizada.
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La soledad deviene política, en el caso de esta novela, cuando los personajes se reconocen en la lectura del relato: es allí donde su soledad, sus pasiones y sus dolores son dotados de significado. Lo político -entendido, pues, como el reconocimiento de la sensorialidad del otro- “es el poder que tiene cada uno o cada una de traducir a su manera aquello que él o ella percibe, de ligarlo a la aventura intelectual singular que los vuelve semejantes a cualquier otro aun cuando esa aventura no se parece a ninguna otra” (Rancière), y es en este momento en el que entramos los lectores como espectadores de Cien años de soledad a hacer parte de la novela, a dotarnos de significado en ella, pues al mismo tiempo que Aureliano Babilonia, estamos leyendo, viviendo, releyendo y muriendo; nos hacemos espectadores en tanto la novela nos construye como ello y nos vive y nos muere en ella. Con esto, Cien años de soledad narra las soledades de los hombres y da cuenta de esa soledad que viven aquellos que olvidan y son olvidados. Hundiendo las manos en las masas del pasado y del porvenir, del podría y el había de, nombra y dota de significado el pasado de los huérfanos y memoriza a los muertos mientras profetiza en el presente del verbo y de la lectura; en últimas: habla de la vida de los hombres viviéndolos en la palabra, nombrando su pasado, profetizando su avenir.
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Dice Rancière que “toda situación es susceptible de ser hendida en [el] interior, reconfigurada bajo otro régimen de percepción y de significación”, por lo tanto, la novela es disenso puesto que asume la sensorialidad de los espectadores, que somos nosotros en los ojos de Aureliano Babilonia: “no tenemos que transformar a los espectadores en actores ni a los ignorantes en doctos. [...] Todo espectador es de por sí actor de su historia, todo actor, todo hombre de acción, espectador de la misma obra” (Rancière).
La novela, con referencia a sí misma, es política porque más allá de permitirles a los personajes reconocer su sensorialidad y recrear su soledad, es el espacio en el que el espectador -nosotros- tiene reconocimiento y agencia para que se logre la significación de la misma: sin Babilonia no hay escritura, sin escritura no hay lector, sin lector no hay novela y sin novela no hay antídoto para el olvido. Y es en esa conjugación de causalidades que la soledad, al entenderse políticamente, se agota, pues los ojos del espectador alcanzan a atrapar los pergaminos en los que Babilonia ya se habrá desmoronado.