La novela del fiscal (a manera de reseña)
Intento opinado por enmendar que haya pasado desapercibida para la crítica y el amplio público La última noche, “la exquisita novela escrita por el fiscal” Francisco Barbosa.
Tomás Uprimny Añez*, especial para El Espectador
Muy pocos lo saben, pero el fiscal general, Francisco Roberto Delgado Barbosa, es el mejor novelista de su generación. No solo es el jurisconsulto más preparado del país, como tan humildemente dijo en una entrevista, ni el profesor con más diplomas –tiene la inverosímil cantidad de no una, sino dos maestrías–, ni el intelectual que más lenguas maneja, ni el columnista más leído de todos los periódicos habidos y por haber, ni el mejor fiscal de la historia, como tan recatadamente dijo en otra entrevista concedida un par de horas después de haber sido nombrado fiscal, sino que es también, y sobre todo, el más fino narrador de Colombia. Y para colmo, todo esto lo ha conseguido a la tierna edad de cuarenta y nueve añitos, batiendo el salvaje récord de precocidad que ostentaba el niño Tutankamón, proclamado faraón de Egipto antes de haber cumplido los diez. (Pero Tutankamón no tenía dos maestrías. Ni siquiera tenía una).
Por alguna razón enigmática como esa ley de Gresham de la economía que hace que la moneda mala expulse a la buena, en Colombia la literatura mala ha expulsado a la buena. Solo de esa manera se explica que La última noche, la exquisita novela escrita por el fiscal, publicada en el 2001 por la editorial Oveja Negra y dedicada “a mis sombras”, haya pasado desapercibida para la crítica y el amplio público. Un error así debe enmendarse, claro.
Dado que Barbosa es al mismo tiempo poeta y fiscal, un desprevenido ciudadano podría objetar que los periodistas deberíamos ocuparnos más bien de su faceta de guardián de Ciudad Gótica. Pero no: ahora es el momento oportuno para referirnos a sus proezas artísticas. Porque una vez termine su periodo como fiscal, comienza su proceso de canonización por la iglesia del uribismo dinástico de cara a las elecciones de 2026 como Santo Patrono de la Justicia, sentado a la diestra de papá Uribe y en el mismo nivel que el monaguillo Iván Duque y que monseñor Pachito Santos. Entonces una de dos: o hablamos hoy de la vena poética de Barbosa, y ganamos todos, o no lo hacemos nunca, y perdemos todos.
De entrada, puede que el lector espere un personaje a la altura de su creador: un hombre meditabundo, amante del buen vino francés, un lector insomne que se pasea por los predios de la literatura francesa como Pedro –o Pierre- por su casa, que obviamente conoce la gama completa de raquetas para practicar squash y es un guasón del humor más elegante y a la vez un semental empedernido, que diserta sobre economía, derecho, poesía, finanzas y sobre el trapío de los toros de lidia mientras sacude coquetamente una copa de Merlot. Y sí, aleluya, en la novela hay un personaje así. Se trata de Roberto, un crítico literario de “ojos profundos como su pensamiento”.
(También puede leer: El precio de la pequeñez, columna de Francisco Gutiérrez)
Si el lector no está atento, corre el peligro de extraviarse en la trama arácnida que se va tejiendo a ritmo de vértigo en las ciento veinte páginas que componen la novela. Pero, en resumidas cuentas, lo que pasa es lo siguiente: Roberto tiene un amigo que se llama Alberto, un adonis cabeza de chorlito. A Roberto le gusta Amanda, una muchacha un poco sonsa pero simpática, y a Amanda le gusta de vuelta Roberto, que recita versos de Neruda “con el único fin de que esas faldas colegialas se abrieran ante lo que escuchaban tan castos oídos”. Roberto y Amanda tienen a menudo relaciones sexuales. Por su parte, a Alberto le gusta Úrsula, una misteriosa “fémina” –como las llama Roberto, que es el amigo de Alberto- que en la primera mitad de la novela no aparece casi. Roberto y Alberto son catadores de vino de una disciplina draconiana: beben todos los días, al vaivén de citas literarias, películas de Hitchcock y comentarios de turbia moralidad “sobre la virtud sibilina de los senos hercúleos de una mujer”, y se clavan unas borracheras satánicas en las que acaban hasta con el nido de la perra. Una noche, la velada de Alberto y Roberto es interrumpida en seco porque Alberto decide confesarle a Roberto la comisión de un delito bagatela: ha asfixiado a Úrsula con un cojín, pues descubrió que le era infiel. Y luego, por arte de birlibirloque, Alberto –que es el amigo de Roberto– se esfuma. Acá vamos nomás por la página cuarenta.
Luego hay un sutilísimo salto hacia atrás de treinta años que nos muestra la infancia desoladora de Alberto: la de un niño que quiere jugar fútbol con sus compañeros pero cuyos compañeros no quieren jugar fútbol con él. Alberto se enamora de Úrsula, y en dos brochazos se despacha su amorío fatal. El énfasis cambia bruscamente, dejando a Úrsula muerta y a Alberto huyendo como un zángano, para enfocarse en el origen de la amistad de Roberto y Alberto, en la universidad. Hay una escena particularmente bien lograda de una tertulia entre Roberto, Alberto, Amanda y otros marihuanos desocupados. De repente, Amanda tiene lo que el autor describe como un “orgasmo intelectual”. Vale la pena la cita extensa, por su belleza:
“Ella los miró a todos y, sin ruborizarse, gritó: “Lo tuve, y tuve el orgasmo que siempre deseé, el orgasmo intelectual”. Ninguno de ellos podía salir del asombro: “Un orgasmo intelectual: ¡definitivamente una curiosidad deliciosamente patológica, como dirían los sicoanalistas!”, murmuraban. Desde ese día Alberto supo que en su categorización orgásmica existía el orgasmo intelectual y que, según Amanda, la tórrida mujer de Roberto, lo sintió cuando se avanzaba con los cubistas o surrealistas en los meandros rigurosos de la pintura del siglo XX”.
La novela vuelve al presente narrativo con una ráfaga de cartas cursis entre Roberto y Amanda, puesto que Amanda lo abandonó para irse con un gringo. Las cartas no dicen mayor cosa, más allá de que Roberto es muy bueno en la cama. Mientras Amanda recorre el mundo del brazo de su galán de telenovela, Roberto diluye el dolor acostándose con otras mujeres. Con Rebeca, por ejemplo, “la meretriz que lo llevó a entender los ardores elevados del placer en el viejo teatro lóbrego del centro vacacional que tanto su familia como la de ella visitaban con asiduidad”. Roberto y Rebeca se reencuentran de carambola en el ascensor de la oficina de Roberto (¿cuál oficina? Pues eso ni Roberto ni yo lo sabemos, porque la novela tampoco lo sabe), donde él deja caer un par de piropos y una mirada pecaminosa, y listo el pollo, a fornicar se dijo.
(Quizás le interese: La ambición rompe el saco, columna de Ramiro Bejarano)
Unas cuatro páginas más adelante, Amanda vuelve y le confiesa a Roberto que siempre lo ha amado, y se acuestan (cómo no, si Roberto es muy bueno en la cama). A la mañana siguiente, Amanda se viste con presteza y se larga, no sin antes pedirle perdón a Roberto. Confundido, Roberto sale tras ella y la persigue hasta el aeropuerto, pero no la alcanza. En ese instante, la cámara hace un corte de sayayín y de la nada aflora Alberto, que había desaparecido tras asesinar a Úrsula, comiéndose las uñas mientras trata en vano de llamar por teléfono a Alberto (digo, a Roberto; perdón, me confundí). Al volver a casa, Roberto encuentra sobre una mesa “larga, gris, turpial” una hoja garabateada por Alberto. La nota, de medio párrafo, explica que, en realidad, Alberto y Amanda se han fugado juntos porque se aman “incontroladamente”. Roberto llora y sale de su apartamento, pataleando de rabia. La novela cierra con un diálogo apoteósico entre Roberto y una vecina:
“- Hola, mi nombre es Natalia. ¿Cuál es el tuyo?
- Roberto, mi nombre es Roberto –contestó con desdén.”
Pese a estar soberbiamente hilada, no es la intriga propiamente dicha lo que le confiere a Barbosa las llaves de entrada al parnaso de los grandes chamanes de la palabra. Eso es lo de menos. Lo que verdaderamente importa, como en toda obra inmortal de la literatura, es su manera inconfundible de poner un ladrillo después del otro, su estilo astuto y diáfano, erizado de acertijos filosóficos. Como el de la página veinte: “Al fin y al cabo la vida es circular y eso lo sabe el sol como nadie”. Uy, ¿y esto tan bueno de dónde salió? ¿Soy yo o alguien acaba de hacer papilla a Nietzsche y su sonsonete maraquero del eterno retorno? O el de la trece, cuando un personaje copula con una danesa poligámica y muy pronto es devorado por la duda de si su desempeño carnal supera el de sus competidores: “De manera cruenta esas preguntas se exhiben como los juguetones delfines lo hacen en los acuarios parapetados de vaho mortecino…”. ¡Cómo! ¿Un acuario se puede parapetar? Dios bendiga a los poetas.
También los diálogos de la novela, como ya vimos, son notables. Para muestra, un botón meteorológico.
“- Qué frío hace, dijo Amanda.
- No, realmente no hace frío, creo que son locuras tuyas, como todo lo que haces, replicó Roberto secamente.
- Pues no; siento frío.
- Está bien, digamos que sí hay frío, para que no pienses que me gusta llevarte la contraria, murmuró Roberto.
- No seas imbécil, no me trates como una interdicta mental, anunció ella.
- Está bien, está bien; sabes, me da miedo una cosa.
- ¿Qué?, repuso ella.
- Perderte, saber que algún día ya no vas a ser mía.
- Tontito, no me vas a perder nunca, somos el uno para el otro; acuérdate del pacto: juntos hasta la muerte, respondió Amanda, guiñando el ojo con sinceridad.”
Uno se pregunta cuál es la musa que le canta al oído al licenciado Barbosa, pues no es propio de los mortales esa capacidad mágica para enhebrar un mundano apunte sobre el clima con una cavilación sobre la soledad humana. Ah, pero claro, se responde uno mismo: eso solo lo logra alguien que tiene dos maestrías. (A las que habrá que añadirle el honoris causa que, con toda seguridad, al término de su pluscuamperfecta fiscalía, le otorgará su alma máter: la Uribersidad Sergio Arboleda).
(Puede leer también: Barbosadas, columna de Rodrigo Uprimny)
Como todo el mundo lo sabe, pues él se ha encargado de gritarlo a pulmón herido en todos sus sermones, Barbosa es también un historiador nato. Uno de los de antes, de los de reloj de leontina y monóculo. La novela está repleta de rarezas y anécdotas eruditas que, sin embargo, no abruman. Sino que refrescan, porque están puestas con pinzas de delicadeza y un aparente desgano, como quien no quiere la cosa, y el lector ni cuenta se da. Juzguen ustedes la manera esbelta en que, al cabo de otra feroz tanda de maromas sexuales entre Roberto y Amanda (la verdad es que es una novela altamente pornográfica, no apta para menores de setenta años), Roberto medita: “La sensación era extraña, fuerte, última; con ella, se sintió un poco como el gran Alejandro, cuando tomó el camino hacia Babilonia para alcanzar la muerte en sus orgías inclementes”.
Por desgracia, Francisco Roberto Delgado Barbosa también comete errores, aunque apenas los necesarios para comprobar que, efectivamente, es humano. Como cualquier escritor de genio. Como Cervantes, por ejemplo, a quien se le refundía el borrico de Sancho de un capítulo a otro.
Para cazar los gazapos de La última noche –cuyo título no conseguí descifrar- hay que enchufar el microscopio electrónico. Después de mucho rascar y escarbar, encontré uno. Escribe el bardo: “Amanda ya sentía la ansiedad de sentir el adminículo cavernoso que Roberto cargaba como una escopeta al acecho de perdices”. Y sí pero no: en lenguaje cristiano, se dice “pipí”. O bien “pirulo”, cuando se está en horario familiar, o “pajarito”, si el público es animalista. Pero ¿a son de qué habla el sexólogo Barbosa de “adminículo cavernoso”? Que aporte pruebas.
Y creo que encontré otro, aunque no estoy ciento por ciento seguro. Hay algo que no me termina de cuadrar en una de las cartas que Amanda le envía a Roberto: “ayer, cuando hablamos en ese café francés que está ubicado en el centro de la capital, y que la verdad me obnubiló los sentidos, no solo por sus blancas sillas, que relinchaban sin cesar en nuestra conversación, sino también…”. Yo me pregunto: ¿desde cuándo las sillas relinchan?
El momento culmen de la novela ocurre en la página treinta y cuatro. Roberto y Amanda están desnudos en la cama. Roberto le acaricia a Amanda el esternocleidomastoideo (el cuello), luego “levanta la mirada y el seno derecho le indica que bese con frenesí el seno izquierdo, porque la mayoría de las veces es el más olvidado de los dos”. ¡¿Que qué?! ¿La teta izquierda, doctor Barbosa? Eso huele a comunismo. Que alguien llame al Gran Inquisidor del Santo Oficio fray Alejandro Ordóñez para que excomulgue en el acto a este hereje zurdo y, en penitencia, le ponga a rezar cinco avemarías y a hacer el ocho con la cola. ¡Ajúa!
Pero estos módicos deslices libidinosos, como ya dije, no le restan ni un ápice de mérito a la novela. Al voltear la última página de La última noche, queda uno con la sensación de que el abnegado alguacil Barbosa nos ha engañado a todos. Porque lo suyo no son las leyes: lo suyo son los versos. Él no es el mejor fiscal de la historia, sino el mejor escritor de la historia. Un embuste de esta magnitud no se veía desde el pontificado de Juan, en el siglo IX, que ocupó durante tres años la barca de san Pedro hasta que, en medio de la algarabía de una procesión, mientras lo llevaban a hombros en la silla gestatoria, comenzó a sufrir contracciones y un bebé se le escurrió de la panza. Los cardenales, salpicados de moco de placenta, se dieron cuenta de que no era Juan el papa, sino Juana la papisa, y el gentío despechado la mató a pedradas. Desde entonces, a cada aspirante al trono papal le practican una requisa en los calzones. Acabada la inspección manual, si el resultado es positivamente viril, el detective exclama: “Duos habet et bene pendentes” (‘Tiene dos y cuelgan bien’).
Habrá, pues, que inventar un filtro análogo con el propósito de evitar que un inmenso talento poético y patriótico como el de Barbosa se marchite en la prosaica tarea de perseguir a los dos o tres mamarrachos de poca monta que aún delinquen en el país del Sagrado Corazón de Jesús, donde la tasa de criminalidad está a ras de piso gracias a la labor caritativa de la actual Fiscalía y su ya probada y requeteprobada fórmula de homicidio que no se investiga, homicidio que no existe. Pero lo hecho, hecho está, y no hay que llorar sobre la leche derramada. Lo que sí hay que hacer es prender las velitas, cruzar los dedos y poner los santos patas arriba para que se nos haga el milagro, y una vez depuestas su pistola de juguete y su placa de disfraz de sheriff, las letras colombianas recuperen por fin y para siempre al colosal Francisco Roberto Alberto Delgado Barbosa, el poeta de las dos maestrías.
* Abogado y periodista. Contacto: tomas.u@lanoficcion.com
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Muy pocos lo saben, pero el fiscal general, Francisco Roberto Delgado Barbosa, es el mejor novelista de su generación. No solo es el jurisconsulto más preparado del país, como tan humildemente dijo en una entrevista, ni el profesor con más diplomas –tiene la inverosímil cantidad de no una, sino dos maestrías–, ni el intelectual que más lenguas maneja, ni el columnista más leído de todos los periódicos habidos y por haber, ni el mejor fiscal de la historia, como tan recatadamente dijo en otra entrevista concedida un par de horas después de haber sido nombrado fiscal, sino que es también, y sobre todo, el más fino narrador de Colombia. Y para colmo, todo esto lo ha conseguido a la tierna edad de cuarenta y nueve añitos, batiendo el salvaje récord de precocidad que ostentaba el niño Tutankamón, proclamado faraón de Egipto antes de haber cumplido los diez. (Pero Tutankamón no tenía dos maestrías. Ni siquiera tenía una).
Por alguna razón enigmática como esa ley de Gresham de la economía que hace que la moneda mala expulse a la buena, en Colombia la literatura mala ha expulsado a la buena. Solo de esa manera se explica que La última noche, la exquisita novela escrita por el fiscal, publicada en el 2001 por la editorial Oveja Negra y dedicada “a mis sombras”, haya pasado desapercibida para la crítica y el amplio público. Un error así debe enmendarse, claro.
Dado que Barbosa es al mismo tiempo poeta y fiscal, un desprevenido ciudadano podría objetar que los periodistas deberíamos ocuparnos más bien de su faceta de guardián de Ciudad Gótica. Pero no: ahora es el momento oportuno para referirnos a sus proezas artísticas. Porque una vez termine su periodo como fiscal, comienza su proceso de canonización por la iglesia del uribismo dinástico de cara a las elecciones de 2026 como Santo Patrono de la Justicia, sentado a la diestra de papá Uribe y en el mismo nivel que el monaguillo Iván Duque y que monseñor Pachito Santos. Entonces una de dos: o hablamos hoy de la vena poética de Barbosa, y ganamos todos, o no lo hacemos nunca, y perdemos todos.
De entrada, puede que el lector espere un personaje a la altura de su creador: un hombre meditabundo, amante del buen vino francés, un lector insomne que se pasea por los predios de la literatura francesa como Pedro –o Pierre- por su casa, que obviamente conoce la gama completa de raquetas para practicar squash y es un guasón del humor más elegante y a la vez un semental empedernido, que diserta sobre economía, derecho, poesía, finanzas y sobre el trapío de los toros de lidia mientras sacude coquetamente una copa de Merlot. Y sí, aleluya, en la novela hay un personaje así. Se trata de Roberto, un crítico literario de “ojos profundos como su pensamiento”.
(También puede leer: El precio de la pequeñez, columna de Francisco Gutiérrez)
Si el lector no está atento, corre el peligro de extraviarse en la trama arácnida que se va tejiendo a ritmo de vértigo en las ciento veinte páginas que componen la novela. Pero, en resumidas cuentas, lo que pasa es lo siguiente: Roberto tiene un amigo que se llama Alberto, un adonis cabeza de chorlito. A Roberto le gusta Amanda, una muchacha un poco sonsa pero simpática, y a Amanda le gusta de vuelta Roberto, que recita versos de Neruda “con el único fin de que esas faldas colegialas se abrieran ante lo que escuchaban tan castos oídos”. Roberto y Amanda tienen a menudo relaciones sexuales. Por su parte, a Alberto le gusta Úrsula, una misteriosa “fémina” –como las llama Roberto, que es el amigo de Alberto- que en la primera mitad de la novela no aparece casi. Roberto y Alberto son catadores de vino de una disciplina draconiana: beben todos los días, al vaivén de citas literarias, películas de Hitchcock y comentarios de turbia moralidad “sobre la virtud sibilina de los senos hercúleos de una mujer”, y se clavan unas borracheras satánicas en las que acaban hasta con el nido de la perra. Una noche, la velada de Alberto y Roberto es interrumpida en seco porque Alberto decide confesarle a Roberto la comisión de un delito bagatela: ha asfixiado a Úrsula con un cojín, pues descubrió que le era infiel. Y luego, por arte de birlibirloque, Alberto –que es el amigo de Roberto– se esfuma. Acá vamos nomás por la página cuarenta.
Luego hay un sutilísimo salto hacia atrás de treinta años que nos muestra la infancia desoladora de Alberto: la de un niño que quiere jugar fútbol con sus compañeros pero cuyos compañeros no quieren jugar fútbol con él. Alberto se enamora de Úrsula, y en dos brochazos se despacha su amorío fatal. El énfasis cambia bruscamente, dejando a Úrsula muerta y a Alberto huyendo como un zángano, para enfocarse en el origen de la amistad de Roberto y Alberto, en la universidad. Hay una escena particularmente bien lograda de una tertulia entre Roberto, Alberto, Amanda y otros marihuanos desocupados. De repente, Amanda tiene lo que el autor describe como un “orgasmo intelectual”. Vale la pena la cita extensa, por su belleza:
“Ella los miró a todos y, sin ruborizarse, gritó: “Lo tuve, y tuve el orgasmo que siempre deseé, el orgasmo intelectual”. Ninguno de ellos podía salir del asombro: “Un orgasmo intelectual: ¡definitivamente una curiosidad deliciosamente patológica, como dirían los sicoanalistas!”, murmuraban. Desde ese día Alberto supo que en su categorización orgásmica existía el orgasmo intelectual y que, según Amanda, la tórrida mujer de Roberto, lo sintió cuando se avanzaba con los cubistas o surrealistas en los meandros rigurosos de la pintura del siglo XX”.
La novela vuelve al presente narrativo con una ráfaga de cartas cursis entre Roberto y Amanda, puesto que Amanda lo abandonó para irse con un gringo. Las cartas no dicen mayor cosa, más allá de que Roberto es muy bueno en la cama. Mientras Amanda recorre el mundo del brazo de su galán de telenovela, Roberto diluye el dolor acostándose con otras mujeres. Con Rebeca, por ejemplo, “la meretriz que lo llevó a entender los ardores elevados del placer en el viejo teatro lóbrego del centro vacacional que tanto su familia como la de ella visitaban con asiduidad”. Roberto y Rebeca se reencuentran de carambola en el ascensor de la oficina de Roberto (¿cuál oficina? Pues eso ni Roberto ni yo lo sabemos, porque la novela tampoco lo sabe), donde él deja caer un par de piropos y una mirada pecaminosa, y listo el pollo, a fornicar se dijo.
(Quizás le interese: La ambición rompe el saco, columna de Ramiro Bejarano)
Unas cuatro páginas más adelante, Amanda vuelve y le confiesa a Roberto que siempre lo ha amado, y se acuestan (cómo no, si Roberto es muy bueno en la cama). A la mañana siguiente, Amanda se viste con presteza y se larga, no sin antes pedirle perdón a Roberto. Confundido, Roberto sale tras ella y la persigue hasta el aeropuerto, pero no la alcanza. En ese instante, la cámara hace un corte de sayayín y de la nada aflora Alberto, que había desaparecido tras asesinar a Úrsula, comiéndose las uñas mientras trata en vano de llamar por teléfono a Alberto (digo, a Roberto; perdón, me confundí). Al volver a casa, Roberto encuentra sobre una mesa “larga, gris, turpial” una hoja garabateada por Alberto. La nota, de medio párrafo, explica que, en realidad, Alberto y Amanda se han fugado juntos porque se aman “incontroladamente”. Roberto llora y sale de su apartamento, pataleando de rabia. La novela cierra con un diálogo apoteósico entre Roberto y una vecina:
“- Hola, mi nombre es Natalia. ¿Cuál es el tuyo?
- Roberto, mi nombre es Roberto –contestó con desdén.”
Pese a estar soberbiamente hilada, no es la intriga propiamente dicha lo que le confiere a Barbosa las llaves de entrada al parnaso de los grandes chamanes de la palabra. Eso es lo de menos. Lo que verdaderamente importa, como en toda obra inmortal de la literatura, es su manera inconfundible de poner un ladrillo después del otro, su estilo astuto y diáfano, erizado de acertijos filosóficos. Como el de la página veinte: “Al fin y al cabo la vida es circular y eso lo sabe el sol como nadie”. Uy, ¿y esto tan bueno de dónde salió? ¿Soy yo o alguien acaba de hacer papilla a Nietzsche y su sonsonete maraquero del eterno retorno? O el de la trece, cuando un personaje copula con una danesa poligámica y muy pronto es devorado por la duda de si su desempeño carnal supera el de sus competidores: “De manera cruenta esas preguntas se exhiben como los juguetones delfines lo hacen en los acuarios parapetados de vaho mortecino…”. ¡Cómo! ¿Un acuario se puede parapetar? Dios bendiga a los poetas.
También los diálogos de la novela, como ya vimos, son notables. Para muestra, un botón meteorológico.
“- Qué frío hace, dijo Amanda.
- No, realmente no hace frío, creo que son locuras tuyas, como todo lo que haces, replicó Roberto secamente.
- Pues no; siento frío.
- Está bien, digamos que sí hay frío, para que no pienses que me gusta llevarte la contraria, murmuró Roberto.
- No seas imbécil, no me trates como una interdicta mental, anunció ella.
- Está bien, está bien; sabes, me da miedo una cosa.
- ¿Qué?, repuso ella.
- Perderte, saber que algún día ya no vas a ser mía.
- Tontito, no me vas a perder nunca, somos el uno para el otro; acuérdate del pacto: juntos hasta la muerte, respondió Amanda, guiñando el ojo con sinceridad.”
Uno se pregunta cuál es la musa que le canta al oído al licenciado Barbosa, pues no es propio de los mortales esa capacidad mágica para enhebrar un mundano apunte sobre el clima con una cavilación sobre la soledad humana. Ah, pero claro, se responde uno mismo: eso solo lo logra alguien que tiene dos maestrías. (A las que habrá que añadirle el honoris causa que, con toda seguridad, al término de su pluscuamperfecta fiscalía, le otorgará su alma máter: la Uribersidad Sergio Arboleda).
(Puede leer también: Barbosadas, columna de Rodrigo Uprimny)
Como todo el mundo lo sabe, pues él se ha encargado de gritarlo a pulmón herido en todos sus sermones, Barbosa es también un historiador nato. Uno de los de antes, de los de reloj de leontina y monóculo. La novela está repleta de rarezas y anécdotas eruditas que, sin embargo, no abruman. Sino que refrescan, porque están puestas con pinzas de delicadeza y un aparente desgano, como quien no quiere la cosa, y el lector ni cuenta se da. Juzguen ustedes la manera esbelta en que, al cabo de otra feroz tanda de maromas sexuales entre Roberto y Amanda (la verdad es que es una novela altamente pornográfica, no apta para menores de setenta años), Roberto medita: “La sensación era extraña, fuerte, última; con ella, se sintió un poco como el gran Alejandro, cuando tomó el camino hacia Babilonia para alcanzar la muerte en sus orgías inclementes”.
Por desgracia, Francisco Roberto Delgado Barbosa también comete errores, aunque apenas los necesarios para comprobar que, efectivamente, es humano. Como cualquier escritor de genio. Como Cervantes, por ejemplo, a quien se le refundía el borrico de Sancho de un capítulo a otro.
Para cazar los gazapos de La última noche –cuyo título no conseguí descifrar- hay que enchufar el microscopio electrónico. Después de mucho rascar y escarbar, encontré uno. Escribe el bardo: “Amanda ya sentía la ansiedad de sentir el adminículo cavernoso que Roberto cargaba como una escopeta al acecho de perdices”. Y sí pero no: en lenguaje cristiano, se dice “pipí”. O bien “pirulo”, cuando se está en horario familiar, o “pajarito”, si el público es animalista. Pero ¿a son de qué habla el sexólogo Barbosa de “adminículo cavernoso”? Que aporte pruebas.
Y creo que encontré otro, aunque no estoy ciento por ciento seguro. Hay algo que no me termina de cuadrar en una de las cartas que Amanda le envía a Roberto: “ayer, cuando hablamos en ese café francés que está ubicado en el centro de la capital, y que la verdad me obnubiló los sentidos, no solo por sus blancas sillas, que relinchaban sin cesar en nuestra conversación, sino también…”. Yo me pregunto: ¿desde cuándo las sillas relinchan?
El momento culmen de la novela ocurre en la página treinta y cuatro. Roberto y Amanda están desnudos en la cama. Roberto le acaricia a Amanda el esternocleidomastoideo (el cuello), luego “levanta la mirada y el seno derecho le indica que bese con frenesí el seno izquierdo, porque la mayoría de las veces es el más olvidado de los dos”. ¡¿Que qué?! ¿La teta izquierda, doctor Barbosa? Eso huele a comunismo. Que alguien llame al Gran Inquisidor del Santo Oficio fray Alejandro Ordóñez para que excomulgue en el acto a este hereje zurdo y, en penitencia, le ponga a rezar cinco avemarías y a hacer el ocho con la cola. ¡Ajúa!
Pero estos módicos deslices libidinosos, como ya dije, no le restan ni un ápice de mérito a la novela. Al voltear la última página de La última noche, queda uno con la sensación de que el abnegado alguacil Barbosa nos ha engañado a todos. Porque lo suyo no son las leyes: lo suyo son los versos. Él no es el mejor fiscal de la historia, sino el mejor escritor de la historia. Un embuste de esta magnitud no se veía desde el pontificado de Juan, en el siglo IX, que ocupó durante tres años la barca de san Pedro hasta que, en medio de la algarabía de una procesión, mientras lo llevaban a hombros en la silla gestatoria, comenzó a sufrir contracciones y un bebé se le escurrió de la panza. Los cardenales, salpicados de moco de placenta, se dieron cuenta de que no era Juan el papa, sino Juana la papisa, y el gentío despechado la mató a pedradas. Desde entonces, a cada aspirante al trono papal le practican una requisa en los calzones. Acabada la inspección manual, si el resultado es positivamente viril, el detective exclama: “Duos habet et bene pendentes” (‘Tiene dos y cuelgan bien’).
Habrá, pues, que inventar un filtro análogo con el propósito de evitar que un inmenso talento poético y patriótico como el de Barbosa se marchite en la prosaica tarea de perseguir a los dos o tres mamarrachos de poca monta que aún delinquen en el país del Sagrado Corazón de Jesús, donde la tasa de criminalidad está a ras de piso gracias a la labor caritativa de la actual Fiscalía y su ya probada y requeteprobada fórmula de homicidio que no se investiga, homicidio que no existe. Pero lo hecho, hecho está, y no hay que llorar sobre la leche derramada. Lo que sí hay que hacer es prender las velitas, cruzar los dedos y poner los santos patas arriba para que se nos haga el milagro, y una vez depuestas su pistola de juguete y su placa de disfraz de sheriff, las letras colombianas recuperen por fin y para siempre al colosal Francisco Roberto Alberto Delgado Barbosa, el poeta de las dos maestrías.
* Abogado y periodista. Contacto: tomas.u@lanoficcion.com
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