La obra de Marcel Proust para disfrutarla en fragmentos de amor

Hoy se presenta en Medellín el ejemplar 155 de la colección de libros “Palabras Rodantes”, dirigida por el escritor Juan Diego Mejía y que Comfama y el Metro distribuyen de manera gratuita. El editor invitado explica la importancia de “El amor es un mal incurable”, antología de fragmentos amorosos del autor de “En busca del tiempo perdido”.

Orlando Mejía Rivera * / Especial para El Espectador
29 de mayo de 2024 - 03:00 p. m.
Portada del libro "El amor es un mal incurable", con fragmentos de la obra de Marcel Proust, tomados en su mayoría de la novela "En busca del tiempo perdido" y en un porcentaje menor de sus cartas.
Portada del libro "El amor es un mal incurable", con fragmentos de la obra de Marcel Proust, tomados en su mayoría de la novela "En busca del tiempo perdido" y en un porcentaje menor de sus cartas.
Foto: Cortesía de Comfama

Prólogo

Marcel Proust (1871-1922) vivió sólo cincuenta y un años, pero su gran novela En busca del tiempo perdido perdurará mientras existan seres humanos que gocen, amen y sufran. Hijo de un médico famoso y una madre judía de familia rica, desde pequeño descubrió su amor por la literatura y la obsesión por los besos y caricias de su madre. Ese niño que esperaba con angustia —llorando en silencio— a que su mamá subiera en las noches a su cuarto para darle el beso de las buenas noches, de alguna manera siguió siendo el adulto que cuando se enamoraba le afloraba un sentimiento amoroso teñido de la desazón de los celos. Marcel fue un joven enamoradizo —de muchachas y de muchachos— a quienes les escribía cartas apasionadas y que casi siempre era rechazado. (Recomendamos: ensayo de Nelson Fredy Padilla sobre la lectura de la obra de Marcel Proust).

Luego se convirtió en un adulto dedicado a visitar los salones de la alta burguesía y la aristocracia de París, disfrutando de la bohemia, el cotilleo, la moda. Tuvo una lujosa vida de dandi, gracias a que su condición de asmático fue la disculpa para que sus padres aceptaran que viviera como quería. Se licenció en Derecho y en Letras, pero nunca trabajó. Durante varias décadas prometió a su familia y amigos que escribiría una gran obra literaria, más en la vida cotidiana sólo se observaba a un diletante y esnob que recitaba versos, jugaba al tenis y perseguía a duquesas y condes para ser invitado a sus castillos. En 1886 publicó un libro de poemas, prosas poéticas y relatos que tituló Los placeres y los días. Aunque logró tener el prólogo del escritor Anatole France, la escasa crítica que reseñó la obra la trato de banal y aburridora.

Esta existencia mundana, al parecer superflua, y similar a la de muchos jóvenes de la alta burguesía, tuvo un punto de quiebre con la muerte de su adorada madre acontecida el 26 de septiembre de 1905. Ella —la única que siguió creyendo en que su hijo sería un gran escritor— lo había alentado siempre y colaboró con él en la traducción del inglés al francés del libro La biblia de Amiens, de John Ruskin. El giro vital de Proust fue dramático: Después de ingresar a un sanatorio durante dos meses, para tratar su duelo profundo, sale dispuesto a escribir en serio. En 1907 reinicia el proyecto de una novela autobiográfica que tituló Jean Santeuil, pero la suspende dos años después porque no se siente satisfecho. Entonces, comienza un ensayo de crítica literaria que denominó Contra Sainte-Beube. Sin embargo, este texto se fue convirtiendo en una narración y descubrió que sería una novela. A comienzos de 1910 ya tenía clara la estructura inicial de En busca del tiempo perdido.

Lo que siguió hace parte de la historia heroica de la literatura: Hizo forrar en corcho su habitación para aislar los ruidos del exterior. Duerme de día y escribe de noche. Sus ataques de asma son cada vez más intensos, aunque sigue trabajando con una voluntad sobrehumana. En 1913 se publica Por el camino de Swann; en 1919 aparece A la sombra de las muchachas en flor; en 1921 está en librerías El mundo de los Guermantes; en mayo de 1922, seis meses antes de su fallecimiento, se publica Sodoma y Gomorra. Muere el 18 de noviembre de 1922, corrigiendo los tomos inéditos, pero tranquilo, pues en junio le había dicho a su fiel servidora Celeste Albaret que: «He puesto la palabra fin a mi obra. Ahora, puedo morir en paz». De manera póstuma se publicaron los tres restantes volúmenes: La prisionera (1923), Albertine ha desaparecido (1925) y El tiempo recobrado (1927). Durante doce años Marcel le entrega la vida a la elaboración de su libro, y al final surge una obra colosal, cuya estructura es la de una catedral gótica de palabras, que llegó a tener un millón doscientas sesenta y siete vocablos, expandidos en casi tres mil quinientas páginas. Se ha convertido en la novela más extensa de la literatura occidental, pues no deben confundirse sus distintos volúmenes con una saga de novelas entrelazadas. De la primera palabra a la última En busca del tiempo perdido es una estructura continua que respira como la vida de cualquiera de sus lectores.

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¿Qué es y de qué trata En busca del tiempo perdido? Lectores exquisitos como, entre otros, Ernst-Robert Curtis, Walter Benjamin, André Maurois, Julia Kristeva, Pierre Klossowski, Samuel Beckett, Gilles Deleuze, Harold Bloom, han coincidido en que es la mejor novela del siglo XX, aunque difieren en las razones intelectuales y en las justificaciones estéticas para sus afirmaciones. Pareciera que la novela de Proust es de una naturaleza similar al océano Solaris de la ficción de Stanislaw Lem: Tan inescrutable que termina siendo una especie de «espejo parabólico» que refleja siempre los gestos del rostro y las imágenes mentales de cada lector. Sin embargo, pienso que el siguiente comentario de Curtis vislumbra con agudeza la esencia que su autor y la novela han dado a la humanidad:

«Así como nuestra música no conoce más que un sector limitado de la infinita multiplicidad de acordes, así en nuestra vida espiritual no se reflejan más que fragmentos de la realidad total. Gran escritor es aquel que percibe nuevos aspectos de la realidad con una percepción tan imperiosa y tan exigente, que para él encierran un contenido de eternidad. Su obra es como una ventana por la que se nos abre una nueva perspectiva; contemplación de un paisaje hasta entonces desconocido».

La novela de Proust abre una nueva ventana en el corazón humano y refleja pasiones que nadie había descrito de manera tan diáfana. Para mí, lector precoz y hechizado de su obra desde la juventud, su novela ha sido un descenso inédito al enigmático lago del corazón habitado por arquetipos amorosos, que cuando emergen a la superficie en la psique de los individuos, repiten y transforman la historia de las pasiones humanas. El narrador Marcel —que no se debe confundir con el escritor Proust— comprende que aprender a vivir es descubrir que el amor es la única fuerza interior que nos conduce al autoconocimiento. Sólo el que ama pude conocerse a sí mismo. Ahora bien, el amor es también un dios terrible que nos otorga la felicidad y la desgracia en el mismo instante: deseo, enamoramiento, celos.

El amor está tejido con risas y lágrimas. Por ello, los personajes de Proust que aman, sufren. Los amantes son celosos de sus amados. Swann abandona los salones de la aristocracia y se obsesiona por la cortesana Odette, el narrador Marcel encierra a su amada Albertine para calmar su celotipia y ansia de posesión absoluta, el aristócrata Saint-Loupe abomina de su clase social para tener contenta a la actriz Rachel, el barón de Charlus acepta que su amado el violinista Morel sea un mujeriego y lo explote, a cambio de su fidelidad como hombre. De hecho, el escritor Marcel Proust, celoso y posesivo con amigos y amantes, llegó al extremo de la celotipia delirante con el conductor Alfredo Agostinelli. Lo llevó a vivir a su casa con su mujer, no quería que saliera a nada y cuando él huyó al año de la estadía, hastiado de la posesividad del escritor, éste intentó seducirlo para que volviera comprándole un aeroplano. Agostinelli murió ahogado en el mar, luego de que cayó en un avión en el que aprendía a pilotear, y Proust que estaba en la mitad de su obra usó esta dolorosa experiencia para trasladarla a la relación de Marcel con Albertine y así La prisionera y Albertine ha desaparecido se alimentaron del profundo sufrimiento del escritor por su último amado.

De otro lado, la temática del amor homosexual es compleja y ambigua en la novela. Proust nunca desconoció sus preferencias homoeróticas, aunque no fueron exclusivas y también tuvo amoríos con mujeres. Los biógrafos (Painter, White, Carter, Tadié) han demostrado que sus grandes amores fueron hombres, pero que supo disfrutar la sexualidad con algunas mujeres. Estos nuevos hallazgos refutan la frase de André Gide en su Diario: «Dice Proust no haber amado jamás a las mujeres más que espiritualmente y no haber conocido el amor más que con hombres».

Ahora bien, los celosos Swann y Marcel de la novela están obsesionados con las posibles infidelidades lésbicas de Odette y de Albertine. Lo que más los perturba es que sus amantes disfruten de otras mujeres y ellos no comprenden lo que ellas les dan. A lo anterior se agrega el amor homosexual del barón de Charlus por Jupien y Morel. Cuando el narrador descubre el acto sexual de Charlus y Jupien, de manera inmediata percibe que Charlus, debajo de ese disfraz de virilidad guerrera, era en realidad «una mujer». En Sodoma y Gomorra Marcel desarrolla una interesante teoría de la homosexualidad. Evocando al mito del hermafrodita primigenio que postula Platón en su dialogo de El Banquete o el amor, va a interpretar que la homosexualidad tiene un fundamento biológico y así como existen flores y animales que siguen siendo hermafroditas, entre los humanos la nostalgia por el andrógino mítico hace que lo masculino busque lo femenino y lo femenino lo masculino, pero esto no depende siempre de los genitales y del género corporal, sino también del alma o la mente «masculina» o «femenina».

Entonces, se revela al lector, en parte, la intrincada trama de las relaciones amatorias de la novela: Swann y Marcel aman a Odette y a Albertine porque tienen rasgos masculinos y ellas gustan de las mujeres ya que en la profundidad son «almas» de hombre. Por tanto, ellos tienen «almas» femeninas. El amor y los celos en la novela esconden un secreto que siempre genera el sufrimiento y la perturbación de los amantes: en el fondo todo hombre tiene algo femenino que lo hace añorar el mundo de Sodoma y toda mujer alberga algo masculino que la atrae a la comunidad de Gomorra.

No obstante, Proust en su novela no utiliza la palabra «homosexual», sino la expresión «invertido» que se usaba en su época. Aunque en algunos pasajes hay vocablos chocantes como «raza maldita» y los homosexuales se comparan a los «judíos» en el desprecio social de la burguesía católica hacia ellos, en verdad fue el primer escritor de la modernidad en tratar el tema de manera respetosa y seria. En la vida privada él nunca escondió sus apetencias sexuales, pero nunca quiso hacer pública sus preferencias porque le temía al rechazo social y le causó un trauma emocional la tragedia conocida de Óscar Wilde, encarcelado por sodomía, y luego despojado de su dignidad. Proust tuvo muy presente la manera miserable como murió Wilde en París: exiliado, pobre, solitario e injuriado.

El amor es «un mal incurable» porque siempre estará unido a los celos. La única manera de encontrar la calma espiritual es dejando de amar. Sólo en el desamor el amado encuentra la tranquilidad. Por ello, Marcel sigue sufriendo por Albertine incluso después de su muerte, pues al seguirla amando continúa sufriendo de celos. Sin embargo, al final de la aventura existencial de Marcel, cuando en El tiempo recobrado descubre que la rememoración de su vida es el material para escribir su obra literaria, también tiene la certeza de que el amor y los celos, hermanos siameses unidos por el corazón, son las únicas vías auténticas para la revelación de sí mismo y para justificar la propia vida. El que ama descubrirá, de forma simultánea, los deleites de la pasión, la felicidad del amor y el sufrimiento de los celos. Sin embargo, el que vive sin amor y se niega a entregarse a otro, está muerto en vida, es un cadáver maquillado de vivo en el festín de la existencia, en la que los seres danzan como polillas ante la luz del deseo. Proust amó y sufrió hasta el final de su existencia y su obra inmortal es el legado que nos ha dejado a sus lectores.

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Esta antología de los fragmentos amorosos de Proust pretende que los lectores descubran la diversidad de matices sobre el amor que se encuentran, en especial, en su obra maestra En busca del tiempo perdido. A la vez, quise que conocieran algunas de sus reflexiones y comentarios de su correspondencia privada. La numeración de cada fragmento es una invitación a que los lectores del Metro de Medellín, terminen teniendo su propio libro. Así como Cortázar nos regaló con su numeración una Rayuela para cada uno. Pienso que, a pesar de la distancia y la diferencia cultural, lo que escribió Proust sigue existiendo en los corazones de las viejas y las nuevas generaciones de seres humanos, que habitamos un mundo en el que por primera vez estamos amenazados por una potencial extinción de la especie, a través de las inteligencias artificiales y el apocalipsis climático. Empero, existe otro peligro vital: vivir como máquinas, renunciar al amor y al sufrimiento, transformarnos en zombis que hemos arrancado el corazón y la sensibilidad de nuestras existencias. Que sirva esta antología amorosa de Proust, estimado lector del Metro, para que sigamos siendo humanos y apasionados, seres enamorados, y no tengamos miedo de entregarnos con generosidad a la numinosa e inescrutable deidad del amor.

* Orlando Mejía Rivera charlará hoy con Alejandra Arcila Yepes a las 6:30 p. m., en el Patio Teatro del Claustro Comfama, en Medellín. Orlando Mejía Rivera: Bogotá, (1961). Escritor, médico, especialista en literatura hispanoamericana, magíster en filosofía. Profesor titular de Humanidades Médicas y Medicina Interna en el Programa de Medicina de la Universidad de Caldas. Ganador del Premio Nacional de Novela del Ministerio de cultura (1998) con Pensamientos de Guerra. Ganador del Premio Nacional de ensayo literario ciudad de Bogotá (1999) con De clones, ciborgs y sirenas. Finalista del Premio Nacional de Novela publicada del Ministerio de cultura (2020) con El médico de Pérgamo. Su libro La medicina Antigua. De Homero a la peste negra, fue seleccionado como uno de los mejores diez libros académicos publicados en Colombia, en el año 2017, de acuerdo con el periódico El Espectador. Ha publicado veintiocho libros en las áreas de novela, cuento, minificción, poesía y ensayo, entre ellos El asunto García y otros cuentos (2006), las obras de minificción Manicomio de dioses (2010) y El extraño animal de los gitanos (2019); las novelas La casa rosada (1997), El enfermo de Abisinia (2008), Recordando a Bosé (2009, 2018 2 ed) y el poemario Reflejos de luna (haikus, 2019).

Por Orlando Mejía Rivera * / Especial para El Espectador

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