La “Orestíada”: la pena invisible
La adaptación contemporánea de la obra de Esquilo, que se presenta en la Casa del Teatro Nacional, reflexiona sobre la familia, la violencia, la guerra, la memoria y la justicia, entre otros temas.
Danelys Vega Cardozo
Es jueves. Falta un día para que en Colombia se celebren los siete años del Acuerdo de Paz, firmado entre el Gobierno y las FARC. También falta un día para que, a miles de kilómetros, entre en vigor la tregua entre Israel y Hamás, que supone, por unos días, el cese al fuego de una guerra que inició el 7 de octubre, pero que no es nueva. Mientras tanto, esta noche, en Bogotá, en la Casa del Teatro Nacional, hay múltiples guerras: la de Troya, la familiar y la individual.
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Es jueves. Falta un día para que en Colombia se celebren los siete años del Acuerdo de Paz, firmado entre el Gobierno y las FARC. También falta un día para que, a miles de kilómetros, entre en vigor la tregua entre Israel y Hamás, que supone, por unos días, el cese al fuego de una guerra que inició el 7 de octubre, pero que no es nueva. Mientras tanto, esta noche, en Bogotá, en la Casa del Teatro Nacional, hay múltiples guerras: la de Troya, la familiar y la individual.
Todos esos conflictos se libran durante casi tres horas y de la mano de más de 10 personajes, quienes integran el elenco de Orestíada, una adaptación contemporánea de la obra de Esquilo, escrita por Robert Icke y dirigida por Pedro Salazar. “Es el nacimiento de la necesidad del teatro”, dice Salazar sobre la tragedia del dramaturgo griego. Y lo es, quizás, porque es un reflejo de la humanidad, en particular, de esas zonas oscuras que se prefieren ocultar y olvidar, como lo hace uno de los protagonistas: Orestes.
Orestes viste de negro. Orestes es por un tiempo un niño, pero más tarde será un adulto, uno atormentado, que vive en guerra consigo mismo, con sus recuerdos, con las memorias que amenazan con ser una construcción falsa de lo vivido. Porque su versión adulta sufre de amnesia disociativa debido a un trauma: el asesinato de su madre a mano propia. Entonces, decide olvidar. Intenta recordar, pero solo hay retazos. Incluso, su cabeza inventa un nuevo personaje que lo exime de la culpa: Electra, su hermana. Cree que ella lo llevó a cometer el crimen, pero ella nunca existió.
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- ¿Para qué agregarle ese componente de memoria?
- Porque creo que el teatro es sobre la reconstrucción de la vida y, de alguna manera, el teatro en nuestra mente está basado sobre lo que se ha grabado, se ha registrado en nuestra memoria.
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En la mente de Orestes, hay recuerdos de todas esas veces en las que su padre regresaba a casa luego de una larga ausencia por la guerra que afuera se libraba y que como dirigente requería de su presencia. En aquellos tiempos, los altos mandos también eran combatientes y luchaban al lado de sus soldados. En el caso de su padre, Agamenón, su cargo requería de un sacrificio adicional, de una ponderación sobre el peso de dos vidas: la de sus soldados y la de su hija Ifigenia. Él se niega a decidir, a pesar de que las profecías le indican que debe asesinar a su hija para alcanzar la victoria. Otros le recuerdan su deber y, finalmente, elige el bien común por encima del propio. Sin saberlo, inicia una cadena de violencia y desata una guerra familiar: la de su propia familia.
Entonces, ocurre el primer acto de venganza: el de la madre que quiere vengar la muerte de su hija. La esposa que aniquila su unión marital con sangre. Más tarde, su hijo se encarga de prolongar aquel ciclo de violencia, asesinándola a ella. “La Orestíada trata sobre eso: sobre el peor acto que uno puede cometer; matar a una madre o un hijo es algo de una agresión inconcebible porque uno está acabando con lo que más adora o define la propia vida”.
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La violencia como una cadena perpetua fue uno de los aspectos de la Orestíada que llamó la atención de Pedro Salazar, quien se dio cuenta de que era un símil del contexto social y político colombiano. “Nosotros venimos de un país de una cadena infinita de violencia”. Por eso, pensó que la obra tendría una resonancia particular en el público. Su vaticinio parece haber sido cierto.
Los dos fines de semanas anteriores, las entradas se agotaron, “a pesar de que la fuente tenga más de 2.500 años y de que la obra sea extensa en duración, en un momento en donde queremos y estamos acostumbrado a contenidos cortos, en el que nuestro tiempo, muchas veces, lo maneja más Mark Zuckerberg que nosotros mismos, porque pensamos que, si no estamos revisando nuestro WhatsApp y nuestro Instagram, estamos perdiendo la vida”.
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Hoy el teatro también está lleno. Los asistentes son estudiantes de la Universidad de los Andes. Es una función especial. Antes de que inicie, se escuchan muchas voces, pero las palabras llegan en forma de ruido. Luego, cuando se sientan y están al frente del escenario como espectadores, queda el silencio, y aunque Mark Zuckerberg lo intente, habrá perdido una batalla, aunque probablemente nunca se entere. Las pantallas de los celulares se iluminan solo en los pequeños recesos de cada acto. “Esta no es la obra, es el prólogo”, les dice una joven a dos de sus amigas, al culminar la primera parte, que tiene casi una hora de duración. “¡Qué!”, reacciona sorprendida una de ellas. “Guau”, es la palabra que pronuncia una universitaria para resumir su impresión de la obra.
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La obra que quizás los haga reflexionar o, de alguna manera, los confronte con ellos mismos, porque, como dice Salazar, “el teatro es sobre el otro, sobre el diálogo con otra persona o sobre el combate verbal con otro, quien también es un espejo de uno mismo”. En este caso, ese espejo incluye confrontar las concepciones sobre lo verdadero y lo justo. De hecho, uno de los personajes aboga por la existencia de una sola verdad, mientras, el otro, cree que cada uno tiene su propia verdad.
En la obra, a Orestes le perdonan la vida, lo eximen de la pena, aunque siempre cargará una: la culpa.