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Su nombre es Martín Cruz. Un hombre de tez oscura, locuaz, bastante amable y muy versado. Nació en Marquetalia, al sur del Tolima. Es hijo de Rosa María Vega, oriunda de Planadas, también Tolima, y de un campesino de La Ceja (Antioquia), Martín Cruz Zambrano. De él heredó dos grandes credos y cada uno de vasto arbitrio: la literatura y la contienda.
Su padre fue conocido como el Morro. Luchó junto a Manuel Marulanda, Jacobo Arenas y otros dirigentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Optó por una vida entera dedicada a la paradójica rendición de la resistencia. Martín hijo, de apelativo Morrito en su adolescencia, ingresó al mismo partido, al Ejército del Pueblo, en 1977. Ahora son dos vidas en una; cuarenta años abismado en la grandeza de la verde selva, de la lucha armada, de la dulce lírica inminente, incesante también en “castas de patria herida”, de aquellas a la vera del camino, de “mártires que nunca mueren”, de “rostros maquillados bajo la luz tenue de una vela”.
Humanos, demasiado humanos, de Nietzsche, describe la edad de la comparación así: “Cuanto menos encadenados están los hombres por la herencia, mayor se hace el movimiento interior de sus motivos, mayor a su vez, por correspondencia, la agitación exterior, la penetración recíproca de los hombres, la polifonía de los esfuerzos”.
Cuarenta años después, hoy, cuando ya lo hubieron llamado el Morro, Rubín Morro, porque la vida no da tregua, se presenta como poeta y también como miembro del Mecanismo de Monitoreo y Verificación del Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las Farc.
Pavese sabía, diría Sosa, que “Para todos tiene la muerte una mirada”. Continuaba así el poema: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. / Será como dejar un vicio, / como ver en el espejo / asomar un rostro muerto, / como escuchar un labio ya cerrado. / Mudos, descenderemos al abismo”. Rubín, en cambio, no en la muerte sino en su bien versado, se detiene en la guerrillera que inventó una lámpara de cocuyos para alumbrar las noches en sombríos campamentos, en la razón agonizante de la luz del rifle, en la respiración del machete y la motosierra. Tan elementales como el limonar, como “el peñasco abrupto de las trochas guerrilleras”.
Una de sus hermanas, Olga, murió descuartizada por el paramilitarismo. Esto fue el 28 de julio de 1991, cuando Martín hacía parte del frente 17 de las Farc. Escribió una carta al comandante Marulanda solicitando acceso al movimiento insurgente exactamente en el 77 y fue en 1986 cuando comandó el frente 25 y en el 89 cuando viajó a Urabá. Se iniciaba el proceso para la conformación del bloque Efraín Guzmán, llamado en sus inicios José María Córdoba, con 10 frentes, cada uno con un promedio de 200 hombres, que hasta 2009 contaba con 150 unidades, más de mil hombres. Los frentes solían nombrarse como los próceres; luego decidieron llamarlos como los mártires.
El Urabá, a propósito, es uno de los territorios que lideran el mayor agravio de conflicto en el país, en donde la población afectada por masacres, desapariciones forzadas, secuestros, falsos positivos, asesinatos selectivos, campos minados, torturas y violencia sexual, aún no resarce su impacto, en su mayoría por arremetidas paramilitares en complicidad con el Ejército Nacional de Colombia.
Tan demasiado humanos que “el hombre obra siempre bien”, según Nietzsche, porque “nosotros no nos quejamos de la Naturaleza como de un ser inmoral, cuando deja caer sobre nosotros una tempestad y nos empapa hasta los huesos. ¿Por qué llamamos inmoral al hombre que perjudica? Porque en éste admitimos una voluntad libre que se ejerce voluntariamente, y en aquélla una necesidad. Pero esta distinción es un error. Además, hay circunstancias en que no llamamos inmoral ni aun al hombre que daña intencionalmente; no se tiene escrúpulo, por ejemplo, en matar intencionalmente a una mosca, tan sólo porque nos fastidia su zumbido; se castiga intencionalmente al criminal y se le hace sufrir para garantizarnos a nosotros mismos, y con nosotros a la sociedad. En el primer caso, es el individuo quien, para conservarse o para no sufrir disgustos, hace sufrir intencionalmente; en el segundo, es el Estado”.
A la familia pijao de “sangre comunera” de Martín Morrito, a los mártires caídos en combate, dedica crónicas y versos en un diario de guerra cuyo prólogo escribe Iván Márquez: “La prosa y los versos huelen a selva pura, a quebrada despeñándose en la cordillera y a mansedumbre de río en la llanura. Alcanzan sus rimas las alturas del Tatamá que toca con sus riscos la bóveda del cielo con métrica de bruma y sol, y fluyen también en el serpenteo silencioso del San Juan, que en su marcha perenne vierte en el Pacífico insondables relatos de resistencia africana arrancados de sus riveras”.
Un decreto de la Octava Conferencia de las Farc de abril de 1993 exigía el porte de un libro y un cuaderno por cada camarada guerrillero; esto acordado en el plan de educación. El decreto exigía, además, que debían dar resumen de manera periódica. Martín procuraba preguntar en las ciudades por los libros en boga. Las revistas nunca le hacían falta. Comenzó por La rebelión de las ratas, de Soto Aparicio, siguió con La vorágine, de José Eustasio Rivera, y llegó el turno para José María Vargas Vila, de quien es devoto, de quien ha leído su obra. “Cuando estuve en La Habana en 2014, supe que José Martí fue amigo de Vargas Vila”.
Traído a cuento, Vargas Vila en La muerte del Cóndor escribió: “¿La Guerra? Un estrépito de batallas, contra los hombres, contra los mares, contra los ríos, contra las selvas, que se alzaban ante él para cerrarle el paso; ¿el Gobierno? una batalla contra el Pasado, contra la sombra abyecta del Pasado, omnipotente en esos pueblos, que el fanatismo religioso modeló para la esclavitud; batalla contra la Ignorancia; batalla contra la tiniebla de las almas, contra la corrupción de los corazones, contra la concupiscencia de las manos”.
La sangre con letra entra. Hasta en los peores combates el decreto los congregaba. Escribe Rubín Morro, Martín Cruz: “Por fin encontré la risa de los niños, la paciencia / del abuelo, el rocío atado al / débil capullo, la oscuridad / devorada por el alba, era la paz luminosa / como los mismos Andes”.