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“La palabra empeñada”, un cuento inédito de Orlando Mejía Rivera

El profesor y escritor recurre a un aparente estilo costumbrista para recrear con ironía episodios de la historia de la violencia en Colombia.

Orlando Mejía Rivera * / Especial para El Espectador
16 de mayo de 2023 - 03:51 p. m.
Imagen de archivo de las guerrillas liberales de mediados del siglo XX en los llanos Orientales colombianos.
Imagen de archivo de las guerrillas liberales de mediados del siglo XX en los llanos Orientales colombianos.
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Isauro y sus veinte hombres huyeron a través de las trochas ocultas y lograron escaparse al cerco de los soldados. Tenía treinta y cinco años, pero la dureza de su rostro impasible la adquirió como sobreviviente de un año de torturas en las mazmorras de la policía secreta. Al final llegó el armisticio del General cuando subió al poder y él firmó obligado en calidad de “bandolero”, aunque solo era otro campesino más que luchaba por el derecho a trabajar la tierra propia. Ahora, el nuevo gobierno los acusaba de fundadores de territorios independientes y revolucionarios, en medio de las montañas y los ríos lejanos. (Recomendamos: Lea otro relato de Orlando Mejía Rivera en memoria de Marcel Proust).

La cita era al sur, en las regiones cercanas del nevado, que el compañero Pedro conocía como si fuera su propia madre. Los cuarenta y ocho líderes y sus grupos se encontraron en la planada. Los esperaba él mismo, sombrero de jaca y rifle terciado al hombro, con otros quince campesinos con escopetas en las manos y machetes en el cinto. Al fondo, se veía el caserío de sesenta ranchos. Las vacas, gallinas y marranos eran molestados por una nube sonriente de niños descalzos. El olor del sancocho de bienvenida de las mujeres los hizo pasar saliva y tronar las tripas.

—En total somos trescientos hombres armados y tenemos los túneles y la niebla a nuestro favor— dijo Pedro.

—Sí — respondió Jaime. Pero ellos tienen un ejército de veinte mil hombres, con cientos de aviones, helicópteros, ametralladoras y bombas.

Nadie volvió a hablar. Siguieron comiendo y el resplandor de las llamas de la fogata y la luna llena al fondo los reflejó como si fuesen fantasmas. Isauro traía su secreto y no sabía cuando soltarlo. El capitán Valenzuela lo había contactado tres meses antes en el pueblo. Lo conocía de la época del encarcelamiento y le tenía confianza, porque fue él quien lo liberó y lo salvó varias veces de las torturas de los interrogadores. En el cuarto oculto del bar de Anselmo le dijo que ellos sabían que los rebeldes se iban a encontrar con Pedro en el sur y que la mayoría de sus jefes esperaban ese momento para destruirlos. Las presiones internacionales eran muy intensas con el presidente y los gringos no iban a permitir otra “Sierra Maestra” en su “patio trasero”. El capitán sacó un portafolios escondido en sus rodillas y le mostró esas fotos, que no lo volvieron a dejar dormir bien: siniestras bombas de color oscuro con el rótulo de “napalm”, una docena de frascos etiquetados como “viruela negra”, helicópteros azules con gigantescas ametralladoras colgando, un centenar de aviones caza nuevecitos en una pista con el istmo de Panamá en el horizonte.

—Agregue a esto diez y seis mil de nuestros hombres de infantería, que luego del bombardeo entrarán por tierra con la orden de arrasarlo todo y no dejar sobrevivientes— susurró Valenzuela. Ustedes no tienen ninguna oportunidad y serán aniquilados.

Isauro lo miró con rabia y le preguntó si lo había llamado a restregarle la superioridad militar y a condenarlo con anticipación a la muerte.

—No— le contestó el capitán. Es lo contrario, vengo a proponerle un acuerdo entre los dos. De mi parte, intentaré convencer a los verdaderos jerarcas que no los bombardeen y a cambio usted debe lograr que Pedro acepte que entregarán las armas y volverán a la vida civil y al respeto de las leyes del Estado.

—¿Me cree un cobarde y un traidor? — vociferó Isauro. Nuestra vida no nos importa, estamos en esto por la injusticia, la miseria, el hambre, la falta de tierras propias, la desesperación. Ustedes deberían defendernos y lo único que hacen bien es ser los cómplices de los terratenientes y los políticos, ayudando a masacrar y arrodillar a la gente de su mismo pueblo. Además, usted sabe que fuimos los únicos que rechazamos el indulto del General y luego no quisimos convertirnos en esos perros asesinos que trabajaban para los caciques politiqueros y desangraron al país.

Isauro se levantó del asiento y amenazante se acercó a la cara del capitán. Dos guardias le pusieron sus pistolas en las sienes y quitaron los cerrojos de seguridad. El capitán Valenzuela, imperturbable, le señaló el asiento con la mano, en un gesto tranquilizador y le habló.

—Isauro, yo tampoco soy traidor —. Creo en la democracia de mi país, en sus instituciones, en el ejército y la defensa de la patria, en el presidente, en las heroicas Fuerzas Armadas. No obstante, muchos coincidimos en que no son bandoleros, sino campesinos. Estoy autorizado a ofrecerles que la ley del otorgamiento de las tierras baldías será aprobada en el Congreso, si usted me entrega por escrito la promesa de su jefe que abandonarán la rebelión para siempre.

Ellos no se volverían a ver. Estrecharon las manos y se despidieron con cierta resignación. Ambos sabían que les sería muy difícil convencer a sus propios superiores, pero tuvieron la convicción, sin mediar palabras, que era preferible intentar una negociación a continuar las matanzas.

En los primeros días de mayo iniciaron los sobrevuelos de los cazas sobre las montañas. La prensa nacional advertía que la cruzada por rescatar la soberanía de la patria era inminente y que después de arrasar el último nido del bandolerismo, el país y su ruralidad lograrían la anhelada concordia. Las declaraciones del comandante del ejercito en la Radio Nacional pareció ser el preámbulo de esta batalla definitiva de dimensiones mitológicas: “Muy pronto las huestes demoníacas del mal serán extirpadas por completo de los rincones de nuestra amada nación ofrendada al sagrado corazón de Jesús. Liberaremos a las montañas de la patria de unos asesinos despiadados, apoyados por el comunismo internacional, que pretenden transformarnos en una segunda Cuba. El cabecilla de los bandidos viola niñas campesinas, asesina mujeres y se come la carne de nuestros soldados caídos en sus cobardes emboscadas. Prometo a la ciudadanía y a Dios que yo mismo les mostraré su cadáver a mis pies y sobre esa imagen inolvidable y aleccionadora refundaremos la Patria”.

Pedro y el resto oyeron las declaraciones en un destartalado radio Philips de baterías, confiscado en una escaramuza con una patrulla. Los vuelos se incrementaban, pero la altura de los cazas no justificaba gastar una sola bala de escopeta. Entonces, Isauro aprovechó la situación, lo llamó aparte y le reveló el secreto. Lo convenció de que no tenía nada que perder y le sacó la firma del acuerdo pactado. Un mensajero montó a caballo y entregó la carta una hora después. Los cerros de Marquetalia, ubicada en el corregimiento de Gaitania, perteneciente al municipio de Planadas, nunca conocieron el poder incendiario e infernal de las bombas de napalm. El mundo lo descubriría años después en las selvas de Vietnam del Norte. La paz con los campesinos rebeldes se firmó el 27 de mayo de 1964, la ley de tierras se hizo realidad y la nación es famosa en el mundo por la exótica belleza de sus campos y la tranquilidad de sus habitantes. Somos el paraíso bucólico del continente, aunque no estamos exentos de algunas turbulencias sociales ocasionales.

* Orlando Mejía Rivera. Bogotá, (1961). Escritor, Médico, Especialista en Medicina Interna, Especialista en literatura hispanoamericana, Magister en filosofía con énfasis en epistemología. Historiador de la medicina, Periodista cultural. Profesor titular de Humanidades Médicas y Medicina Interna en el Programa de Medicina de la Universidad de Caldas. Ganador del Premio Nacional de Novela del Ministerio de cultura (1998) con Pensamientos de Guerra. Ganador del Premio Nacional de ensayo literario ciudad de Bogotá (1999) con De clones, ciborgs y sirenas.Tercer puesto del Segundo Concurso Nacional de minicuento Luis Vidales, versión 2011. Finalista del Premio Nacional de Novela publicada del Ministerio de cultura (2020) con El médico de Pérgamo. Su libro La medicina Antigua. De Homero a la peste negra, fue seleccionado como uno de los mejores diez libros académicos publicados en Colombia, en el año 2017, de acuerdo con el periódico El Espectador. Textos suyos han sido traducidos al alemán, italiano, francés, húngaro y bengalí. Ha publicado veintiocho libros en las áreas de novela, cuento, minificción, poesía, ensayo científico, ensayo literario, ensayo de divulgación científica, ensayo biográfico, ensayo epistemológico e historia de la medicina. Entre los cuales están: El asunto García y otros cuentos (2006), las obras de minificción Manicomio de dioses (2010) y El extraño animal de los gitanos (2019); las novelas La casa rosada (1997), El enfermo de Abisinia (2008), Recordando a Bosé (2009, 2018 2 ed) y el poemario Reflejos de luna (haikus, 2019).

Por Orlando Mejía Rivera * / Especial para El Espectador

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Melibea(45338)17 de mayo de 2023 - 01:09 a. m.
Que talento tan extraordinario.Espero leer pronto alguna de sus obras.
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