La palabra monumento entra al “Pequeño glosario de antintelectualismo académico”
A propósito del debate sobre estatuas y monumentos, generado durante las recientes protestas sociales, un profesor de literatura de la Universidad Nacional revisa el trasfondo cultural.
William Díaz Villarreal * / Especial para El Espectador
Entre todos los fantasmas que recorren hoy el mundo, uno de los que más reacciones suscita es el de la destrucción de estatuas y monumentos conmemorativos. En todas partes han rodado por el suelo, han sido decapitadas, deformadas, quemadas o pintadas muchas representaciones heroicas de hombres que resultaron ser esclavistas o racistas, o que han contribuido a la explotación y el sufrimiento de muchos. Los videos de esas acciones vandálicas y las imágenes de sus resultados han sido objeto de indignación, y muchos opinadores profesionales se han sentido obligados a expresar sus puntos de vista. (Recomendamos: las anteriores columnas de la serie “Pequeño glosario de Antintelectualismo”).
En una columna reciente, Héctor Abad Faciolince decía que tumbar estatuas no le ofende íntimamente ni le escandaliza más de la cuenta. Sin embargo, el tono de su texto muestra que la cosa sí le incomoda. “Me molesta que se haga sin que siquiera se discuta”, dice. Y lo deja atónito ver “la simpleza y el maniqueísmo” con que los “intelectuales y académicos ‘decolonialistas’ incitan y celebran, hinchados de entusiasmo, el fervor talibán con el que indígenas y jóvenes (que sin duda se consideran moralmente superiores) van decidiendo sobre la marcha de quiénes se puede o no destruir las estatuas o los monumentos públicos”. “Simpleza y maniqueísmo”, “incitar”, “celebración”, “fervor talibán” o “turba” no son, propiamente, expresiones de alguien que no se escandaliza cuando tumban una estatua; tampoco lo es el manido recurso (muy moralista, por cierto) de acusar al enemigo de sentirse “moralmente superior”.
La columna de Abad Faciolince es, en el fondo, una defensa de la memoria de Cristóbal Colón, quien ha sido una de las mayores víctimas del vandalismo en todo el mundo. Lo que está en juego parece ser la construcción de la memoria colectiva, de cómo hemos de recordar a ciertos muertos. En Richmond (Virginia), donde la estatua local de Colón fue lanzada a un lago, un activista llevaba un cartel que decía: “Colón representa el genocidio”. En contraste, Abad ve en la figura de Colón a “un aventurero, un descubridor accidental, si se quiere un lunático con suerte, un Quijote del mar”. Si los ponemos frente a otro, lo que dice el cartel del activista de Virginia y lo que escribe Abad Faciolince no sólo difieren en su contenido; también, y ante todo, en su forma. La formulación de Abad es más sofisticada y sonora, más evocadora y compleja que la cruda y poco afilada afirmación del activista de Richmond. Y esa distancia, a primera vista tan superficial, señala en realidad un abismo: el que hay entre quien simplifica groseramente sus argumentos por mor de la acción política, y el que despliega sus argumentos con instrumentos más sofisticados (y aún así, hay que reconocer que el activista no dice que Colón es genocida, sino que él “representa” el genocidio: entre una cosa y la otra hay una gran distancia).
En demasiadas discusiones públicas lo que parece defenderse es la sofisticación y la erudición, aunque muy pocos lo admitan. Quienes derriban las estatuas de Colón, dice Abad, “están tumbando a quien inició el mito de que entre nosotros había solamente buenos salvajes que habitaban en armonía con la naturaleza, y convivían amorosamente entre ellos, sin castas ni jerarquías, sin guerras ni conquistas, ocupando en paz y tranquilidad los distintos espacios del paraíso”. Eso lo reconoció fray Bartolomé de las Casas, “el gran apologista y biógrafo de Cristóbal Colón” que fue, además, “el mayor defensor de los pueblos indígenas americanos”. No se sabe si lo que le molesta a Abad es que los manifestantes tumben las estatuas de Colón, o que no hayan leído tanto como él ni sean capaces de este tipo de erudición histórica. El supuesto subyacente a todo esto es simple: quien lea y escriba como lo hacemos nosotros, dice el intelectual entre líneas, jamás vandalizaría una estatua de Colón. No importan la indignación ni la rabia; el estudio, la dialéctica, y una sensibilidad especial para captar los matices nos sirven para temperar los ánimos.
Lejos de estos vuelos intelectuales, en junio del 2020 el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, defendía a su manera la permanencia de la estatua de Colón en Columbus Circle, a los pies de Central Park, en Manhattan: decía que esa estatua “representa el legado italoamericano” y “la contribución de los italoamericanos” en la historia de los Estados Unidos. No hay motivo para creer que semejante argumento, esgrimido por un político de origen italiano, sea menos válido que la imagen del “Quijote del mar” deslumbrado “por las tierras y pueblos que iba encontrando durante sus viajes” de un intelectual colombiano. La verdad, aquella defensa de Colón es tan arbitraria como esta, y ambas se fundan en gustos y deseos puramente subjetivos. Igual pasa con quien acusa a Colón, sin más, de genocida. No hay razones objetivas para mantener o no una estatua en un lugar determinado, y las discusiones entre quienes apelan a este tipo de argumentos no son más que diálogos de sordos basados en inclinaciones personales y prejuicios morales.
A veces, los defensores de nuestro sagrado derecho a destruir los monumentos presentan argumentos más interesantes que los defienden a las personas homenajeadas en las estatuas. Gary Younge, profesor en la Universidad de Manchester, dice que lo mejor sería derribar todas las estatuas en todo el mundo. Primero, dice, porque todas las estatuas que celebran a un sujeto individual son feas y monótonas. Segundo, porque ellas hablan más de la época que las erigió que de los sujetos representados, y tercero porque aíslan a ciertos individuos de acontecimientos históricos mayores en los que, sin duda, participaron miles de personas. Younge, inteligentemente, no se refiere sólo a las estatuas de Lenin y Stalin en Rusia, de Sadam Hussein en Irak o de Hitler en Alemania (estatuas que, curiosamente, nadie defiende con el aburrido argumento de que derribarlas es tratar de “borrar la historia”). No se puede negar la importancia histórica de Martin Luther King, sostiene; sin embargo, un monumento dedicado exclusivamente a su memoria lo aísla de todo el movimiento por la equidad racial, de todas las luchas por la igualdad de las que él era tan solo una parte. Estas estatuas le dan un valor exagerado a ciertos individuos, y no permiten ver los cambios sociales de manera amplia.
Acusar a Cristobal Colón de genocida es un exabrupto, pero defender sus estatuas apelando a cierta memoria histórica es evitar ver las cosas de frente: es no mirar los objetos mismos, y en cambio quedarse contemplando las imágenes individuales que uno se hace a partir de tales objetos. Abad Faciolince escribió su columna por la época en la que un grupo de indígenas misak trató de tumbar la estatua de Colón en la Avenida El Dorado de Bogotá. En su emplazamiento original en la primera mitad del siglo XX, el monumento completo constaba de las estatuas enfrentadas de Colón y la Reina Isabel: ella lo miraba atentamente mientras que él apuntaba al occidente. Pocos defensores de la memoria de Colón señalan la importancia de este gesto, canónico en sus representaciones desde finales del siglo XIX, cuando los cuatrocientos años del Descubrimiento. No se sabe si ese gesto realmente tuvo lugar; pero, aunque fuese ficticio, se ha plasmado de un modo muy preciso en la memoria posterior. De haber ocurrido realmente, el almirante no podía tener certeza de lo que implicaba este brazo extendido y ese dedo señalador: para él, occidente era un gran espacio vacío por explorar, apto para abrir nuevas rutas marítimas. Pero nosotros sabemos mucho más que él y que quienes erigieron su estatua: el gesto de Colón condensa una transformación histórica profunda e irreversible, el comienzo de una era completamente nueva, marcada por el colonialismo intercontinental y el capitalismo a escala global; en el siglo XX y lo que va del XXI ese mismo gesto se ha repetido una y otra vez, de muchos modos, señalando muchos lugares diferentes.
Es por eso que la estatua de Colón, como todas, habla más de nosotros que del homenajeado. Elocuentemente, no hay una sola estatua que lo muestre como “representante de los italoamericanos”, como lo imagina Cuomo, ni hay una en la que este “Quijote del mar” aparezca creando el mito literario del buen salvaje, como lo quiere ver Abad. No es ni lo uno ni lo otro lo que ven los indígenas, ni lo que vemos nosotros, cuando el dedo de ese Colón de bronce apunta hacia ellos. Ven otra cosa: algo que nosotros vemos pero no queremos ver: eso es, precisamente, lo que los incita a derribar la estatua. No es el Colón físico, de carne y hueso lo que atacan; tampoco el Colón libresco que muchos intelectuales quieren atesorar en su pecho; ni siquiera es el simple recuerdo de Colón, pues destruir algo así es imposible. Cuando los misak trataron de tumbar la estatua de Colón en la Ciudad capital, estaban atacando un símbolo cristalizado en un objeto concreto, ubicado en un lugar concreto, haciendo un gesto concreto. Nada más que eso y, por supuesto, nada menos: quieren destruir lo que ese símbolo encarna para ellos, el dolor que encubre ese gesto heroico detenido en el tiempo. Y a esos motivos se agregaba uno, aún más concreto si se quiere. Por la ironía que producen los avatares históricos, en su último emplazamiento la estatua de Colón apuntaba equivocadamente hacia el sur: justamente hacia la tierra de los misak.
A la larga, no importa lo que cada uno piense sobre el hecho de derribar ciertas estatuas. Hay tantos adoradores de imágenes como iconoclastas, y cada uno acude a razones personales para justificar sus posturas. Lo llamativo, no obstante, es la reticencia de muchos intelectuales a entender al otro y su clara tendencia a adoctrinarlo, a decirle qué es lo correcto y a señalarle el área de su ignorancia. Discutir si un grupo hace bien o mal al querer tumbar un monumento es inutil; más provechoso para un intelectual sería, en cambio, tratar de entender lo que significa que un grupo determinado intente hacerlo en cada caso. Y a los indígenas misak no les hacían falta los intelectuales y académicos “decolonialistas” hinchados de “fervor talibán” para tener motivos, así como tampoco necesitaban sentirse moralmente superiores. Les basta ver lo que otros no quieren ver, aunque sea lo más evidente.
* Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co).
Entre todos los fantasmas que recorren hoy el mundo, uno de los que más reacciones suscita es el de la destrucción de estatuas y monumentos conmemorativos. En todas partes han rodado por el suelo, han sido decapitadas, deformadas, quemadas o pintadas muchas representaciones heroicas de hombres que resultaron ser esclavistas o racistas, o que han contribuido a la explotación y el sufrimiento de muchos. Los videos de esas acciones vandálicas y las imágenes de sus resultados han sido objeto de indignación, y muchos opinadores profesionales se han sentido obligados a expresar sus puntos de vista. (Recomendamos: las anteriores columnas de la serie “Pequeño glosario de Antintelectualismo”).
En una columna reciente, Héctor Abad Faciolince decía que tumbar estatuas no le ofende íntimamente ni le escandaliza más de la cuenta. Sin embargo, el tono de su texto muestra que la cosa sí le incomoda. “Me molesta que se haga sin que siquiera se discuta”, dice. Y lo deja atónito ver “la simpleza y el maniqueísmo” con que los “intelectuales y académicos ‘decolonialistas’ incitan y celebran, hinchados de entusiasmo, el fervor talibán con el que indígenas y jóvenes (que sin duda se consideran moralmente superiores) van decidiendo sobre la marcha de quiénes se puede o no destruir las estatuas o los monumentos públicos”. “Simpleza y maniqueísmo”, “incitar”, “celebración”, “fervor talibán” o “turba” no son, propiamente, expresiones de alguien que no se escandaliza cuando tumban una estatua; tampoco lo es el manido recurso (muy moralista, por cierto) de acusar al enemigo de sentirse “moralmente superior”.
La columna de Abad Faciolince es, en el fondo, una defensa de la memoria de Cristóbal Colón, quien ha sido una de las mayores víctimas del vandalismo en todo el mundo. Lo que está en juego parece ser la construcción de la memoria colectiva, de cómo hemos de recordar a ciertos muertos. En Richmond (Virginia), donde la estatua local de Colón fue lanzada a un lago, un activista llevaba un cartel que decía: “Colón representa el genocidio”. En contraste, Abad ve en la figura de Colón a “un aventurero, un descubridor accidental, si se quiere un lunático con suerte, un Quijote del mar”. Si los ponemos frente a otro, lo que dice el cartel del activista de Virginia y lo que escribe Abad Faciolince no sólo difieren en su contenido; también, y ante todo, en su forma. La formulación de Abad es más sofisticada y sonora, más evocadora y compleja que la cruda y poco afilada afirmación del activista de Richmond. Y esa distancia, a primera vista tan superficial, señala en realidad un abismo: el que hay entre quien simplifica groseramente sus argumentos por mor de la acción política, y el que despliega sus argumentos con instrumentos más sofisticados (y aún así, hay que reconocer que el activista no dice que Colón es genocida, sino que él “representa” el genocidio: entre una cosa y la otra hay una gran distancia).
En demasiadas discusiones públicas lo que parece defenderse es la sofisticación y la erudición, aunque muy pocos lo admitan. Quienes derriban las estatuas de Colón, dice Abad, “están tumbando a quien inició el mito de que entre nosotros había solamente buenos salvajes que habitaban en armonía con la naturaleza, y convivían amorosamente entre ellos, sin castas ni jerarquías, sin guerras ni conquistas, ocupando en paz y tranquilidad los distintos espacios del paraíso”. Eso lo reconoció fray Bartolomé de las Casas, “el gran apologista y biógrafo de Cristóbal Colón” que fue, además, “el mayor defensor de los pueblos indígenas americanos”. No se sabe si lo que le molesta a Abad es que los manifestantes tumben las estatuas de Colón, o que no hayan leído tanto como él ni sean capaces de este tipo de erudición histórica. El supuesto subyacente a todo esto es simple: quien lea y escriba como lo hacemos nosotros, dice el intelectual entre líneas, jamás vandalizaría una estatua de Colón. No importan la indignación ni la rabia; el estudio, la dialéctica, y una sensibilidad especial para captar los matices nos sirven para temperar los ánimos.
Lejos de estos vuelos intelectuales, en junio del 2020 el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, defendía a su manera la permanencia de la estatua de Colón en Columbus Circle, a los pies de Central Park, en Manhattan: decía que esa estatua “representa el legado italoamericano” y “la contribución de los italoamericanos” en la historia de los Estados Unidos. No hay motivo para creer que semejante argumento, esgrimido por un político de origen italiano, sea menos válido que la imagen del “Quijote del mar” deslumbrado “por las tierras y pueblos que iba encontrando durante sus viajes” de un intelectual colombiano. La verdad, aquella defensa de Colón es tan arbitraria como esta, y ambas se fundan en gustos y deseos puramente subjetivos. Igual pasa con quien acusa a Colón, sin más, de genocida. No hay razones objetivas para mantener o no una estatua en un lugar determinado, y las discusiones entre quienes apelan a este tipo de argumentos no son más que diálogos de sordos basados en inclinaciones personales y prejuicios morales.
A veces, los defensores de nuestro sagrado derecho a destruir los monumentos presentan argumentos más interesantes que los defienden a las personas homenajeadas en las estatuas. Gary Younge, profesor en la Universidad de Manchester, dice que lo mejor sería derribar todas las estatuas en todo el mundo. Primero, dice, porque todas las estatuas que celebran a un sujeto individual son feas y monótonas. Segundo, porque ellas hablan más de la época que las erigió que de los sujetos representados, y tercero porque aíslan a ciertos individuos de acontecimientos históricos mayores en los que, sin duda, participaron miles de personas. Younge, inteligentemente, no se refiere sólo a las estatuas de Lenin y Stalin en Rusia, de Sadam Hussein en Irak o de Hitler en Alemania (estatuas que, curiosamente, nadie defiende con el aburrido argumento de que derribarlas es tratar de “borrar la historia”). No se puede negar la importancia histórica de Martin Luther King, sostiene; sin embargo, un monumento dedicado exclusivamente a su memoria lo aísla de todo el movimiento por la equidad racial, de todas las luchas por la igualdad de las que él era tan solo una parte. Estas estatuas le dan un valor exagerado a ciertos individuos, y no permiten ver los cambios sociales de manera amplia.
Acusar a Cristobal Colón de genocida es un exabrupto, pero defender sus estatuas apelando a cierta memoria histórica es evitar ver las cosas de frente: es no mirar los objetos mismos, y en cambio quedarse contemplando las imágenes individuales que uno se hace a partir de tales objetos. Abad Faciolince escribió su columna por la época en la que un grupo de indígenas misak trató de tumbar la estatua de Colón en la Avenida El Dorado de Bogotá. En su emplazamiento original en la primera mitad del siglo XX, el monumento completo constaba de las estatuas enfrentadas de Colón y la Reina Isabel: ella lo miraba atentamente mientras que él apuntaba al occidente. Pocos defensores de la memoria de Colón señalan la importancia de este gesto, canónico en sus representaciones desde finales del siglo XIX, cuando los cuatrocientos años del Descubrimiento. No se sabe si ese gesto realmente tuvo lugar; pero, aunque fuese ficticio, se ha plasmado de un modo muy preciso en la memoria posterior. De haber ocurrido realmente, el almirante no podía tener certeza de lo que implicaba este brazo extendido y ese dedo señalador: para él, occidente era un gran espacio vacío por explorar, apto para abrir nuevas rutas marítimas. Pero nosotros sabemos mucho más que él y que quienes erigieron su estatua: el gesto de Colón condensa una transformación histórica profunda e irreversible, el comienzo de una era completamente nueva, marcada por el colonialismo intercontinental y el capitalismo a escala global; en el siglo XX y lo que va del XXI ese mismo gesto se ha repetido una y otra vez, de muchos modos, señalando muchos lugares diferentes.
Es por eso que la estatua de Colón, como todas, habla más de nosotros que del homenajeado. Elocuentemente, no hay una sola estatua que lo muestre como “representante de los italoamericanos”, como lo imagina Cuomo, ni hay una en la que este “Quijote del mar” aparezca creando el mito literario del buen salvaje, como lo quiere ver Abad. No es ni lo uno ni lo otro lo que ven los indígenas, ni lo que vemos nosotros, cuando el dedo de ese Colón de bronce apunta hacia ellos. Ven otra cosa: algo que nosotros vemos pero no queremos ver: eso es, precisamente, lo que los incita a derribar la estatua. No es el Colón físico, de carne y hueso lo que atacan; tampoco el Colón libresco que muchos intelectuales quieren atesorar en su pecho; ni siquiera es el simple recuerdo de Colón, pues destruir algo así es imposible. Cuando los misak trataron de tumbar la estatua de Colón en la Ciudad capital, estaban atacando un símbolo cristalizado en un objeto concreto, ubicado en un lugar concreto, haciendo un gesto concreto. Nada más que eso y, por supuesto, nada menos: quieren destruir lo que ese símbolo encarna para ellos, el dolor que encubre ese gesto heroico detenido en el tiempo. Y a esos motivos se agregaba uno, aún más concreto si se quiere. Por la ironía que producen los avatares históricos, en su último emplazamiento la estatua de Colón apuntaba equivocadamente hacia el sur: justamente hacia la tierra de los misak.
A la larga, no importa lo que cada uno piense sobre el hecho de derribar ciertas estatuas. Hay tantos adoradores de imágenes como iconoclastas, y cada uno acude a razones personales para justificar sus posturas. Lo llamativo, no obstante, es la reticencia de muchos intelectuales a entender al otro y su clara tendencia a adoctrinarlo, a decirle qué es lo correcto y a señalarle el área de su ignorancia. Discutir si un grupo hace bien o mal al querer tumbar un monumento es inutil; más provechoso para un intelectual sería, en cambio, tratar de entender lo que significa que un grupo determinado intente hacerlo en cada caso. Y a los indígenas misak no les hacían falta los intelectuales y académicos “decolonialistas” hinchados de “fervor talibán” para tener motivos, así como tampoco necesitaban sentirse moralmente superiores. Les basta ver lo que otros no quieren ver, aunque sea lo más evidente.
* Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co).