La película de Napoleón Bonaparte que vio Stendhal
Ahora que se volvió a hablar del histórico personaje francés Napoleón Bonaparte (1769-1821) por la película, publicamos la introducción de “Napoleón. Vida y memorias”, de Henri Beyle (1783-1842), escritor francés conocido como Stendhal, editada en Colombia con el sello Penguin Clásicos.
Ignacio Echevarría * / Especial para El Espectador
¡Napoleón y Stendhal! La sola mención de estos dos nombres juntos emite una vibración especial para todos aquellos que conservan vivo el impacto que les produjo la lectura de Rojo y negro o de La cartuja de Parma. Puede que, desde la Ilustración, no se haya dado un caso equivalente de sintonía entre un gran escritor —Stendhal— y uno de los grandes poderosos de la Tierra: Napoleón. (Recomendamos: Video de la escritora Piedad Bonnett sobre el suicidio en Colombia. Entrevista de Nelson Fredy Padilla).
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¡Napoleón y Stendhal! La sola mención de estos dos nombres juntos emite una vibración especial para todos aquellos que conservan vivo el impacto que les produjo la lectura de Rojo y negro o de La cartuja de Parma. Puede que, desde la Ilustración, no se haya dado un caso equivalente de sintonía entre un gran escritor —Stendhal— y uno de los grandes poderosos de la Tierra: Napoleón. (Recomendamos: Video de la escritora Piedad Bonnett sobre el suicidio en Colombia. Entrevista de Nelson Fredy Padilla).
No se trata, ni mucho menos, del tipo de alianza o de complicidad que llegó a establecerse entre, por ejemplo, Gorki y Lenin, en el marco de la Revolución rusa, o entre Malraux y De Gaulle, en la Francia posterior a la Segunda Guerra Mundial. Se trata de algo más impreciso y a la vez más amplio, que señala a Stendhal como el más fiel cronista del impacto y de las transformaciones espirituales que, en la Europa posterior a la Revolución francesa, supuso la emergencia, el imperio y la caída de Napoleón. Nadie como Stendhal captó de manera tan certera el modo en que la figura, las conquistas y el destierro de Napoleón encendieron la imaginación de al menos dos generaciones de europeos, transformando en no pocos casos la relación con su propio destino. Cabría pensar en Kipling como otro escritor que acertó también a plasmar narrativamente los efectos particulares de un impulso histórico de extraordinaria magnitud, en su caso el del imperio colonial británico en el período de su máxima expansión. Pero, en Kipling —más allá de otras muchas e insalvables diferencias de todo tipo que impiden conectarlo ni siquiera remotamente con Stendhal—, no se establece respecto a la personalidad misma de la reina Victoria una dinámica de atracción y rechazo, de entusiasmo y decepción, como la que en la obra de Stendhal tensa su relación tanto con Napoleón como con su legado histórico.
La imbricación tan potente que se da entre la figura y la gesta de Napoleón y la vida de Stendhal, la marca tan pronunciada que aquellas dejan en la obra de este, alientan, de partida, las expectativas más elevadas respecto a un volumen como el presente, que reúne los materiales correspondientes a los dos intentos de Stendhal —emprendidos con casi dos décadas de diferencia— de contar la vida de Napoleón. Por eso urge advertir, de entrada, que esas expectativas quedan lejos de cumplirse. Y urge hacerlo porque, de otro modo, la decepción que ello acarrea puede mover a desdeñar con resentimiento un libro que, pese a todo, posee importantes alicientes. Esto último ha ocurrido con algunos de los más grandes admiradores de Stendhal, de sus más entusiastas lectores, que dirigen los más agrios reproches a unos textos —los aquí reunidos— a los que ni siquiera su condición inacabada sirve para ellos de atenuante de su carácter a ratos rutinario y en general expeditivo, privados como están estos textos, a sus ojos al menos, de esa contagiosa vitalidad, de esa cordialidad atropellada y excitante que, por lo común, impregna la escritura de su autor.
A la vista de la abrumadora bibliografía a que da lugar, un año tras otro, la figura de Napoleón, ¿quién iba a buscar «informaciones» sobre ella en unos textos como estos, escritos entre 1817 y 1937? El mismo Stendhal, en el breve prefacio que antecede a su Vida de Napoleón, fechado en 1818, advierte que, «pasados cincuenta años, habrá que rehacer la historia de Napoleón todos los años», a medida que vayan apareciendo —añade— las memorias de tantos contemporáneos que fueron testigos de hechos cruciales.
No, quien se aproxima a este libro lo hace, por lo general, atraído por el nombre de su autor tanto o más que por el de la personalidad de la que se ocupa, y antes que documentarse sobre la vida y los hechos de Napoleón —mejor conocidos en la actualidad que hace dos siglos—, lo que suele buscar es el impacto y la huella que estos dejaron en Stendhal. A este lector es fácil que le decepcione, como a Lampedusa, la sequedad del texto, su deliberada «neutralidad», su carácter tan poco apasionado. Pero hay que considerar, en ese caso, hasta qué punto esa decepción no es consecuencia de un malentendido acerca del talante y de los propósitos con que el mismo Stendhal abordó su empeño.
Tratemos de reconstruir las circunstancias en que fueron redactadas las dos «partes» de las que se compone este libro. La primera, Vida de Napoleón, fue emprendida por Stendhal en 1817, es decir, cuando Napoleón vivía todavía. Apenas tres años antes, había sido derrotado en Waterloo y desterrado a la isla de Santa Elena, en el océano Atlántico, a mil ochocientos kilómetros de la costa occidental de África, donde moriría en 1821, a los cincuenta y un años. La caída de Napoleón, en 1814, había supuesto la de Stendhal.
Así lo dice él mismo en un famoso pasaje de Vida de Henry Brulard: «Caí con Napoleón en abril de 1814». Con esto viene a consignar que, como funcionario que era del Ministerio de Guerra, fue cesado de su cargo tan pronto como Napoleón salió al exilio. Cargado de deudas, y habiendo fracasado en su aspiración de ser nombrado cónsul en Nápoles, Stendhal resuelve viajar por sus propios medios a Italia. Antes de eso, sin embargo, escribe a toda prisa el que será su primer libro: Vidas de Haydn, Mozart y Metastasio, publicado a finales de 1814 bajo el seudónimo de Louis Alexandre César Combet.
Se trata de un plagio en toda regla de las biografías dedicadas a estos músicos por un tal José Carpani, publicadas dos años antes. Las protestas de Carpani y le petit scandale a que dieron lugar no fueron suficientes para que el libro, editado a expensas del autor, se vendiera. Pero, concluida su carrera de funcionario, Stendhal está decidido a dar rienda suelta, por fin, a la de escritor, y no tarda en embarcarse en la varias veces postergada redacción del que será su segundo libro: Historia de la pintura en Italia, publicado en 1817: de nuevo un acopio de datos tomados de varias fuentes, en particular la primera parte de la Storia Pittorica dell’Italia (1792), de Luigi Lanzi, cuyos pasajes entrevera Stendhal con sus muy libres impresiones de todo lo visto en sus desplazamientos por Italia. De estos mismos desplazamientos surgirá también el tercero de sus libros, una crónica de viaje titulada Roma, Nápoles y Florencia y publicada apenas un mes después de Historia de la pintura en Italia.
Es el primero de los libros que aparece firmado con el nombre de «M. Stendhal, oficial de caballería», y el primero también en que se reconoce el estilo y la técnica —la «manera»— asociados a él. A la publicación de Roma, Nápoles y Florencia siguió un largo período de dispersión y de abulia creativas, durante el cual dio comienzo a la redacción de la Vida de Napoleón, un viejo proyecto de sus años juveniles. En efecto: en una entrada de su diario del mes de mayo de 1803, Stendhal, que por entonces contaba veinte años, hacía un pormenorizado recuento de sus planes de trabajo literarios y entre las «obras en prosa» que prevé escribir —«a los treinta y cinco años»— se encuentra una «Historia de Bonaparte». Estaba a punto de cumplir esa misma edad cuando se puso a la tarea, movido por la indignación que le venía causando el curso de los acontecimientos en Francia.
Conviene recordar que los sentimientos que experimentó Stendhal hacia Napoleón sufrieron todo tipo de altibajos, y que juzgaba muy críticamente su actuación política. El héroe republicano al que había adorado en su adolescencia se había convertido en un déspota, y Stendhal acertó a separar la admiración que le producía el militar de genio que había salvado a Francia, del tirano engreído que se rodeaba de una corte de aduladores y que, ciego de ambición y de vanidad, se precipitaba insensatamente a la catástrofe.
El viejo entusiasmo se había empezado a enfriar en 1800, poco después de que Napoleón se hubiera hecho nombrar Primer Cónsul, el 14 de diciembre de 1799. Por las mismas fechas, un jovencísimo Stendhal llegado poco antes a París desde su Grenoble natal, recién ingresado en el Ministerio de Guerra gracias a las influencias de unos parientes —los Daru—, es destinado a Italia, adonde viajó por vez primera en mayo de 1800 para unirse a las tropas de Napoleón estacionadas en Milán, ciudad en la que a Stendhal le correspondió cumplir tareas administrativas.
Deseoso, sin embargo, de formar parte del ejército, todavía no había cumplido los dieciocho años cuando, en octubre de 1801, fue nombrado subteniente de Dragones. Pero pronto se firma la paz con Austria y se abre un largo período de tregua, durante el cual tiene ocasión de constatar lo muy poco que le gusta la vida de guarnición. No tardará Stendhal en renunciar a su carrera militar y amagar la de escritor, con las miras puestas, sobre todo, en el teatro. Siguen casi cinco años de autodidactismo y de diletantismo literario, sacudidos por su intenso amorío, en 1805, con la actriz Mélanie Guilbert, tras cuyos pasos Stendhal va a Marsella.
Pero el amor por Mélanie se apaga y, presionado por su familia, Stendhal, de nuevo bajo el patrocinio de sus familiares Daru, reemprende su carrera como funcionario del Ministerio de Guerra, otra vez al servicio de quien, habiéndose coronado emperador en mayo de 1805, no tarda en planear campañas expansivas con el ánimo de dominar Europa entera.
Ocupado en tareas de intendencia, Stendhal seguirá a Napoleón a Alemania. Estará en Berlín, primero, y luego en Brunswick, donde permanecerá hasta el otoño de 1808. Llamado a París, en la primavera de 1809 sigue a Napoleón hasta Viena. Desde allí, donde pasa cerca de un año, trata infructuosamente de que lo destinen a España, país por el que sintió siempre una gran atracción, pero es nombrado auditor del Consejo de Estado, y poco después —corre el año 1810— inspector inmobiliario de los edificios de la corona, lo que le procura una holgada situación económica pero lo obliga a permanecer en París.
La fatiga que le produce la vida cortesana y mundana lo mueve a tomarse en el verano de 1811 unas vacaciones en Italia. Una vez allí, se empeña en conquistar los favores de Angiola Pietragrua, la bella mujer que lo había deslumbrado ya durante su primera estancia en Milán, en 1801. Pero tiene que regresar —con el corazón sangrante de amor— a París, y desde allí, en julio de 1812, vuelve a seguir los pasos de Napoleón, embarcado en una nueva guerra contra Rusia. En septiembre está ya en Moscú y presencia el incendio de la ciudad, que describe con detalle en una carta a su amigo Félix Faure. Sigue la dramática retirada de Rusia, en pleno invierno, en un clima de catástrofe y de derrota. Apenas regresado a París, todavía tendrá que seguir a Napoleón en su nueva y postrera campaña en Alemania, en abril de 1813. Cuando regresa a París, en agosto del mismo año, el imperio está derrumbándose. La Sexta Coalición contra Napoleón avanza sobre Francia, y la ineptitud de los generales y de los prefectos del emperador no hace más que acelerar el desastre.
La caída de Napoleón fue contemplada por Stendhal como algo inevitable y, en principio, beneficioso para Francia. Como tantos otros, también él se adhirió, en la primera hora, a la monarquía. «Tras la prolongada tensión del reinado grandioso y absoluto del Emperador —recuerda George Sand en su Historia de mi vida—, esa especie de desorden anárquico que trajo consigo la Restauración tenía algo de novedoso que a ratos se parecía a la libertad. Los liberales no dejaban de pronunciarse, y se fantaseaba con una suerte de estado político y moral desconocido hasta el momento en Francia, sobre el que nadie parecía tener una idea clara y que solo alcanzamos a conocer en palabras.»
Pronto se impuso el desencanto. El descarado pillaje de las tropas invasoras, la deshonra y la humillación y la extorsión de la Francia derrotada, el regreso masivo de millares de emigrados resentidos, muchos de ellos convertidos en mendigos y vagabundos, pero cómplices de la ocupación y jactanciosos del nuevo estado de cosas, al que reclaman venganzas y prebendas; el acoso y la persecución a aquellos que no habían negado un triste pan a los vencidos en Waterloo, la avidez con que unos y otros recuperan sus viejos privilegios... de todo esto abomina muy pronto Stendhal, que siente cómo, por contra, renace en su pecho el afecto y la admiración por el héroe que, durante los años que estuvo a su servicio, habían sepultado la decepción producida por el cesarismo de Napoleón, sus coqueteos con la curia romana, la mediocridad de los hombres de que se rodeaba y el contraste cada día más sangrante entre las noticias que publicaba la prensa de París y «la grosería y la estupidez» de la mayor parte de los mandos del ejército fuera y dentro de los campos de batalla: «No, la posteridad no sabrá nunca —se lee en Vida de Henry Brulard— qué necios han sido estos héroes de los partes de guerra de Napoleón, y cómo me reía yo al recibir el Moniteur en Viena, Dresde, Berlín, Moscú, que casi nadie recibía en el ejército para que nadie pudiese burlarse de sus mentiras».
Apenas transcurridos unos meses desde el destierro de Napoleón en Santa Elena, Stendhal anota: «Aborrezco a Napoleón como tirano, pero le aborrezco apenas con los documentos en la mano. Napoleón condenado, adoro poéticamente una cosa tan extraordinaria: el hombre más grande aparecido desde César. Esto es lo que demostrará The Life».
The Life es el título que en sus notas atribuye Stendhal ocasionalmente a su Vida de Napoleón, que redactaba por las fechas en que escribió estas palabras, en las que importa atender especialmente a esas seis que aparecen subrayadas: «con los documentos en la mano». Tal es la situación en que Stendhal se halla a la hora de escribir la Vida, y a ella se atiene en buena medida, dejando para otros lugares —y «esos lugares» se titularán, años después, Rojo y negro y La cartuja de Parma— la exaltación poética del héroe mitificado.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.