“La piel del cielo”, en las palabras de Elena Poniatowska
La escritora mexicana fue galardonada con el Premio Internacional de Literatura Carlos Fuentes 2023. Fragmento de la novela con la que la también ganadora del Premio Cervantes 2013 ganó el Premio Alfaguara de Novela en 2001.
Elena Poniatowska * / Especial para El Espectador
3.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
3.
El seminarista Claude Théwissen detectó la inteligencia de los De Tena y lo comunicó a su superior. Resolvían en escasos minutos problemas que a otros les tomaban horas. Proponían además temas novedosos y sorprendentes. (La noticia: Las razones para concederle el Premio Carlos Fuentes Elena Poniatowska).
—Fíjese usted, mon père, a Juan de Tena lo puse a dividir el globo terráqueo, lo hizo con exactitud y después me preguntó por qué dos rectas nunca se encuentran. A media clase alzó la mano e inquirió: «¿Tiene el Sol un destino final?», y cuando le dije que enfriarse y dejar de emitir luz y calor por lo cual también nosotros moriríamos, tuvo esta respuesta sorprendente: «Maestro, creo que está usted dándonos una imagen parcial del universo, además de la Tierra hay otros soles, otros planetas y posiblemente haya vida en ellos». La verdad, el muchacho me dejó aturdido. Trabajar con gente así resulta fascinante. ¡Voy a hablarles del abate Lemaître! El mayor, Lorenzo, es más desdeñoso, pero se ha apasionado por los años luz, investiga por su cuenta y el otro día me dijo radiante: «Leí que la Tierra lleva girando en su órbita en torno al Sol más de cinco mil millones de años a la velocidad de treinta kilómetros por segundo o ciento diez mil kilómetros por hora».
El seminarista belga no cabía en sí del entusiasmo. ¡Qué suerte la suya con esos dos cerebros!
—¿Cómo dice usted que se llaman? —preguntó el padre Laville—. Voy a dar sus nombres a los papás de Tomasito Braniff, que me encargaron buscarle amigos inteligentes a su hijo.
A Lorenzo y a Juan les intrigó la casa de los Braniff porque el niño tenía un cochecito eléctrico al que sólo él podía subirse y se paseaba por las veredas del jardín. Cuando los sentaron a la mesa junto a otro invitado, Diego Beristáin, un mesero se detuvo tras el asiento de cada uno de los comensales. A Juan ni le sabía la comida de tan vigilada, y volvió la cabeza hacia el grandulón:
—¿Se va usted a ir?
—Estoy aquí para atenderlo en todo lo que se le ofrezca.
El niño se encogió.
—¿Me van a llevar a la cárcel?
—Así tendrás la conciencia —terció Diego Beristáin, que se veía perfectamente a gusto.
Al niño Braniff le hizo reír el comentario de Juan y al final de la comida —un pastel de chocolate que se derretía en la boca— se dirigió como un príncipe benevolente a su nuevo amigo.
—¿Quieres subir a mi coche eléctrico?
—No, porque no es peligroso.
—¿Peligroso?
—¿Qué chiste tiene dar vueltas a veinte kilómetros por hora en un jardín, cuando me he ido de mosca en cargueros que van a sesenta?
Tomasito lo observó con admiración. Los meseros se miraron y Lorenzo pidió una segunda ración de pastel Selva Negra. Al dejar la mesa, Juan de Tena condescendió a subirse en el Fordcito rubí, único en México, y paseó orondo por el parque familiar.
Tomasito se inclinó sobre la rebeldía de Juan —fenómeno nuevo en su vida— y a Diego Beristáin lo atrajo Lorenzo. De Tena, tan serio en el salón, tan reflexivo, tan amarrado a sus pensamientos, a la hora del recreo lanzaba sus dados locamente y se volvía de una audacia suicida. «No toleras que alguien te gane —le dijo Diego—, por eso te atreves». El día de su Primera Comunión, la tía Tana, Tila y las sirvientas lo previnieron: tenía que pasarse la hostia con gran suavidad, acariciándola con la lengua, porque si la masticaba le saldrían sapos y culebras de la boca. «No sólo le encajé los dientes sino que la escupí y la pisé.» Diego se espantó: «¡Qué bárbaro!». «Me min-tie-ron, nos mien-ten, Diego, tú haz la prueba, no me salió nada.» «No, Lorenzo, con que tú la hayas hecho basta.» A Diego lo desconcertaba la carga de rabia de su amigo. ¿Por qué tanto odio si era uno de ellos? Discutía los dogmas de fe, el misterio de la Santísima Trinidad, el de la Inmaculada Concepción, la utilidad de los sacramentos, el Cielo prometido. Para él los grandes misterios eran el universo y los fenómenos llamados naturales. Al igual que Dios, los misterios de la fe podían ser producto de la invención humana. ¿Cómo racionalizarlos?
Diego armó caballero a Lorenzo, quien con ese aval pasó a formar parte de la pandilla. Era una clásica pandilla, el gordo, el flaco, el rico, el pobre, el de la cachucha, el que llega tarde y el petimetre. Además del mendigo Víctor Ortiz, los otros cuatro, La Pipa Garciadiego, el gigante Gabriel Iturralde, el chaparro Salvador Zúñiga, el gordito encachuchado Javier Dehesa, quien hablaba a todas horas de la tortilla española que hacía su madre, todos seguían al poderoso Diego Beristáin y a su inseparable filósofo Lorenzo de Tena.
La falta de dinero era tolerable porque todos andaban brujas, ni Diego tenía para el café de chinos. Lorenzo sugirió:
—Vamos a quitarle los anteojos a Víctor Ortiz para que se vea más fregado de lo que está y él que tienda la mano.
—Una limosnita, por amor de Dios, para este pobre tullido.
Con unos cuantos centavos entraban al café de chinos. Si Víctor Ortiz —el de las negras ojeras— andaba de suerte les alcanzaba para ir al cine. Si no, caminaban por la avenida Juárez echando relajo y entraban al Sanborn’s de Los Azulejos, pero sólo al baño. Una tarde de suerte, en la función de las cuatro, Lorenzo y Diego vieron, al mismo tiempo, una pluma Eversharp en el pasillo. Diego le pegó una patada para que Lorenzo no la alcanzara y se tiró al suelo cuan largo era; Lorenzo también se aventó, pero demasiado tarde porque Diego la tenía bajo su vientre:
—Es mía, yo la descubrí —arguyó Diego.
—No, tú le pegaste una patada pero yo la vi primero.
Diego se la prendió en la bolsa de su camisa, presumiéndola, y cuando menos lo esperaba Lorenzo la sacó de un manazo.
—¡Es mía, ladrón!
—¡Hombre, Diego, deja ver la película!
Se distrajo Lorenzo y Diego se la quitó de nuevo. Otro manazo y Lorenzo la recobró. A punto del hartazgo, Mary Pickford y Douglas Fairbanks encontraron la solución con el beso final. Del cine, la pandilla regresó a casa de Diego y en un descuido Lorenzo reconquistó la pluma.
—Mira, hermano, esto ya va en serio, ¿eh? Aquí te quedas porque esa pluma es mía —amenazó Diego, más alto y musculoso que Lorenzo.
—Pues te vas mucho al carajo porque no te doy nada.
—En ese caso, vas a pasar la noche en la azotea. Yo me voy a dormir.
La pandilla vio cómo Diego amagó a Lorenzo, se lo echó al hombro con facilidad y subió la escalera hasta el techo.
A punto de conciliar el sueño, Diego escuchó que las macetas caían como bólidos estrellándose en el patio. Subió encolerizado.
—¡Estúpido! ¿Qué estás haciendo?
—Pues ya ves, perdí pero te amuelas.
—No, el que se va a amolar eres tú.
Lo amordazó y amarró a una de las columnas de la pérgola.
—Ahora sí, allí te quedas.
Bajó a su recámara a acostarse, pero tuvo pesadillas porque recordó que al irlo cargando en la escalera de servicio, si no lo aprieta, por poco y su amigo se va hasta abajo.
A la mañana siguiente, Diego se levantó corriendo a desatarlo:
—Te invito a desayunar.
Pidió a la cocinera un almuerzo monstruo, huevos rancheros, cecina, frijoles, quesadillas, pan dulce, café traído por el mozo José, que instaló una mesa primorosa: «¡Qué bruto, qué desayuno, hermano!». Después del jugo de naranja, Lorenzo le tendió la mano a Diego:
—Aquí está la pluma, tómala.
—¿Y esa pluma, pa’qué la quiero?
—Bueno, si no la quieres tú, yo tampoco.
—Entonces vamos a dársela a José.
—Oye, Lorenzo, ¿dormiste algo? —preguntó Diego apenado
—Claro, de pie se duerme muy a gusto, me amarraste muy bien.
En la calle, Lorenzo confesó radiante:
—En realidad la pasé espléndidamente. El cielo estaba muy negro, vi las constelaciones, las reconocí, jamás me ganó el sueño, creo que por primera vez me sentí bien en la ciudad. No sabes lo que has hecho por mí, Diego.
Se emocionó al contarle que había recuperado una imagen sepultada en su memoria, el viaje en tren para ver dónde termina el mundo. Al concluir comentó:
—¿Viste lo que me has dado? Hace años que no era tan feliz.
—¿Vas a ir a tu casa ahora?
—¿A la pavorosa Casa de Usher? ¡Ni hablar! Mejor caminemos.
Diego iba a decirle que estaba loco de atar pero algo en los ojos de Lorenzo lo detuvo, una intensidad que le dio miedo, quizá la misma que Amado vio, en la huerta, la noche en que murió Florencia.
En el colegio, Claude Théwissen solicitó al padre Laville que Lorenzo fuera su asistente. «Está perfectamente capacitado para dar clase en mi ausencia. Los dos hermanos, Lorenzo y Juan, llegan a la clase sabiendo tanto o más que yo, no imagina usted, mon père, cómo se preparan.»
Por eso fue grande la sorpresa cuando Mon père Laville anunció al final del año que el primer premio era para Fernando Castillo Trejo, el segundo para Lorenzo de Tena y el tercero se le había destinado a ese muchacho rozagante y adinerado, Diego Beristáin. Lo mismo le pasó a Juan en su clase. Le escamotearon el primer lugar. Lorenzo se indignó. «¡Pero qué perros! Han premiado al que no se lo merece!», reclamó a Théwissen. Resultó fácil averiguar que el progenitor de Castillo Trejo era uno de los benefactores de la escuela.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Elena Poniatowska es una periodista, escritora y activista mexicana distinguida con diversos premios, como el Nacional de Periodismo, el Nacional de Ciencias y Artes, el Rómulo Gallegos, el Premio Cervantes, el Premio Mary Moors Cabot de periodismo de la Universidad de Columbia y el Premio Gabriela Mistral. Ha sido reconocida con la Legión de Honor del Gobierno de Francia. Sus libros más afamados son Tinísima, Hasta no verte Jesús mío, La noche de Tlatelolco y el libro de cuentos De noche vienes.