Publicidad

La poética de Alejandra Pizarnik

A propósito del 52 aniversario del fallecimiento de Alejandra Pizarnik, que se cumplió el 25 de septiembre, presentamos un análisis de la poética de sus letras.

Carlos Luis Torres Gutiérrez
26 de septiembre de 2024 - 05:04 p. m.
Alejandra Pizarnik murió el 25 de septiembre de 1972 en Buenos Aires, Argentina.
Alejandra Pizarnik murió el 25 de septiembre de 1972 en Buenos Aires, Argentina.
Foto: Archivo particular
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

La escritora argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972), es tal vez una de las poetas latinoamericanas de mitad de siglo más leídas, especialmente por los jóvenes, porque su vida fue un solo mirar hacia dentro; construir con su cuerpo un poema, hacer de su existencia un espacio poético, y esto tiene un mágico atractivo para todo aquel que se acerca a ella. Con seguridad, uno de los poemas que mejor puede ejemplarizar su vida, es este:

Vértigos o contemplación de algo que termina. (1)

Esta lila se deshoja,

desde sí misma cae

y oculta su antigua sombra.

He de morir de cosas así.

Claro, ella se llamaba Flora Alejandra y por ello dice: “Esta lila” se deshoja, cae, y al llegar al suelo oculta su propia sombra. Sí, se suicida el 25 de septiembre de 1972 con una buena porción de barbitúricos, al salir de un hospital donde la tenían recluida.

Su escritura no fue muy extensa, son pocos libros: “La tierra más ajena” (1955), “La última inocencia” (1956), “Las aventuras perdidas” (1958), “Árbol de Diana” (1962), “Los trabajos y las noches” (1965)”, “Extracción de la piedra de la locura” (1968), “El infierno musical” (1971), sus “Diarios”, un relato largo, una obra de teatro y algunos ensayos. Esta breve nota pretende entender razones de la prosa fracturada de sus últimos días, que ha sido interpretada, por muchos de sus estudiosos, como un rasgo de enajenación. Pero no, ella realiza una búsqueda literaria consiente que muestra su fractura, que mezcla lo propio con lo ajeno, su doler con el poema, y ahonda con rudeza en su prosa poética. Para ello utiliza el humor, la ironía, el neologismo, la traslación silábica, la desmesura, etc.

Alejandra Pizarnik no fue una escritora de textos largos. El más extenso “La Condesa Sangrienta”, es apenas un conjunto de breves relatos que describen las torturas y muertes que la Condesa Erzsébet Báthory (1560-1614) le practicó a centenares de mujeres jóvenes, en el Castillo de Čachtice, actual Eslovaquia. Este texto de Pizarnik fue publicado en 1966 en la revista “Testigo” de Buenos Aires, y los demás conocidos son breves ensayos y narraciones sin mucha ligazón, pero que efectivamente, pretendieron la experimentación, la búsqueda de caminos diferentes a la ya explorada por ella en sus libros de poesía que es su obra más conocida y admirada. Eso la ha pasado a la historia de la literatura latinoamericana y la ha convertido en un símbolo, y personaje mítico para muchos jóvenes y viejos que la perseguimos con placer intenso.

Recordemos que la fórmula poética por ella utilizada, cuál es llegar al mismo lugar, al inicio de la frase, fórmula que ha tomado del poeta Antonio Porchia, se suma a algo muy propio suyo, cual es la brevedad, la intensidad y la austeridad. Además, su abordaje de la imagen surrealista, al mismo tiempo que un “otro giro a la tuerca”, acompañado con la ubicación del sujeto al final del verso (en muchas oportunidades el sujeto, es el “personaje alejandrino”, es decir, ella). Todos estos elementos constituyen el método, el andamiaje para la elaboración de su filosa poesía. Miremos estos ejemplos, tomados de su libro “Árbol de Diana” y de “La última inocencia”.

“explicar con palabras de este mundo

que partió de mí un barco llevándome”

“Se fuga la isla

y la muchacha vuelve a escalar el viento” (“La última inocencia”)

“como un poema enterado

del silencio de las cosas

hablas para no verme”

Los escritos a partir de 1966, ya viviendo de nuevo en argentina, después de sus años fecundos en París, dan señal de su trabajo intenso en la indagación de nuevas formas para continuar haciendo con su cuerpo, el cuerpo del poema, como dijo muchas veces.

Por eso “echa mano” de textos y de autores que más la obsesionaban, rasga trozos de ellos y los pone, como un collage, como puertas que se abren a espacios propios, pues son estos, campos de preocupación común: “Alicia en el país de las maravillas” de Levis Carroll, es casi “su alter ego”, ha perseguido este personaje en el jardín, el nombre suyo y el de la pequeña comienzan por “A”, ambas son dos niñas que buscan llegar a un lugar en terrenos y túneles oscuros que no entienden; “Los cantos de Maldoror” ha sido su libro de cabecera desde su adolescencia; Antonin Artaud, su escritor favorito, pues su prosa ardiente y desdentada, procaz e insultante, en esta etapa de la vida de Alejandra, constituye otra salida.

Uno de los textos breves al que quiero referirme es “A tiempo y no”(2), escrito por Alejandra Pizarnik en 1968 y dedicado a Enrique Pezzoni (3), relata la historia de la niña que va a conocer y a conversar con la Reina Loca, y va acompañada de la muerte. El diálogo entre estos personajes, se desarrolla en casi tres páginas, sin principio, ni final. Sin tema más que el absurdo de una conversación de tres figuras que se juntan: la niña, la muerte y la Reina Loca, (infanta una, abstracta la otra y demente la tercera). Pero que sirven de soporte al intento de una nueva estructuración del texto Pizarnikiano, que obviamente se queda trunco con su muerte.

En él conserva su método recurrente de la construcción del poema, cuál es llegar al mismo lugar, inicio de la frase, es decir, dar la vuelta y morderse la cola, o mejor, recorrer el aro. Pero ahora introduce en su sustrato la imagen de “Alicia en el país de las maravillas”, de la niña que es Alicia y ella, además incorpora, sin anunciarlo, segmentos de Antonin Artaud del “Rito del sol negro”. Y como él, utiliza la palabra rota, el texto fracturado, el que no pega pero está al lado, pues lo que intenta decir es eso: la desgarradura, no las partes que quedan, sino la herida.

Alejandra es plenamente consciente de lo que hace: al final de este texto (“A tiempo y no”) ella dice que alguien cantaba una trivialidad a las flores, pero también había una voz que cantaba otra cosa y lo que canta, lo hace en francés, es un segmento del poema de Artaud (4), un poema que habla de la madre, de la madre tierra, que babea pero es la madre, la suya, claro, la de Alejandra.

“A tiempo y no” es una búsqueda. Ella en él pretende, lo mismo que en los poemas de este periodo: la exploración, pero aquí con mayor extensión. Alejandra se apropia de los escritos de otros, que ya son suyos, nadie más parecido a ella que Lautréamont, Artaud, Carroll (un mal amanecer; hace poesía para vivirla; Alicia). Nada tan surrealista como la poesía de Artaud y, por tanto, apropiado incluirlo textualmente (sin anunciarlo) para que este complete la triada de su método de estructuración del texto poético.

“El hombre del antifaz azul” es otro texto, tal vez de 1969, en el cual sigue a “Alicia en el país de las maravillas”, reemplaza aquí al conejo, por el enmascarado que corre porque tiene prisa; se cae por un hueco-túnel sin fondo y ve pasar muchas cosas, el hombre corre y dice una que otra palabra soez que se convierte en comicidad, y A. se encoje, se agiganta, llega a los jardines y busca la llave para abrir la puerta.

Al caer por el hueco, como en “Alicia en el país….”, recuerda a Lord Chandos, quien en 1902 es mencionado por Hugo Van Hoffmanthal, en su texto “Cartas a Lord Chandos” quién habla de la incapacidad del lenguaje y el arte para comunicar, pero también ella hace alusión a los versos de “La canción del destino de Hiperión” de Friedrich de Hölderlin, y luego a un verso de la poeta uruguaya Delmira Agustín, que aparece por el motivo de encontrar la llave para la cerradura, pero aquí el poema de la uruguaya, con estilo y voluntades disímiles, suenan y surgen en el texto de Alejandra por la mención de los objetos que ella nombra o escribe. (“.. cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura” y A. busca la cerradura adecuada para la llave, son alusiones sexuales-eróticas-sonoras, ambas).

A. encuentra la botella con el líquido para empequeñecer, pero esta vez tenía una inscripción “Bébeme y serás la otra que quieres ser” que es un poema de Vicente Huidobro titulado “La mujer que sabe”. Ya pequeña, se da cuenta de que ha olvidado la llave encima de la mesa, pero no puede alcanzarla, entonces se compara con Gregorio Samsa y acto seguido hace referencia a uno de los versos de T.S. Eliot, en “Tierra baldía”, se sienta en el suelo y echa a llorar (“A orillas del Lemán, me senté y lloré”). Pero hay que señalar que estos textos no le prestan utilidad para la reflexión, son simples “estacas” de otros autores (a quienes no les otorga crédito, pero los escribe en Itálica) que imaginamos, estaba leyendo o había leído y recuerda. No existe aquí una exigencia de relacionamiento conceptual, pareciera tener correspondencia con su dificultad para concentrarse, para avanzar, pero hay que tener en cuenta que Alejandra estaba en la búsqueda de una nueva forma para su obra. Esto que leemos es diferente a su poesía anterior.

A. pretende volver a crecer y encuentra otra botellita con la leyenda: “Bébeme y verás cosas cuyo nombre no es sonido ni silencio”, líquido que ella consume en su totalidad acogiéndose a este verso, que algunos aseguran que es de Pablo Neruda.

Los trabajos que se continúan en 1971, meses antes de su muerte y a partir de “El infierno musical”, son escritos desde el otro lado del espejo, un poco siguiendo la ruta señalada por el segundo libro Lewis Carroll (“A través del espejo y lo que Alicia encontró allí”). Otras leyes operan en este lado del espejo, estas leyes no son las que vive en su normalidad el lector, que aunque se encuentra extrañado, sabe que lee un cuento infantil donde están las “realidades” maravillosas de la infancia. Alicia cruzó la superficie y se encontró con un mundo idéntico, pero al revés. Ópera una lógica visual que es al contrario. La novela de Carroll aquí es más compleja, más difícil, tal vez por ello no tuvo tanto éxito. Podría pensarse que en la primera parte de la obra de Alejandra sucede a este lado del espejo; la segunda parte, esa que llamamos de prosa fracturada, transcurre al otro lado del espejo.

Podríamos pensar que Alejandra continúo la ruta literaria de Carroll: cruzó el espejo. Los textos finales son escritos desde un lugar más allá, donde las asociaciones las hizo por su sonoridad, uniendo dos vocablos, pegando varios de ellos, burlándose de sus personajes. Alejandra no era una mujer racional, era lo contrario: hacía con su cuerpo el poema. Aquí, desde esa situación personal un tanto inestable de sus últimos años, donde operaba cierto descontrol, escribe. Había cruzado una frontera que es la superficie del espejo y desde allí miraba el mundo, y lo describe. La lectura de “La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa”, por ejemplo, es, desde su título, una lectura difícil, nos obliga a leer una escritura que pensamos posee una clave, no es el texto de una desquiciada, como pensaría un lector desprevenido. Ella nos invita a mirar el mundo desde el otro lado, donde está ahora ubicada.

Nada es al azar, simplemente. Es sonoridad, conocimiento, ocurrencia, humor, juego, divertimento, dislocación, atrevimiento, búsqueda, necesidad de expresarse sabiéndose en el otro lado del espejo. Es todo eso y un poco de su fractura, de su “tambaleo” por caminar largos trechos sobre la cuerda floja, como lo hizo toda la vida.

Se dice que es una prosa fracturada. Es la mirada desde el lado de allá. Dije que Alejandra hacía literatura con su cuerpo. Eso hizo, un día, desde el fondo del espejo, no pudo soportarlo y se quitó la vida.

Por Carlos Luis Torres Gutiérrez

Temas recomendados:

 

Eugenio(20023)26 de septiembre de 2024 - 07:23 p. m.
Excelente artículo.
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar