La poética de la memoria
El jurado del premio Casa de las Américas de Narrativa le concedió esta semana al escritor cartagenero Roberto Burgos Cantor el Premio José María Arguedas. Aproximación a una novela que hace historia.
Nelson Fredy Padilla
Cuando leí La ceiba de la memoria (2007), casualmente acababa de leer El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. En la mente tenía fresco el país de la violencia y de la desmemoria visto a través de la prosa poética.
A propósito de que la novela de Roberto Burgos Cantor fue escogida el miércoles por la Casa de las Américas, en La Habana, como ganadora del Premio de Narrativa José María Arguedas, es oportuno analizar por qué esta obra, exaltada también en la feria del libro de Madrid del año pasado, condensa como pocas la necesidad de volver sobre nuestra historia para reconocernos, además de explorar la condición humana.
Desde el punto de vista histórico, seguramente es la obra que mejor documenta la Cartagena de Indias del siglo XVII, con la esclavitud de una sociedad colonizada como eje narrativo. “Le dediqué más de un año a la investigación”, me cuenta Burgos y me parece poco para la precisión con que entreteje detalle tras detalle, desde la proa de un galeón hasta un remedio de Paracelso.
Para lograr su cometido se vale de cinco personajes principales que definen la estructura de la novela en cuatro partes y 49 capítulos, en los que las introspecciones abren “la historia invisible” que el autor dice haber intuido antes de entregarse a la aventura de reconstruir el pasado de la ciudad de sus raíces.
Conmueve especialmente la doble reflexión sobre el oficio de la escritura desde Thomas Bledsoe y Alonso de Sandoval. Ya en puerto seguro, Burgos siente que salió a navegar encarnado en Bledsoe, y estoy de acuerdo porque representa la incertidumbre permanente, uno de los interrogantes mayores de La ceiba: ¿tiene sentido hoy escribir novela histórica? Y la respuesta es un Sí mayor. Cuatro siglos después de los hechos aquí ficcionalizados, la epopeya de las negritudes congregadas en el Caribe colombiano se convierte no sólo en un documento literario e histórico sino en una denuncia para nunca olvidar lo que alguna vez ocurrió.
La otra voz que va y viene sobre el oficio de construir “el árbol de las palabras” es la del jesuita De Sandoval. Un intelectual europeo en constante conflicto ético-moral hasta el punto de que la Inquisición termina persiguiéndolo. Enfrenta las mismas dudas que un pensador contemporáneo y es por eso que el uso de la segunda persona en sus intervenciones genera la distancia necesaria para identificarse con él o disentir. Para Burgos representa el “buscar congruencia entre los pensamientos y los actos”.
La ceiba también es un homenaje a la estética y al raciocinio. Impacta al lector cómo se construye esa comparación entre lo que fue el holocausto judío en Auschwitz y el esclavismo en el Nuevo Mundo. Dice el escritor: “Me di cuenta de que ese mundo estaba sumergido y valía la pena estructurarlo con una polifonía de voces”.
Cuenta que la voz que más le generó problemas de reescritura fue la de Analia Tu-Bari, la mujer que representa el drama de los esclavos. Le digo que fue la que más rápido me cautivó, tal vez por su lenguaje eficaz, sus pensamientos cortos, desgarradores, la belleza de sus lamentos, el sufrimiento de sus últimos días, la paradoja de su libertad tardía, su ceguera. Le demandó más rigor que inspiración puesto que debía elaborar a través de ella el pensamiento y el lenguaje africano para acoplarlo a una ciudad donde se llegó a hablar 700 lenguas.
Como siempre, parte del éxito de esta novela radica en la biblioteca del autor, empezando por antropólogos especializados en afronegritudes y siguiendo con un compendio de poetas africanos que han estado en el Festival de Poesía de Medellín. Con Analia no podía decaer su propuesta lingüística que marca en cada frase la musicalidad del dominio de la palabra exacta, signo de madurez literaria. La voz reflexiva de Dominica de Orellana también logra su cometido porque es por la mujer y por lo que representa para las tradiciones culturales que Roberto decide que ella represente a La ceiba que riega con su savia el entorno.
¿Qué otras influencias obran en el crecimiento de La ceiba? Burgos hace un apartado especial para el Nobel de la isla de Santa Lucía, el gran Derek Walcock, “el Homero del Caribe”. Nadie como él ha pintado en versos la historia negra en América. En esa pluma encontró pistas para plantear la fragmentación del tiempo del relato, que nace en el presente, acude al pasado y se vale de un futuro a partir de las advertencias a De Sandoval. No menos importante fue para él reencontrarse con Saint John Pierce y su visión de “la dignidad del negro”. Poetas. Sí. La savia de La ceiba es la poesía, desde afuera hacia adentro, incluyendo a Álvaro Mutis, otro artesano de la palabra que ha marcado a Burgos desde sus comienzos.
Y si de créditos se trata, Roberto insiste en Manuel Zapata Olivella, quien le publicó su primer cuento y cuyos estudios realistas de las negritudes impulsaron esta obra. Le aportaron otro personaje trascendental: Benkos Biohó. Aquí el mérito radica en levantar una vida desde la leyenda que todavía se centra en si este símbolo de los negros existió o no. En La ceiba existe y persiste, como un grito creciente, la voz de los esclavos silenciados. Distinto ocurre con Pedro Claver porque es un personaje muy cercano a Burgos, a la Cartagena sometida, la imagen del hombre que se sacrificó por los desvalidos.
Desde la contraposición de esclavitud y libertad se empieza a configurar la gran metáfora que hace imposible que al leer esta hermosa novela no se piense en nuestra guerra, en los derechos humanos, en apropiarse de ese sentimiento de solidaridad —como piensa Roberto— que condena “todas las afecciones contra el ser humano”.
Otro significante definitivo es el mutismo, que comienza con la agonía callada de los esclavos y termina manifestándose en “el silencio de Dios” de Pedro Claver. Resuena la voz de Roberto Burgos: “Esa mudez de una época es el elemento que me condujo a la necesidad poética de escarbar la memoria”.
Cuentista y abogado
Nació en Cartagena el 4 de mayo de 1948. Se dio a conocer a través de revistas como Vanguardia, la página cultural del periódico El Siglo y Letras Nacionales. Estudió derecho y ciencias políticas en la Universidad Nacional de Colombia, profesión que ha ejercido regularmente. En 1971 obtuvo el primer premio del concurso Jorge Gaitán Durán, del Instituto de Bellas Artes de Cúcuta.
Entre sus obras se encuentran las novelas El patio de los vientos perdidos (1984), El vuelo de la paloma (1992), Pavana del ángel (1995), Señas particulares (2001) y los cuentos Lo amador y otros cuentos (1985), De gozos y desvelos (1987), Quiero es cantar (1998), Juegos de niños (1999), Señas particulares: testimonio de una vocación literaria (2001) y La ceiba de la memoria (2007), obra por la que fue invitado especial a la Feria del Libro de Madrid del año pasado. Es profesor de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, está terminando un nuevo libro de cuentos y se prepara para otra inmersión en la Cartagena desconocida, que volverá a ser tema de su próxima novela.
Cuando leí La ceiba de la memoria (2007), casualmente acababa de leer El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. En la mente tenía fresco el país de la violencia y de la desmemoria visto a través de la prosa poética.
A propósito de que la novela de Roberto Burgos Cantor fue escogida el miércoles por la Casa de las Américas, en La Habana, como ganadora del Premio de Narrativa José María Arguedas, es oportuno analizar por qué esta obra, exaltada también en la feria del libro de Madrid del año pasado, condensa como pocas la necesidad de volver sobre nuestra historia para reconocernos, además de explorar la condición humana.
Desde el punto de vista histórico, seguramente es la obra que mejor documenta la Cartagena de Indias del siglo XVII, con la esclavitud de una sociedad colonizada como eje narrativo. “Le dediqué más de un año a la investigación”, me cuenta Burgos y me parece poco para la precisión con que entreteje detalle tras detalle, desde la proa de un galeón hasta un remedio de Paracelso.
Para lograr su cometido se vale de cinco personajes principales que definen la estructura de la novela en cuatro partes y 49 capítulos, en los que las introspecciones abren “la historia invisible” que el autor dice haber intuido antes de entregarse a la aventura de reconstruir el pasado de la ciudad de sus raíces.
Conmueve especialmente la doble reflexión sobre el oficio de la escritura desde Thomas Bledsoe y Alonso de Sandoval. Ya en puerto seguro, Burgos siente que salió a navegar encarnado en Bledsoe, y estoy de acuerdo porque representa la incertidumbre permanente, uno de los interrogantes mayores de La ceiba: ¿tiene sentido hoy escribir novela histórica? Y la respuesta es un Sí mayor. Cuatro siglos después de los hechos aquí ficcionalizados, la epopeya de las negritudes congregadas en el Caribe colombiano se convierte no sólo en un documento literario e histórico sino en una denuncia para nunca olvidar lo que alguna vez ocurrió.
La otra voz que va y viene sobre el oficio de construir “el árbol de las palabras” es la del jesuita De Sandoval. Un intelectual europeo en constante conflicto ético-moral hasta el punto de que la Inquisición termina persiguiéndolo. Enfrenta las mismas dudas que un pensador contemporáneo y es por eso que el uso de la segunda persona en sus intervenciones genera la distancia necesaria para identificarse con él o disentir. Para Burgos representa el “buscar congruencia entre los pensamientos y los actos”.
La ceiba también es un homenaje a la estética y al raciocinio. Impacta al lector cómo se construye esa comparación entre lo que fue el holocausto judío en Auschwitz y el esclavismo en el Nuevo Mundo. Dice el escritor: “Me di cuenta de que ese mundo estaba sumergido y valía la pena estructurarlo con una polifonía de voces”.
Cuenta que la voz que más le generó problemas de reescritura fue la de Analia Tu-Bari, la mujer que representa el drama de los esclavos. Le digo que fue la que más rápido me cautivó, tal vez por su lenguaje eficaz, sus pensamientos cortos, desgarradores, la belleza de sus lamentos, el sufrimiento de sus últimos días, la paradoja de su libertad tardía, su ceguera. Le demandó más rigor que inspiración puesto que debía elaborar a través de ella el pensamiento y el lenguaje africano para acoplarlo a una ciudad donde se llegó a hablar 700 lenguas.
Como siempre, parte del éxito de esta novela radica en la biblioteca del autor, empezando por antropólogos especializados en afronegritudes y siguiendo con un compendio de poetas africanos que han estado en el Festival de Poesía de Medellín. Con Analia no podía decaer su propuesta lingüística que marca en cada frase la musicalidad del dominio de la palabra exacta, signo de madurez literaria. La voz reflexiva de Dominica de Orellana también logra su cometido porque es por la mujer y por lo que representa para las tradiciones culturales que Roberto decide que ella represente a La ceiba que riega con su savia el entorno.
¿Qué otras influencias obran en el crecimiento de La ceiba? Burgos hace un apartado especial para el Nobel de la isla de Santa Lucía, el gran Derek Walcock, “el Homero del Caribe”. Nadie como él ha pintado en versos la historia negra en América. En esa pluma encontró pistas para plantear la fragmentación del tiempo del relato, que nace en el presente, acude al pasado y se vale de un futuro a partir de las advertencias a De Sandoval. No menos importante fue para él reencontrarse con Saint John Pierce y su visión de “la dignidad del negro”. Poetas. Sí. La savia de La ceiba es la poesía, desde afuera hacia adentro, incluyendo a Álvaro Mutis, otro artesano de la palabra que ha marcado a Burgos desde sus comienzos.
Y si de créditos se trata, Roberto insiste en Manuel Zapata Olivella, quien le publicó su primer cuento y cuyos estudios realistas de las negritudes impulsaron esta obra. Le aportaron otro personaje trascendental: Benkos Biohó. Aquí el mérito radica en levantar una vida desde la leyenda que todavía se centra en si este símbolo de los negros existió o no. En La ceiba existe y persiste, como un grito creciente, la voz de los esclavos silenciados. Distinto ocurre con Pedro Claver porque es un personaje muy cercano a Burgos, a la Cartagena sometida, la imagen del hombre que se sacrificó por los desvalidos.
Desde la contraposición de esclavitud y libertad se empieza a configurar la gran metáfora que hace imposible que al leer esta hermosa novela no se piense en nuestra guerra, en los derechos humanos, en apropiarse de ese sentimiento de solidaridad —como piensa Roberto— que condena “todas las afecciones contra el ser humano”.
Otro significante definitivo es el mutismo, que comienza con la agonía callada de los esclavos y termina manifestándose en “el silencio de Dios” de Pedro Claver. Resuena la voz de Roberto Burgos: “Esa mudez de una época es el elemento que me condujo a la necesidad poética de escarbar la memoria”.
Cuentista y abogado
Nació en Cartagena el 4 de mayo de 1948. Se dio a conocer a través de revistas como Vanguardia, la página cultural del periódico El Siglo y Letras Nacionales. Estudió derecho y ciencias políticas en la Universidad Nacional de Colombia, profesión que ha ejercido regularmente. En 1971 obtuvo el primer premio del concurso Jorge Gaitán Durán, del Instituto de Bellas Artes de Cúcuta.
Entre sus obras se encuentran las novelas El patio de los vientos perdidos (1984), El vuelo de la paloma (1992), Pavana del ángel (1995), Señas particulares (2001) y los cuentos Lo amador y otros cuentos (1985), De gozos y desvelos (1987), Quiero es cantar (1998), Juegos de niños (1999), Señas particulares: testimonio de una vocación literaria (2001) y La ceiba de la memoria (2007), obra por la que fue invitado especial a la Feria del Libro de Madrid del año pasado. Es profesor de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, está terminando un nuevo libro de cuentos y se prepara para otra inmersión en la Cartagena desconocida, que volverá a ser tema de su próxima novela.