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La profesora Maria Yovadis Londoño descubrió su vocación por rescatar y divulgar la cultura y las tradiciones de su municipio, San José de Uré, en los años noventa, cuando le tocó subir a la montaña, en medio de lo más cruento del conflicto armado, para enseñar en una escuela llena de niños de la comunidad embera katío. Allá arriba, sentada ante 40 estudiantes que hablaban su propia lengua y que no respondían cuando los llamaba a lista -porque los habían matriculado con su nombre castellano y no con su nombre en lengua materna-, entendió que la educación no podía estar separada de la cultura en la que están inmersos los estudiantes, de su lengua, de su etnia, de las tradiciones que han seguido sus ancestros por cientos de años.
“Allá, en la distancia, empecé a entender yo el tema de Uré”, dice esta mujer negra, alta, de andar seguro y de frases enfáticas. Porque mientras se les paraba en la raya a los guerrilleros y paramilitares que intentaban pisar los terrenos de su escuela -”¿Cómo me salvé? No me pregunte, porque ni yo sé, Dios que es muy grande”-, y al mismo tiempo que intentaba aprender la lengua embera para poder comunicarse con sus estudiantes, empezó a valorar toda la riqueza étnica y cultural que la había rodeado desde pequeña.
Y es que San José de Uré, ubicado al suroriente del departamento de Córdoba, en las orillas del río San Jorge, es uno de esos municipios en los que se respira ancestralidad. No solo se trata de un antiguo palenque -como se les llamaba a los pueblos que fundaron los esclavos traídos de África que se fugaron durante la Colonia- con una amplia población negra y cimarrona, que ha mantenido varias de sus tradiciones a través de los siglos, sino que tiene una una fuerte presencia indígena en su zona rural, representada en cinco cabildos zenú y un resguardo embera katío.
Por eso cuando bajo nuevamente al casco urbano, obligada por el asesinato del cacique, ‘la seño Yovadis’, como la conocen todos en el pueblo, ya tenía clara la importancia de eso que acompaña a todos los uresanos desde que nacen, casi sin darse cuenta: las recetas de las abuelas (el bollo de maíz, el dulce de almendras o el pescado jetudo), la medicina tradicional basada en las plantas, el barequeo, la pesca artesanal, los ritos para los entierros, la historia de los antiguos líderes y los cantos y bailes (tunas, alabaos, danzas de diablitos) que son parte fundamental de las prácticas religiosas y de fechas especiales como Corpus Christi, Semana Santa y, sobre todo, del culto a San José, el patrono del pueblo, cada 19 de marzo.
Allí abajo, sin embargo, se encontró (era 1995) con un municipio en una situación muy difícil. “Uré tenía dos males -recuerda-. El primero era que nadie quería ser negro y el segundo, que la guerra se estaba llevando a todo el mundo. Yo les dije a los padres de familia: hacemos algo o la escuela se queda vacía. Porque los pelaos encontraban más interesante irse a raspar coca que venir a estudiar”. Ella, encargada ahora de la escuela primaria y convencida de que el camino era la etnoeducación -una educación que integra las tradiciones propias de la cultura local-, se reunió con otros líderes de la comunidad y acordaron un plan de vida comunitario en el que el colegio era clave para fortalecer el sentido de pertenencia y la identidad negra de los más pequeños.
En ese momento encontró a las mejores aliadas: las mujeres mayoras del consejo comunitario de San José de Uré, esas que habían aprendido a cocinar con sus abuelas, que habían armado los remedios hechos con plantas medicinales con sus mamás, que habían barequeado o pescado y que habían visto, desde pequeñas, a sus familiares bailar la danza del diablito o cantar en los entierros y en las novenas a San José. “Yo les pedí a todas estas mujeres que fueran a la escuela a hablarles de eso a los muchachos. Me decían: seño, pero nosotras qué clases vamos a dar si no sabemos escribir ni la ‘O’. Y yo les decía: La ‘O’ la tengo que saber yo, pero el saber que ustedes tienen no lo tiene nadie más. Simplemente vayan y el mismo cuento que me echan a mí, échenlo a los estudiantes”, cuenta la profe.
Esas mujeres, conocidas en la comunidad como las Maestras Ancestrales -las mismas que mantienen vivas las prácticas festivas, las tunas, los alabaos, las danzas y los ritos mortuorios- comenzaron a compartir sus conocimientos con los más pequeños. Georgina Jacobo, una mujer de 78 años que se define como “de hacha y machete” porque barequea, pica monte y siembra maíz, arroz y yuca, todo sola, fue una de ellas. Les hablaba a los jóvenes, primero en el colegio y luego en su casa, sobre las recetas tradicionales, la siembra, el barequeo y los ritos y cantos tradicionales. Como ella hubo muchas más: Ana Judith Gómez Trespalacios, María Etenilda Vides Gómez, Margarita Santos, Gloria Estela Vides, Ana Eloisa Sabino, Ana Santiaga Clímaco, las hermanas Otilia, María Catalina y Edith Roche Sabino, entre otras, incluyendo también a hombres como Salvador Londoño Clímaco.
Luego de esas charlas y de las primeras clases, comenzó a tomar forma la idea de un museo etnoeducativo sobre la cultura y las tradiciones de San José de Uré. Al inicio fue esporádico: los estudiantes empezaron a llevar objetos personales para explicar algún rito o tradición o para contar una historia sobre ellos y sus familias. Y esos objetos se fueron guardando en un cuarto. Luego, con el apoyo del Museo Nacional, decidieron que podían armar un museo comunitario.
No siempre fue fácil. “Yo no sabía que trabajar temas de memoria era tan complicado -explica la profesora María Yovadis-. Poco a poco empezaron a salir temas de muertos, de desaparecidos, del conflicto y nos metimos en un lío, tanto que nos quemaron el museo y la escuela la cerraron”. Pero ella insistió: había que hablar sobre ese dolor colectivo que rondaba al pueblo, a las familias y a los más pequeños. Había que sacarlo a la luz y darle forma. Finalmente, el proceso siguió en la Institución Etnoeducativa San José de Uré, donde actualmente trabaja el tema junto a otras etnoeducadoras como Jackeline Vera Cárdenas.
Casi 30 años después de comenzar todo el proceso, se ven los frutos. Por sus manos han pasado casi tres generaciones de uresanos y la situación es muy distinta a la de 1995: hoy casi todas las personas de San José de Uré dicen estar orgullosos de sus raíces, llevan el pelo rizado, hablan con su acento cantado característico (en los años 70 eso era considerado un pecado), conocen sus tradiciones y las defienden. Lo más cruento de la guerra también es cosa del pasado y los más pequeños ya no se van a los grupos armados. “El que lo hace, es porque quiere y se va sabiendo que muy seguramente nunca vuelva”, cuenta la profe.
En el colegio, además, hay una cátedra de estudios afrocolombianos incluida en el currículo, con un plan de trabajo para que los niños desde preescolar hasta bachillerato aprendan todo sobre su propia cultura e identidad: desde las palabras claves o los instrumentos musicales característicos de sus bailes y cantos, hasta los procesos democráticos de las negritudes y el funcionamiento de los consejos comunitarios. El museo etnoeducativo, además, sigue creciendo y cada cierto tiempo presenta exposiciones nuevas, armadas por los propios estudiantes, para divulgar y compartir su cultura.
Y aunque muchas de las Maestras Ancestrales ya no van tan frecuentemente al colegio, su fama creció tanto, que todos los días reciben en sus casas a niños y niñas que quieren que les ayuden a hacer sus tareas o que les enseñen de primera mano todo lo que saben. Hoy están organizadas y piden apoyos económicos e impulso para construir una casa de la cultura propia en donde puedan guardar sus instrumentos y ensayar sus bailes y cantos.
Tanto ellas como la profe María Yovadis hacen parte del Pacto Cultural por la Vida y por la Paz que el Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes está construyendo junto con las comunidades de 8 municipios del Caribe Sur y que se firmará el próximo sábado 6 de abril en San Pelayo, Córdoba, con la presencia del ministro Juan David Correa. Se trata de un proceso que comenzó en febrero y en el que, en conjunto con funcionarios del ministerio, los miembros de las comunidades armaron un diagnóstico de necesidades colectivas desde lo cultural. Desde allí saldrán unos compromisos del ministerio para fortalecer el sector y dejar andando procesos de largo aliento.
En San José de Uré lo tienen claro: quieren fortalecer su proceso de identidad, sus valores propios y la apropiación de la cultura y las tradiciones que comparten desde hace varios siglos. No quieren que se pierda lo que hace unos años estaba en riesgo y rescataron. Como dice la seño Yovadis, “este es el oro para nosotros: la cultura, la identidad, el sentido de pertenencia”.