La reina de Saba y la nueva novela de Laura Restrepo
Capítulo de “Canción de antiguos amantes” (que se presenta este jueves en el Gimnasio Moderno a las 7 p.m.), en el que el joven Bos Mutas, obsesionado con el mítico personaje femenino sale a buscarlo por el mundo y encuentra, a cambio, a la partera somalí Zahra Bayda.
Laura Restrepo * / Especial para El Espectador
Pata de Cabra
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Pata de Cabra
—¿Yo? Ni reina de Saba ni reina de nada —me dice Zahra Bayda y se ríe—, pero mi primerísima abuela a lo mejor sí lo fue. Quién sabe. La abuela de la abuela, de la abuela, de la abuela, de la abuela de mi propia abuela, ésa sí, a lo mejor; al menos es lo que dicen todos, por aquí no hay quien no se crea descendiente del personaje.
Se podrían contar una a una hacia atrás las ciento veinte abuelas que han pasado por el mundo entre la abuela de Zahra Bayda y esa otra antepasada perdida en la noche del tiempo. ¿Sólo ciento veinte abuelas? En realidad, poca cosa. Es como decir ayer. (Recomendamos: charla con Laura Restrepo sobre su nueva novela y la importancia del mito).
Zahra Bayda es partera graduada y trabaja en el Yemen como parte del equipo de Médicos Sin Fronteras. No le cae bien la reina de Saba, ni siquiera cree que haya existido, me dice que no le venga con cuentos, anda demasiado ocupada con gente de carne y hueso como para pensar en fantasmas. Aunque me confiesa que un par de veces ha sonado con ella.
—¿Ves? —le digo.
—Qué.
—Tú también sueñas con ella.
—No fueron sueños, fueron pesadillas.
En cambio, las viejas alaleishos reverencian el legado de su célebre antepasada cuando se apinan en la cocina y deliran mascando khat. Mascan y tascan y, a falta de muelas, trituran con las encías las hojas verdísimas hasta volverlas una gran bola de pasta, que almacenan en el moflete como turupe de infección molar. Las historias que cuentan nunca terminan y siempre empiezan igual: sucedió una vez, o tal vez nunca...
Tras horas mascando khat, ya al filo de la mañana, las viejas sienten llegar una presencia que les eriza la piel y les entibia el alma. Es una como perturbación del aire que les trae un atisbo de felicidad, o un amparo de gran poder, o un alumbramiento de hermosura sobrenatural. Enseguida lo detectan: es el beso de la reina. El beso antropófago, largo y profundo, ponzoñoso o perfumado.
Debe ser como el beso venenoso de Rimbaud en el infierno, digo yo, que por primera vez pruebo el khat y sólo logro que me sepa amargo. Las abuelas dicen que el beso de la reina afiebra: hiela por fuera y quema por dentro. Me advierten que para algunos es beso bendito y para otros es beso maldito, y que nunca se sabe cuál te va a tocar.
Posesas, las alaleishos anuncian: es ella. Es ella, ya habita entre nosotras, ya regresó. Es la reina de Saba. Y como Saba significa mañana, ella es Señora del Amanecer, Lucero del Alba, Dueña de la Nada. Las abuelas repiten los muchos títulos de su santa antecesora y sonríen beatíficas. Es ella, ya está aquí, dicen, y se regocijan ante el esplendor de la visita.
La mítica reina de Saba, ¿cómo habrá sido en vida, cuando habitó en la tierra? Vital, imperiosa, viril y seductora, como describe Citati a las protagonistas de Las mil y una noches. Y también iracunda, montaraz y llevada de su parecer, engendro que fue de un mundo crudo y sangriento. Mujer de armas tomar, violentada y violenta: encarajinada. Bella como Jerusalén y temible como ejércitos en combate. Y con una herida por siempre abierta: el repudio de su madre y la expulsión del reino.
Ni femenina ni masculina. Algunos textos antiguos la describen como ídolo de ambos sexos, con senos y barba, pene y vagina. ¿Pudo haber sido la reina de Saba un ser doble y prodigioso, dotado de magnetismo indeterminado y descarga fulminante? A lo mejor, quién quita. Tal vez poseía el poder de toda la gama sexual.
¿Habrá sido tan bella como aseguran? Horriblemente hermosa, como toda criatura mitológica. Según el Cantar de los Cantares —donde la llaman Sulamita—, tiene ojos como palomas; vientre como gavilla de trigo o valle de lirios; melena como rebano de cabras que brincan por la sierra; frente como una granada; senos como racimos de vid o gacelas gemelas. El juego de metáforas cobra sentido en el contexto del Cantar, pero resulta difícil de imaginar si lo consideras el retrato fiel de una mujer que ondula como el trigo y los lirios, brinca como las cabras y las gacelas, se ofrece como las uvas y las granadas.
¿Puede ser? Sí, puede ser, al menos así es para mí, Bos Mutas, que en el dislate de mi amor por ella la asocio a una alegre y loca manada de cabras, o de ninfas, que trepa por una ladera escarpada y brumosa. Creo que la reina de Saba se parece más a una cabra o a una ninfa que a la Gina Lollobrigida que la representa en Solomon and Sheba, la superproducción en tecnicolor de United Artists.
Aunque me vale una Lollobrigida libre y loca como las ninfas y las cabras. Princesa de la Mañana, Señora del Viento Sur, Balkis, Aurora Consurgens, Makeda, Leona Negra en cuya melena se enredan los siglos, Regina Sabae, y tal y tal... Pese a sus muchos títulos, no tuvo un nombre; según las alaleishos, porque te sobra el nombre cuando no tienes quien te llame con afecto. Aunque también dicen que nombre sí tenía, pero tan secreto que ni siquiera su propia madre estaba al tanto, gesto de descuido y desamor, doloroso como una espina en el corazón de la hija, pero que a fin de cuentas le resultó favorable, porque no puede doblegarte quien no conoce las letras de tu nombre.
Por acá las viejas creen que si la reina de Saba no tuvo nombre, no fue por privación sino por proliferación, y que en vez de uno tuvo muchos, como les sucede a los seres que se transforman y no son únicos sino múltiples. Ella es todas y ninguna y al mismo tiempo ella es ella, la legendaria reina coja, y también es Sulamita, la obsesiva y sensual amante del Cantar.
Escondida tras sus muchos nombres, ha sido musa de poetas, de sonámbulos, de místicos y punkeros; diosa de drogadictos, de agonizantes, genios e iluminados; profetisa entre orates y sabios; bilis negra de melancólicos y artistas. Mujer entre todas las mujeres, pero no pura, ni virgen, ni bendita, sino ligada al eros, a los demonios, a los fantasmas y a las lenguas secretas, [...] naciendo de la noche y viviendo de la noche, pero triunfando sobre las tinieblas.
Concebida en tiempos de monstruos y gigantas, creció libremente entre juegos terribles5 y quedó marcada por aquel defecto variable que según unas abuelas fue simple cojera y, según otras, síntoma más severo, como pie izquierdo palmípedo de ganso, o pezuña hendida. Pata de Cabra: hay dualidad en el mito de esa mujer que es a la vez caminante y coja, nómada y baldada. Cabe la posibilidad de que el pie dañado fuera imaginario: representación corporal de ese daño irreparable, o herida por siempre abierta, que eran sus afectos truncados.
Aunque sus seguidoras más devotas le bajan volumen al asunto y aseguran que se trató simplemente de excesiva pilosidad en las extremidades. O sea: una reina peluda, dotada de naturaleza híbrida entre humano y animal, viva encarnación de la leona de melena negra que mantienen enjaulada en el zoológico de Addis Abeba.
Mujer cubierta de pelo, ¿don divino o vergüenza, shame? ¿Signo excelente o desmerecimiento que acarrea castigo? La princesa de Saba produce sentimientos encontrados. En el extremo opuesto a ella está su señora madre, la reina titular, a quien llaman la Doncella porque es cautivadora en su eterna juventud sin estrenar. No hay en la Doncella abismo ni hondura, todo su ser asoma a la superficie.
Cada día contempla durante largas horas su rostro en el espejo, extasiada ante el brillo de su piel libre de vello y su pureza lampiña, lisa y pelada como cáscara de huevo, lo cual podría ser secreta frustración, porque nadie tiene más sed de sexualidad feroz que las criaturas que habitan los espejos... De nervios desequilibrados, de exasperado narcisismo, de cuerpo a un tiempo glacial y atormentado, andan siempre tras algo, no se sabe qué.
La Doncella: epidermis de nácar, a salvo de imperfecciones o arrugas, con el brillo satinado de las pompas de jabón. Se precia de ser inmaculada y gloriosa porque no ha conocido varón, manteniendo frente a ellos la arrogante distancia de una diva. A todos los seduce con su esplendor, pero se somete con disciplina militar a sus propias rutinas de abstinencia y no accede a acostarse con ninguno. De la Doncella se dice que lucha contra el despertar de los sentidos con la misma bravura con que los varones combaten a las fieras durante la cacería.
Y aquí viene el meollo del misterio: la Doncella rechaza toda actividad sexual, y aun así ha sido madre. Sin mediación de varón y por obra y gracia de birlibirloque, ella es la madre de Pata de Cabra. Si les preguntas a las alaleishos sobre lo inusitado de ese embarazo, te lo explican en pocas palabras. Así fue, dicen, así pasó, la Doncella quedó preñada siendo virgen y sin ayuda de hombre. Así sucedió, y por eso hay que creerlo. O: hay que creerlo, porque así sucedió.
Pero los auspicios para su preñez no fueron favorables. Unos caracteres enigmáticos aparecieron en la noche del parto sobre los altos muros de piedra de Mamlakat Aldam, el palacio rojo de la Doncella, escritos por la mano de Dios, por la mano del destino o por la mano del mismísimo Banksy. No se sabe. Perturbadora aparición; algo así como el Mane, Tekel, Fares que dedos invisibles trazaron en caracteres invertidos ante Baltasar, rey de Babilonia, durante una de sus orgías de lujuria y despilfarro, anunciándole el derrumbe de su imperio.
O como el Helter Skelter que Charles Manson y su secta asesina garrapatearon en la puerta de una nevera tras la degollina con sangre de las víctimas. Las palabras premonitorias de Mamlakat Aldam, el Palacio Rojo, no estaban escritas en safaítico ni en dadanítico, en arameo o árabe coránico, sino en el dialecto de los muertos. La propia Doncella no entendió lo que decían. Ni ella, ni nadie; tampoco los sabios que fueron consultados.
Aquí las viejas aseguran que ese mensaje mural que tanto atemorizó a la Doncella decía No tú, sino ella: no la madre, sino la hija. O sea: tu hija será recordada por los siglos de los siglos y tú serás olvidada; sentencia tan dolorosa como la que le reveló el espejo mágico a la madrastra de Blancanieves, verdad de a puno que las desquició de envidia a ambas. En fin, sea lo que sea. Aunque nadie descifró los caracteres aparecidos en el Palacio Rojo, no por eso dejaron de surtir efecto, marcando con mal fario el nacimiento de la niña y predisponiendo a su madre contra ella. Así pasa con la letra escrita: aunque nadie la lea, basta con que esté ahí para que gravite como ley de bendición o condena.
Pata de Cabra, o Sheba, primogénita del reino de Saba, vino al mundo mediante parto sin dolor, sin coito ni fecundación, como simple suceso esterilizado y perfecto. ¿Perfecto? Perfecto hasta que su madre, la Doncella, contempló al ser recién salido de sus entrañas y se llevó el disgusto de la vida al ver que, pese a su rostro angelical, aquel bebé pegaba aullidos y adolecía de pie retorcido y piernitas cubiertas de pelo. Aparición desagradable.
En ese pequeño ser de actitud desafiante, cuerpecillo velludo y pie cabruno, la Doncella creyó ver un castigo de involución del tipo cola de cerdo. Un regreso al caos primigenio. —Pata de Cabra —respondió secamente cuando le preguntaron qué nombre le pondría a la niña—. Que se llame Pata de Cabra.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara. Laura Restrepo charlará con su colega Giuseppe Caputo en el evento de presentación, este jueves 19 de mayo, 7 p.m., biblioteca del Gimnasio Moderno, Carrera 9 #74-99, Bogotá