La reina Isabel II, obsesión de Gabriel García Márquez
La vida y obra del nobel de Literatura colombiano revela por qué siempre le interesó la monarquía inglesa y el poder de la soberana, que acaba de morir.
Nelson Fredy Padilla * / npadilla@elespectador.com / @NelsonFredyPadi
Don José Salgar (1921-2013), jefe de redacción de El Espectador, me contó esta anécdota: cuando Gabriel García Márquez trabajó como periodista de este diario, en los años 50 del siglo pasado, vivía obsesionado por los temas de poder político y tras la coronación de Isabel II como reina de Inglaterra, en 1954 le propuso hacer crónicas sobre ella, pero él le respondió: “Más bien dedíquese a escribir sobre lo que pasa en las calles de Bogotá”. Y “Gabito”, como lo llamaba, le respondió, en serio y en broma, que lo que más lo inquietaba de la capital era una imagen que luego incluyó en el texto “Bogotá, 1947”: “Bajo la llovizna tenue de la plaza de las Nieves, a la salida de un funeral, vi por primera vez una mujer en las calles de Bogotá, y era esbelta y sigilosa, y con tanta prestancia como una reina de luto, pero quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara cubierta con un velo infranqueable”.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Don José Salgar (1921-2013), jefe de redacción de El Espectador, me contó esta anécdota: cuando Gabriel García Márquez trabajó como periodista de este diario, en los años 50 del siglo pasado, vivía obsesionado por los temas de poder político y tras la coronación de Isabel II como reina de Inglaterra, en 1954 le propuso hacer crónicas sobre ella, pero él le respondió: “Más bien dedíquese a escribir sobre lo que pasa en las calles de Bogotá”. Y “Gabito”, como lo llamaba, le respondió, en serio y en broma, que lo que más lo inquietaba de la capital era una imagen que luego incluyó en el texto “Bogotá, 1947”: “Bajo la llovizna tenue de la plaza de las Nieves, a la salida de un funeral, vi por primera vez una mujer en las calles de Bogotá, y era esbelta y sigilosa, y con tanta prestancia como una reina de luto, pero quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara cubierta con un velo infranqueable”.
Sin embargo, el joven reportero encontró en el escritor Eduardo Zalamea Borda, mejor conocido como Ulises por su amor a la gran novela de James Joyce y a la literatura británica, un aliado para publicar apuntes sobre la reina en la columna “Día a día”, que salía sin firma en las páginas editoriales. (Recomendamos crónica de Nelson Fredy Padilla sobre la exploración de la muerte en la obra de García Márquez).
El investigador literario francés Jacques Gilard (1943-2008) advierte en el prólogo de Entre cachacos, la recopilación y análisis de la obra periodística de García Márquez entre 1954 y 1955, que García Márquez coincidía con Ulises en que les gustaba evocar, “con simpatía, la intimidad de la familia real inglesa y la dura tarea que significaba para Isabel II el ser reina para una mujer joven”. Concluye que García Márquez insistía en el tema buscando situaciones para configurar personajes que luego cobrarían vida en sus novelas, puesto que “la familia y el poder tienen mucho que ver, desde luego, con la temática garciamarquiana”. “El tema de la soledad que anduvo rondando sin delimitarlo claramente en sus textos de los primeros años comienza a adquirir nombre propio en alguna que otra nota: la más llamativa es indudablemente La reina sola (18 de febrero de 1954), en la cual se manifiesta insistentemente la noción de soledad, precisamente la soledad del poder”.
En el corto texto se lee: “En Buckingham Palace se ha presentado un grave problema doméstico que es un grave problema de Estado: hay que entretener al ama de casa, una viuda digna, discreta y apacible que colaboró con su esposo en el gobierno del imperio más grande y complicado del mundo, y ahora no sabe cómo gobernar su soledad. Las cosas han cambiado tanto en los últimos años, que Isabel, la reina madre, madre de la reina Isabel, se siente convertida en un extraño habitante de su propio hogar. Hasta hace dos años su soledad era entrañablemente compartida con la soledad del rey, en una íntima y armoniosa soledad total de los dos en compañía. Ahora reposa sobre sus hombros todo el peso de aquella intimidad doméstica largamente compartida. El esposo ha muerto, las niñas han crecido y la mayor de ellas, reina, casada y con dos niños, ha salido a conocer su imperio en un largo viaje que por diversos motivos es una nueva luna de miel”.
Según Gilard, a quien conocí en una de sus visitas al archivo de El Espectador, con La reina sola parece tomar cuerpo por primera vez la idea de la novela del dictador, es decir, El otoño del patriarca (1975). Él le preguntó por el tema y anotó: “Es interesante un recuerdo preciso de García Márquez a propósito de esta nota, por la que siente un legítimo orgullo. Cuenta que el día que la escribió, muy poco después de ingresar a la redacción de El Espectador, Ulises le dijo que con ella demostraba que podría colaborar dignamente en ‘Día a día’. El detalle, aunque no sea más que una anécdota, da una idea sobre el proceso de integración al periódico bogotano y también confirma el interés de Ulises por el tema de la monarquía inglesa. Ese tema que conocía a fondo le dio una buena oportunidad para apreciar en toda su dimensión el talento periodístico de su joven colega”.
En agosto de 1954, García Márquez escribió en su columna “El cine en Bogotá. Estrenos de la semana”, una crítica titulada “El viaje de la reina Isabel II de Inglaterra”, porque vio un documental sobre ella que no le pareció bueno: “Desde cuando la reina Isabel II salió de Londres hasta cuando regresó seis meses más tarde de su viaje por la comunidad británica, fue seguida día y noche por un fotógrafo de Cinemascope. El resultado de esa costosa persecución fue una película documental, en la que no se ve nada que no haya sido visto en los noticieros, sólo que aquí las cosas se ven en colores y con doble amplitud. Nunca se ha entendido mejor lo que significa este símbolo comercial, ‘Pantalla panorámica’, como en el documental del viaje de la reina Isabel, que es en realidad un álbum de postales panorámicas del imperio británico, al fondo de las cuales, inexpresiva e imperceptible, se ve pasar la inteligente, noble y simpática soberana de los ingleses”.
Según las cartas que se cruzaba con su amigo y director de El Espectador, Guillermo Cano, estando en Europa como corresponsal en París, el escritor colombiano le contaba de sus escapadas a Inglaterra, “donde fallan los hombres pero no las instituciones”, para aprender inglés, “que está todavía muy mal”, y estar al tanto de las noticias de la reina Isabel, desde sus audiencias en “ese inmenso laberinto de Buckingham Palace, en sus largos e interminables corredores”, hasta las decisiones frente a su poder colonial, “ese patio desmesurado que se prolonga hasta los confines de África”. Esas primeras exploraciones rumbo a Cien años de soledad, con la reina como referente, las concretó en 1955 en el Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo y luego en la novela La hojarasca, donde Isabel, la hija del coronel, representa la predestinación familiar y el dilema entre la voluntad personal y la del pueblo.
Cuando planeaba un gran reportaje sobre el reinado de Isabel, a García Márquez le notificaron que no podía volver a Londres ni a Estados Unidos por disposición diplomática luego de que se publicaron las crónicas de su famoso viaje por los países socialistas. Aún así, no se quedó con las ganas y, como ejemplo de su obsesión, dentro del reportaje titulado “El año más famoso del mundo” incluyó a la reina Isabel como protagonista con citas como esta: “El año internacional de 1957 no empezó el primero de enero. Empezó el miércoles 9, a las seis de la tarde, en Londres… La juventud londinense había agotado un millón de discos de Rock around the clock en treinta días –el mayor récord después de El tercer hombre– la mañana en que la reina Isabel de Inglaterra se embarcó en el avión que la condujo a Lisboa. Esa visita al discreto y paternalista presidente de Portugal, Oliveira Salazar, parecía tener una intención política tan indescifrable, que fue interpretada como un simple pretexto de la soberana de Inglaterra para salir al encuentro de su marido, el príncipe Felipe de Edimburgo, que desde hacía cuatro meses vagaba en un yate lleno de hombres por los últimos mares del Imperio Británico. Esa fue una semana de noticias indescifrables, de pronósticos frustrados, de esperanzas muertas en el corazón de los periodistas, que esperaron lo que sin duda hubiera sido el acontecimiento sentimental del año: la ruptura entre la reina Isabel y el príncipe Felipe”.
Y siguió los pasos de la reina hasta Francia con una mirada tan literaria como geopolítica: “Los habitantes de París, desafiando los últimos vientos helados de la primavera, salieron a las calles para saludar, en un arranque de fervor monárquico, a la reina Isabel de Inglaterra, que atravesó el canal de la Mancha en su ‘Viscount’ particular para decirle al presidente Coty, en francés, que los dos países estaban más unidos y más cerca que nunca después del fracaso solidario de Suez. Los franceses, que aman a la reina de Inglaterra casi tanto como al presidente Coty, a pesar de que aseguran lo contrario, no se habían tomado desde hacía mucho tiempo la molestia de permanecer cuatro horas detrás de un cordón de policía para saludar a un visitante. Esta vez lo hicieron y sus gritos de bienvenida disimularon durante tres días la tremenda crisis económica de Francia, que el primer ministro, señor Guy Mollet, trataba de remendar desesperadamente en el momento en que la reina de Inglaterra, en Orly, descendió de un avión en el que dejó olvidada su sombrilla. Secretamente, sin que nadie se atreviera a insinuarlo, un temor circulaba por las calles de París cuando el automóvil descubierto de la soberana británica atravesó por los Campos Elíseos: era el temor de que los rebeldes de Argelia, que están infiltrados por todas partes, que en su país se enfrentan a los grupos de paracaidistas y en París juegan a las escondidas con los policías, lanzaran una bomba al paso del automóvil real. Ese hubiera sido el episodio más espectacular de una guerra anónima, casi una guerra clandestina, que dura desde hace tres años, y que en el de 1957 no tuvo tampoco la solución que todo el mundo espera con impaciencia”.
En Cien años de soledad (1967) se lee: “José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Sabía que hacia el Oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en épocas pasadas –según le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo– sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel”.
El trasfondo británico es tema de cuentos como El último viaje del buque fantasma (1968), donde hay una atmósfera de “forros de terciopelo y brocados de catafalco de reina”. En Los funerales de la Mamá grande (1962) describe en detalle las joyas de una reina y esa atmósfera de poder femenino adquiere otra dimensión hiperbólica en La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada (1972).
Al anciano sacerdote protagonista de Un día antes del sábado (1962) y personaje de Cien años de soledad lo bautizó Antonio Isabel, pensando en ella, según contó en la revista Cambio, en un consejo de redacción en el que sugirió varios reportajes que publicamos sobre la reina Isabel II y el futuro de la monarquía a propósito de la muerte de la princesa Diana de Gales, el 31 de agosto de 1997, una de las tragedias a las que la reina fallecida esta semana supo sobreponerse.
* Exeditor de la revista Cambio, editor de El Espectador y profesor de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.