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'La sociedad del semáforo' se estrena este viernes

La arriesgada ópera prima del joven director Rubén Mendoza no cree en concesiones.

Hugo Chaparro Valderrama
23 de septiembre de 2010 - 10:00 p. m.
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En el eterno retorno que ha tenido el cine colombiano al lugar común de la violencia, la mirada novedosa de una generación que debutó en la bisagra del siglo XX al XXI —Jorge Navas, Ciro Guerra, Óscar Ruiz Navia, Jairo Carrillo & Óscar Andrade, Carlos Gaviria, Spiros Stathoulopoulos, ¡Rubén Mendoza!— ha girado la visión de Colombia como campo de batalla —sin negar nuestra indeseable pasión por la muerte—, acercando al público a nuestra versión del miedo en clave testimonial —Stathoulopoulos, Carrillo, Andrade, Gaviria—; con el registro del género policiaco —Navas—, o como telón de fondo de las historias narradas en las que aparece la muerte en segundo plano o de manera alegórica —Navia, Guerra—.

La sociedad del semáforo (Mendoza, 2010) enseña cómo la vanguardia es la tradición reinventada. En el paisaje reconocible del bogotrópico, un grupo de artistas callejeros quieren alargar el tiempo en rojo de un semáforo para hacer más rentable su espectáculo. El eje alrededor del que gira el guión es sencillo y anecdótico. Lo excepcional está en la forma, en la manera como están filmadas esas anécdotas  y sus ramificaciones. Mendoza no utiliza una forma lineal para narrar su historia. Se permite desviaciones al tradicional inicio-nudo-desenlace y toma atajos entre cada uno de ellos como un novelista que se permite introducir digresiones a manera de cuentos autónomos que avanzan sin que tengan que rendirle cuentas a nadie distinto al autor.

Una libertad en movimiento que recurre al impacto visual y emocional que puedan tener en la memoria imágenes y situaciones al margen del centro narrativo por el que se intenta manipular el semáforo. Algunas de ellas: un enano mirando su sombra, un hombre que vende discos de silencio con los que anula el ruido citadino a medida que les sube el volumen, un perro que camina con un par de zapatos de niña amarrados a sus patas, una pareja enamorándose en la rama de un árbol como una versión urbana de Tarzán y Jane, un boxeador que entrena golpeando al sparring, quien en vez de guantes tiene cascos de vidrio cortado para forjar los nudillos del boxeador, la sordidez de una orgía prolongada y tóxica que acaso quiere impresionar la serenidad del público y reforzar la dimensión en el abismo que viven los protagonistas de la película.

 Imágenes, secuencias y escenas que quizá podrían haberse editado según la ortodoxia narrativa que exige una causa para lograr un efecto que alargue la aventura. Mendoza asume una libertad absoluta. Enamorado de sus imágenes, no las guillotina. Permite que continúen en la vida real de una película, durante su proyección, suspendiendo su vigor en la conciencia.

¿Por qué iniciar la historia con el trancón monumental de una multitud de ambulancias que no volveremos a ver? La imagen tiene una belleza caótica. La paradoja no es menos gigantesca: el vehículo por excelencia que necesita vía rápida para movilizarse, sufre de un colapso ingobernable. ¡La sociedad del semáforo ya está ejerciendo su poder!

Se rescata la solidaridad del ser humano en circunstancias extremas como un milagro que no es del todo imposible. Por encima de las mezquindades, la muerte impone su necesidad para conseguir al menos funerales dignos. Los opuestos que se atraen en la historia de la ficción —lo urbano vs. lo rural—, también son reinventados en la perspectiva de Mendoza: cuando los personajes escapan de la ciudad, a los caminos veredales en los que no existen semáforos, la armonía se recupera de una manera precaria, pero suficiente para continuar sobreviviendo. Una circunstancia que podría definir la producción de cine en Colombia: en contra de la adversidad, de la fatiga que exige filmar cualquier historia, es posible descubrir la autenticidad de un director capaz de asumirse como un individualista, como tantos que no han obedecido un llamado diferente al de sus intenciones estéticas y su manera de guiar con ellas a un equipo de producción, al servicio de riesgos creativos como es el que define generosamente a La sociedad del semáforo.

Por Hugo Chaparro Valderrama

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