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El pasado 18 de diciembre, tras 22 años de búsqueda, fueron encontrados en La Escombrera los primeros restos humanos de desaparecidos de la Comuna 13 de Medellín. La noticia volvió a poner sobre la mesa las consecuencias de la Operación Orión, en la que fuerzas estatales y paramilitares encabezaron un operativo que buscaba atacar a las fuerzas guerrilleras que habían tomado el control de la zona, pero que terminó dejando civiles muertos, heridos y desaparecidos. Esta, según la Comisión de la Verdad, fue “la mayor acción militar realizada en área urbana en Colombia dentro de la historia del conflicto armado”.
El escritor colombiano Pablo Montoya decidió investigar sobre lo ocurrido y veinte años más tarde publicó el resultado en la forma de una novela. “La sombra de Orión” cuenta la historia del profesor Pedro Cadavid, quien vuelve a Medellín, su ciudad natal, y la encuentra dividida. Son los días después de la operación, y si bien hay algunos que celebran “el fin de la delincuencia”, hay quienes enfrentan la búsqueda de sus desaparecidos.
“Fue como reaccionar como escritor y ciudadano ante algo que me parece a mí el verdadero flagelo que tiene Colombia. El asunto de los desaparecidos es una cosa terrible que nos carcome”, contó en ese entonces el autor en entrevista con El Espectador. A continuación, reprodujimos el primer apartado de esta novela.
La sombra de Orión
Es la medianoche. Mil quinientos hombres se movilizan. Han salido de la Cuarta Brigada y las estaciones de la Policía Metropolitana. Ahora atraviesan Otrabanda y ascienden por la calle San Juan. Van en camiones, carros, motocicletas y tanquetas. El silencio, ante los motores, se escabulle por entre las ramas de los árboles, los aleros de las casas, las alcantarillas envueltas en sus alientos de podre. Los vehículos se parquean arriba de la iglesia de la América. Allí, inclinados sobre mapas y alumbrados con linternas, los altos mandos dan las últimas indicaciones. El grueso de los uniformados debe continuar a pie hasta que se controlen los primeros barrios. No han comido nada desde hace horas. No han fumado ni bebido, y en murmullos, en silencio o con jaculatorias intermitentes, se encomiendan a María Auxiliadora y a la Virgen del Carmen. El Comando Especial Antiterrorista, que conoce esos parajes, toma la delantera. Se adentra por las calles de San Javier y va guareciéndose detrás de los postes de la luz eléctrica y de los árboles de troncos más gruesos. El objetivo es atravesar el 20 de Julio, llegar hasta la entrada de El Salado y apoderarse del liceo. A través de radios y binoculares, los orientan quienes se tomaron en días anteriores las partes bajas de la zona. El Diablo, al cruzar el descampado, más allá de la terminal de buses, ordena a sus hombres que pongan las bayonetas en las bocas de los fusiles. Ultiman con ellos a los milicianos campaneros con los que se topan por el camino. Es un procedimiento simple y efectico. Sin hacer ruido, los hieren en el abdomen, en las piernas y en los brazos. Les prometen la vida si confiesan el paradero de sus compañeros, pero cuando constatan la información, los rematan con los cañones afilados. El Diablo, jefe del Comando, es rechoncho, macizo, de vellos gruesos que le brotan de la piel como una coraza. Sus ojos son de un negro chispeante. En sus sienes hay protuberancias pequeñas que, según sus subalternos y sus enemigos, lo emparentan con Satanás. Con bisbiseo ronco, sigue dando las instrucciones. Ubica a algunos de sus hombres en ventanas de los apartamentos de San Michel, abandonados por sus residentes a causa de la guerra, para disparar las balas trazadoras. Atrás vienen los demás escuadrones. Unos se enrumban hacia Belencito Corazón. Allá, desde hace unos meses, los grupos paramilitares tienen controlados los sitios más estratégicos. Y hay una ondulación de caídas, resbaladas y brincos. Voces en sortina, exclamaciones encuevadas, respiraciones rotas suenan como látigos. Una oscuridad tupida lo envuelve todo porque han cortado el fluido eléctrico. En las casas las personas intentan dormir en vano. Saben que algo importante y terrible sucederá. La espera y el silencio, durante minutos extensos, se tocan para separarse enseguida. Entonces dos helicópteros surgen y tajan el aire con sus hélices estridentes. Los hombres del Comando, al verlos, se encogen, se agachan, se acurrucan. El Diablo, la Miniuzi empuñada y erguida a la altura del vientre, sale de un rincón del liceo y grita: ¡Disparen, malparidos, que comenzó la fiesta! Y es como si cayera un aguacero gigantesco sobre La Comuna.