Amadeo Carrizo, o el origen del fútbol de hoy (I)
De las eternas humillaciones, de la rabia, del dolor que sufrió día tras día cuando era apenas un niño y los grandotes de su pueblo lo enviaban al arco porque era el tronco del potrero, el gordito de la película, surgió su fortaleza para romper la historia en mil pedacitos, aunque pocos atinaran a reconocerlo.
Fernando Araújo Vélez
Él iba al arco, por supuesto, porque lo esencial era jugar, y jugaba de portero hasta entrada la noche y todas las noches, a la luz de un farol, hiciera frío o fuera verano o lloviera a cántaros y los truenos de los rayos retumbaran por todo Rufino y Santa Fe y por toda Argentina. Él iba al arco, y mientras los grandotes se gastaban entre gambetas, tiros, patadas y pisadas casi siempre con sabor a lodo y a tierra, él los veía e imaginaba un fútbol distinto. Otro fútbol.
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Él iba al arco, por supuesto, porque lo esencial era jugar, y jugaba de portero hasta entrada la noche y todas las noches, a la luz de un farol, hiciera frío o fuera verano o lloviera a cántaros y los truenos de los rayos retumbaran por todo Rufino y Santa Fe y por toda Argentina. Él iba al arco, y mientras los grandotes se gastaban entre gambetas, tiros, patadas y pisadas casi siempre con sabor a lodo y a tierra, él los veía e imaginaba un fútbol distinto. Otro fútbol.
Cuando la pelota le llegaba por un pase atrás, o por un disparo, un mano a mano o lo que fuera, él trataba de no lanzarse al piso para que no se le ensuciara la ropa y su madre no lo obligara a lavarla. Su estilo se fue nutriendo de amarguras, de simple y llana practicidad, y de unas cuantas pizcas de rebeldía, porque una tarde entre tantas otras, fue capaz de decirles a los grandotes que no, que él no iba a ir al arco, que iba a jugar a la pelota, y a pegarle y a hacer goles. A veces lo dejaban salir, más que nada por una lejana llama de culpa, y porque en medio de todo, de cuando en cuando debían tener contento al gordito que todos los días los salvaba de tener que turnarse en el arco, que en realidad eran dos palos clavados en la tierra, o dos piedras, o dos sacos.
Fue por aquellos años 30, o antes, cuando empezaron a decirle en tono de broma “Amadeo, Amadeo, dónde estás que no te veo”, cada vez que le hacían un gol. Y fue por aquellos tiempos, también, cuando aprendió a hacer pelotas más o menos redondas de la vejiga de las vacas del matadero de su pueblo, porque ni en su casa ni en el barrio había dinero para balones, más allá de que para conseguir un balón como los que se usaban en las canchas de fútbol había que ir a Buenos Aires, y Rufino quedaba muy lejos de la capital, tan lejos, que años más tarde, cuando Carrizo se fue a probar a River Plate y lo aceptaron, le pusieron como gran condición que se quedara en el club, pues iba a hacer muy complejo que fuera y volviera a su tierra.
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Carrizo se quedó, por supuesto. Se quedó sin haber firmado ningún papel ni nada por el estilo, en aquellas épocas en las que la palabra bastaba y con ella sobraba. Jugar en River Plate, así fuera en la última de sus divisiones y de suplente, era su sueño de toda la vida. En realidad, el sueño de casi todos los niños argentinos. Se quedó. Le informó a su padre por medio de una nota que le envió con un conocido de un conocido que trabajaba con él en la empresa de ferrocarriles. El fútbol empezaba a salvarlo del trabajo en doble turno en los trenes, como lo había tenido que hacer don Manuel, su padre. Y el fútbol lo había salvado de la calle, de la búsqueda en la calle, de las pandillas de la calle y los vicios y el sálvese quien pueda.
Tenía 16 años. No sabía si era más importante quedarse en River, o ver a lo lejos y casi todos los días, como monumentos vivientes del fútbol, a los personajes de los que había oído hablar tantas veces: Ángel Labruna, Félix Loustau y Adolfo Pedernera. No sabía si tendría un futuro, si jugaría algún día en la primera división de aquel equipo, que más que un equipo, era una especia de historia sagrada para gran parte de los argentinos, lo odiaran o lo amaran, o si una noche de aquellos se despertaría y caería en la más abyecta de las realidades, pero no le quedaba nada más que aprender. Mirar, u observar, y aprender. Correr y hacer flexiones y matarse y aprender, y demostrarle a los de arriba que había valido la pena su elección.
Cuando debutó en la primera, ante Independiente, el 6 de mayo de 1945, se juró muy por lo bajo que más tarde o más temprano él iba a ser el titular. Tendría que esperar, y esperó. Y a la vuelta de la esquina, que fueron dos años, Amadeo Raúl Carrizo era el portero del primer equipo de River Plate. Lo que ocurriera desde aquel día, dependería en gran medida de él. De que siguiera trabajando, de que no se la creyera, de que se cuidara en las comidas y con las tentaciones, y ante todo, de que supiera aprender de los goles que le marcaran, pues como dijo muchos, muchos años más tarde en una entrevista para la revista El Gráfico, los goles eran inevitables. Llegarían y seguirían llegando, siempre y en cualquier momento.
Poco a poco fue escribiendo su historia, que más que historia, fue una leyenda salpicada de victorias, hazañas, derrotas, caídas, errores y locuras. En el fondo, Carrizo siempre fue un hombre sensato que acudía a la lógica más que a la magia, y que si aprendió a resolver miles de problemas en la cancha y fuera de ella, fue por razonar, no por intuir. Razonó sobre la esencia de ser del portero en el fútbol, y sobre el fútbol, y fue concluyendo que su misión era evitar goles, no lucirse. Todo lo que le ayudara a evitar goles era bienvenido. Por ello, partido a partido, fue adelantándose en el campo hasta ubicarse casi al borde del área de las 18 cuando su equipo atacaba. Cuando el rival recuperaba la pelota, él iba retrocediendo, pero muy pocas veces se paraba en la línea de meta.
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Una de sus premisas era achicar. Hacer de su equipo, un equipo corto, y reducir el espacio que pudiera quedar entre él y los palos de su portería. Luego, con los años, empezó a trabajar en la manera más efectiva de anticiparse a los remates a quemarropa, o en evitar que le dispararan desde muy cerca, cuando todo acababa reduciéndose a centímetros de más o de menos para que el balón terminara dentro de su arco o no. Carrizo salía, iba adelante de la jugada dos o tres segundos, como diría más tarde. Para lograrlo, observaba y estudiaba en los entrenamientos la manera en que sus compañeros movían el cuerpo para hacer un pase a su izquierda o su derecha, para levantar un centro, para regatear, o pegarle al arco, y a aquellas observaciones les sumaba sus años de niño de potrero.
Si tenía que pedirles el favor A Ángel Labruna, o a Félix Loustau o a quien fuera de que repitieran una jugada, sólo para captar el antes, el durante y el después de una acción, se los pedía, y si después tenia que pasar a una libreta sus anotaciones, y revisarlas y repasarlas, también lo hacía. La posición del cuerpo, la mirada, la ubicación de los compañeros de quien llevaba la pelota, e incluso de los rivales, eran cuadros y cuadros que repetía y repetía, porque dijeran lo que dijeran en la radio y en los periódicos sobre el azar y el destino y demás, el fútbol tenía una lógica, y por lo tanto, un estudio, y en la medida en que hubiera más observación y más análisis, ese factor “suerte” podría disminuir. Carrizo pretendía ganarle el partido de la vida a la suerte.
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Una cosa lo iba llevando a la siguiente. Si comenzó a tapar con una gorra, que con los años se volvería uno de sus sellos, fue para hacer sombra y ver mejor en aquellas épocas en las que los partidos eran sí o sí los domingos y al filo de las tres de la tarde, a pleno sol, y si tiempo después empezó a usar guantes y fue el primero en usar guantes en el fútbol de la Argentina y de América, fue porque le daban mayor agarre y una especie de seguridad. sobre todo en los centros. Si dejó a un lado la ropa negra tradicional de los porteros, e instauró la moda de los colores vivos, verdes, fucsias, azules, fue para llamar la atención de los delanteros y para que lo vieran siempre, así fuera por el rabillo del ojo, como una mancha colorida en mitad del área, y le patearan al cuerpo.
Cada detalle tenía una razón de ser. Le decían loco, agrandado, payaso, pero él era consciente de por qué y para qué hacía cada cosa, y también, de que la única manera de callar a sus miles de detractores era evitando goles el domingo siguiente, porque el fútbol, decía, como lo dijeron tantos y tantos antes y después, siempre daba revanchas. Su victoria era su mayor venganza. Y si el odio, la desmesura, al resentimiento, no lograban aplacarse un poco con su historial, por lo menos que al domingo siguiente se aplacaran por sus triunfos. El tiempo, que termina por poner todo en su lugar, lo pondría a él en el lugar que merecía. Cuando pasaron los años, las décadas, aquellos que lo chiflaban y le decían lo que fuera, acabaron por rendirse ante la evidencia de un hombre que era el fútbol en un solo nombre: Amadeo.