Amadeo Carrizo, o el origen del fútbol (III)
Los tiempos en los que Amadeo Carrizo llegó a Colombia eran tiempos de sorpresas. Nadie sabía mucho del otro, y menos, del fútbol que se jugaba más allá de las fronteras de cada quien. No había videos, y muchos menos internet, por supuesto.
Fernando Araújo Vélez
No había manera de grabar una jugada, y la televisión muy de cuando en cuando transmitía algún partido. Los conocimientos, las historias, la vida de la gente, se iban regando de voz en voz, por eso los jugadores extranjeros que llegaban, y los pocos, los contados técnicos, eran vistos casi como deidades que llevaban consigo los saberes de tierras y de personajes remotos, muy remotos. El mundo, por múltiples razones, era un lugar en donde todo podía ocurrir. De hecho, casi todo ocurrió y aquellos años 60 terminaron siendo el principio y el fin de una época.
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No había manera de grabar una jugada, y la televisión muy de cuando en cuando transmitía algún partido. Los conocimientos, las historias, la vida de la gente, se iban regando de voz en voz, por eso los jugadores extranjeros que llegaban, y los pocos, los contados técnicos, eran vistos casi como deidades que llevaban consigo los saberes de tierras y de personajes remotos, muy remotos. El mundo, por múltiples razones, era un lugar en donde todo podía ocurrir. De hecho, casi todo ocurrió y aquellos años 60 terminaron siendo el principio y el fin de una época.
Carrizo llegó a Bogotá para jugar en Millonarios en abril de 1969, luego de que lo invitaran a jugar un partido para el Alianza Lima de Perú que enfrentaría al Dínamo de Moscú de Lev Yashin. Meses atrás, Ángel Labruna, su viejo compañero en tantas tardes de domingo, se había hecho cargo del equipo y le había dicho que no le iban a renovar su contrato en River Plate, que él ya no estaba para jugar. Fue uno de los momentos más duros de su vida, diría pasados algunos años, aunque intentó poner siempre a Labruna en su lugar, y aseguró que después de Bernabé Ferreyra, Ángel Labruna era el máximo ídolo de la historia de River. “Lloré mucho -admitió en una entrevista para El Gráfico-, porque no lo esperaba, así tan fuerte y tan violento. Una congoja muy grande. Me citaron en Suipacha 574, donde estaba la sede, Plinio Garibaldi y William Kent”.
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Le dijeron que se había acabado su ciclo, que le iban a organizar un partido de homenaje, y que siempre iba a existir la opción de estar en el club como entrenador. “No pasó ninguna de las dos cosas”, diría. Su gran partido de homenaje, de alguna manera, había sido aquel con el Alianza Lima en Perú, esencialmente porque en el arco de enfrente estaba Lev Yashin, y una y mil veces los periodistas y críticos del fútbol habían asegurado que Yashin y Carrizo eran los dos porteros más importantes del mundo. Los dos cargaban con el peso de sus leyendas, construidas partido tras partido a lo largo de los años. Yashin, solían decir, era más de reflejos, de reaccionar debajo de los tres pelos. Carrizo, un arquero de todo el área. La tarde del Nacional de Lima se abrazaron, posaron para los fotógrafos, charlaron, y al final se despidieron para no volverse a ver.
Yashin retornó a Moscú. Al fútbol, del que se despediría en 1971, y a su labor como sargento del ejército rojo. Carrizo armó viaje hacia Bogotá, persuadido por Alfonso Senior de que el fútbol en Colombia, y especialmente Millonarios, eran un gran desafío. “Jugué esos partidos y de regreso me llamó Alfonso Senior, un gran directivo de Millonarios de la época de El Dorado, que había visto el partido y quiso llevarme por seis meses, por si acaso no agarraba una. Yo tenía 42 años y me quedé seis meses, después otros seis y un año más. Preguntale a cualquier colombiano lo que hice allá”. Su debut fue el 20 de abril del 69, ante el Bucaramanga, y su último partido, en 1970. En el medio, dos años de historia, de triunfos y derrotas y de un legado que marcó al fútbol en Colombia.
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Antes de él, la costumbre de los arqueros era sacar alto, mientras más alto, mejor, y lejos. Antes de él, los porteros permanecían en el área chica, a la espera del fusilamiento que tarde o temprano iba a llegar. Antes de él, y mucho tiempo después, existía la idea de que los buenos Número 1 eran los que “volaban”, aquellos que se la pasaban en el piso e iban de palo a palo y hacían alarde de sus reflejos. Carrizo fue transformando los conceptos y la práctica, y partido tras partido, entrenamiento tras entrenamiento, fue marcando el camino del fútbol que llegaría 20 años más tarde. Comenzó con su suplente, Otoniel Quintana, con quien conversaba y trabajaba. Cuando fue titular, a partir del xxxx del xxxxxx, Quintana se anticipaba a las posibles jugadas de los rivales, como Carrizo. Salía jugando y en algunos centros, bajaba la pelota con una mano o cabeceaba para salir más de prisa de contra ataque.
Con el correr de los juegos, y cuando Amadeo Carrizo ya se había devuelto a la Argentina, Quintana siguó haciendo carrera. En el 71, superó el récord de minutos sin recibir goles en contra, 1024. Fue campeón un año más tarde, y regó las canchas por las que pasó de las innovaciones que le había enseñado su maestro. Así, en 1985, llegó un muchacho llamado René Higuita, a quien terminarían por llamar “El loco”. Higuita aprendió de las voces de Quintana y de los sobrevivientes de los últimos años 60. A veces jugaba, a veces, no. Aunque su paso por Millonarios fue corto, tomó gran parte de su manera de afrontar el fútbol de las formas que en palabra y obra había instaurado Carrizo, y que se había multiplicado con Hugo Gatti, Pedro Vivalda, Juan Carlos Delménico. La savia del salir jugando y de leer a los rivales y de ser un jugador más del equipo, el origen de su fútbol, seguía alimentando a las nuevas generaciones.
Luego aparecieron Óscar Córdoba y Miguel Calero y uno que otro más, que tal vez ni siquiera habían ido a un partido de Carrizo, y si lo habían oído nombrar, había sido casi de pasada. Todos, de una u otra manera, lo supieran o no, habían aprendido algo de él, y le transmitirían ese “algo” a los que llegaron luego. La leyenda se agrandaba. Se nutría. Se multiplicaba. Según las voces de las voces, Carrizo había nacido en el pueblo de Rufino a las once de la noche del 12 de junio de 1926 de las manos grandes y fuertes de una partera, que tiempo atrás, había recibido en Los Toldos a una niña que con el tiempo se llamaría Eva Perón. Según aquellas voces, doña Magdalena Larretape, su madre, le puso al niño Amadeo en honor de un gran personaje de su barrio que llevaba por apellido Bustamante, pues deseaba que con los años, el niño fuera tan solidario como él.
Las voces decían, dijeron, aseguraron, y palabra tras palabra fueron creando la historia del hombre, o una de las tantas historias de aquel hombre. Poco o casi nada era comprobable, porque Carrizo nació y vivió un tiempo en el que los papeles se refundían, los sellos y los documentos iban y volvían o se perdían, y las grabaciones, si las había, se averiaban o acababan por extraviarse. Incluso, entrado el Siglo XXI, se esfumaron o se deterioraron algunos de los archivos de los diarios y revistas en los que aparecía. Quedaron algunos recortes, una que otra imagen y algunas sucintas reseñas sobre este o aquel partido. Y la leyenda, por supuesto. La leyenda del voz a voz de personajes del fútbol y de la vida que solían comenzar sus relatos con un lapidario “Yo vi jugar a Amadeo”, y que lo decían así porque no había un solo hincha del fútbol que no supiera que Amadeo era Carrizo.